Fui a ver a Celedonio Price porque supuse que se encontraría mal, y, en efecto, el pobre, estaba avergonzado. “No sé cómo pude hacer el ridículo de esa manera”, me dijo, después de estrechar mi mano sin ningún entusiasmo. “¿Pues…?”, sondeé, como si no supiera nada. “¡Y tú eres el de la culpa…!” “¿Yo?”, le pregunté, asombrado. “Qué tengo que ver yo con…” “No nos engañemos; fuiste tú”, me interrumpió. “Haz lo que te pida el cuerpo”, ahuecó la voz; “haz lo que te pida el cuerpo”, repitió. Yo comprendí que era mejor dejarlo desahogarse. “¿Sabes tú lo que es que una mujer te tenga que levantar del suelo porque te ha dado por dar volteretas y hacer el pino en cuanto la ves venir hacia ti? ¿Tú sabes lo ridículo que es eso?” No pude evitar una sonrisa. “Lo ves?”, dijo. “¿A que hace gracia? Lo malo es que esas cosas siempre hacen gracia cuando les ocurren a los demás.” Yo me puse la palma de la mano sobre la boca. Celedonio continuó: “Y lo peor de todo es que estuve a punto de conseguirlo, ¿sabes? La idea del señorito —Celedonio me miró directamente a los ojos— estuvo a punto de salir bien. Al fin y al cabo, el pino es una cuestión de fuerza de brazos y equilibrio, y la voltereta es una cuestión de fuerza de piernas, impulso, fuerza de brazos y coordinación…” “Pues, ¿qué te falló?”, pregunté, todavía con la mano en la boca. “¿Que qué me falló? ¿Y tú me lo preguntas? ¿Que qué me falló? Me falló la duda que me indujiste en el último momento; eso me falló; mejor dicho, me sobró: ¿Puede un hombre de casi sesenta años, que no lo haya hecho nunca, dar volteretas y hacer el pino, así, sin más, porque se lo pide el cuerpo? ¿Verdad que no? “Podría haber sido que sí”, le dije. “Podría haber sido que sí, pero al señorito escritor se le antojó que no”, dijo. “Vamos a ver”, le dije: ¿de verdad piensas que alguien se hubiera tragado que lo de las volteretas y el pino te iba a salir bien?” “Pues, no”, reconoció. “Pues, ¿entonces?” “Pues, entonces, haber empezado por algo más sencillo: si a un tipo de sesenta años se le alegra el cuerpo cuando ve a una amiga por la calle, no se le ocurre algo tan inverosímil como hacer el pino o dar volteretas; como mucho, se pone a bailar los pajaritos de María Jesús y su acordeón, o, si me apuras, hace el crusaíto, el Michael Jackson y el Robocop, ahora que están de moda.” “De acuerdo”, le dije, “pero, esa mujer…” “¡Ah, esa mujer…!”, suspiró Celedonio, dando a entender que aquella mujer se merecía todos los amores, ridículos o no. “¿Sabes lo único que me consuela de toda esta patraña absurda?”, preguntó, al cabo de un rato. “¿Qué?”, inquirí. “Que todo el mundo piensa que Celedonio eres tú.”
[Familia Price
]
04 Mayo, 2008 10:35





