[Familia Price ] 25 Mayo, 2008 11:43
La sala en la que ahora se reunía aquel grupo de hombres importantes era amplia y bien iluminada, pero desprovista de ventanas, y su único lugar de acceso era una puerta de vaivén cuyas hojas encajaban suave pero firmemente entre ellas, produciendo un efecto hermético. Esa mañana, al entrar por primera vez, Alterio José Price había pensado que, a pesar de la claridad, el lugar tenía el aspecto de una cripta. En cualquier caso, era un lugar propicio para la componenda, el secreto, la conspiración. Tanto el mobiliario como la decoración eran de una sobriedad extrema, sin concesiones a la comodidad, como si a las personas que se reunían allí no les interesara permanecer mucho tiempo. Ya a media mañana, tras haber recibido las instrucciones precisas, y mientras esperaba su turno de intervención, Alterio José pensaba en lo rápido que pasaba el tiempo. Hacía nada que era un chiquillo que corría empujando un aro por la calle, sin más preocupación que perseguir gatos y lagartijas, o huir de las iras de las chiquillas a las que había levantado la falda para verles las braguitas. Luego había venido la época larga y aburrida de los estudios, y otra, ésta borrosa, en la que había tenido que comenzar a trabajar para convertirse en un hombre de bien. ¿Y tú qué quieres ser?, solían preguntarle. ¿Y él qué sabía? A él no le llamaba la atención ser médico, ni abogado, ni arquitecto, ni militar, que por aquel entonces aún se llevaba. Él, lo que quería ser —un día lo supo— era aquel tipo que entra a una oficina y todos los demás se callan, porque son sus subalternos. Eso: eso era lo que quería: entrar a un sitio, y que los demás se callaran. Ese día, cuando empujó la puerta de vaivén para entrar a la sala en la que se reunían aquellos hombres, supo que el destino tiene formas muy caprichosas de conceder los sueños. En cuanto él hizo acto de presencia, fue como si una fuerza invisible centrifugara las palabras y las redujera a la nada. En medio del silencio más absoluto, Alterio José se dirigió a la cabecera de la mesa y, con gesto concentrado, se dispuso a oír lo que aquellos hombres tenían que decirle. Después, también rodeado de silencio, abandonó la sala, mientras a sus espaldas se intuía un rumor creciente. Luego, cuando reapareció, el deslizar de las ruedas del carrito sobre el parqué y el murmullo quedo de tazas y de cucharillas no hizo más que resaltar el mutismo en el que habían vuelto a caer los concurrentes. Alterio José terminó de repartir los cafés y cortados y se retiró, tan discreto como había entrado, dejando que aquellos señores influyentes siguieran hablando de sus asuntos.  
[Amores y desamores ] 18 Mayo, 2008 10:28
A las once menos cuarto de la mañana, el científico deja a un lado su cuaderno de anotaciones, guarda la estilográfica, cierra los ojos, respira hondo varias veces y piensa: “Ahora, el aire que respiro, la sangre que circula por mis venas y todas y cada una de las células de mi organismo se concentran en una sola energía que fluye vertiginosa hacia mi cabeza, se junta con mis pensamientos y forma un remolino luminoso que, impulsado desde los pliegues más recónditos de mi cerebro, sale disparado en tu busca.”  El científico, con movimientos suaves y pautados, se levanta, se abrocha la bata y se dispone a abandonar su despacho, mientras piensa: “Ahora, ese halo invisible pero poderoso que se ha desprendido de mi mente se desplaza raudo por el edificio A, sale al jardín, cruza la valla, entra al edificio B, atraviesa rellanos, tabiques y puertas, entra a tu laboratorio, te ve inclinada ante el microscopio y te golpea en la sien como una descarga de rayos láser.” El científico sale del despacho, entra al ascensor y, mientras pulsa el botón de la planta baja, piensa: “Sí, soy yo, amor mío. ¿Por qué te sorprendes? Este deseo de tomar café que te acaba de asaltar es mi pensamiento, que ahora está dentro de ti. ¿Verdad que me escuchas? Bien. Pues, como me escuchas, ahora mismo vas a dejar lo que estás haciendo y vas a bajar a la cafetería. Yo estaré allí, en la terraza, desayunando y esperándote.” El científico llega hasta la cafetería, se sienta ante la mesa que le da más visibilidad sobre la entrada del edificio B, pide un café con leche y una ensaimada, y piensa: “Bueno: ahora mismo estás bajando por el ascensor. Sigues escuchándome, ¿verdad?  Yo, alto y claro. Además de escucharte, casi puedo verte. ¿A que hoy traes el vestido pistacho que te resalta esas mechas de fuego que te han hecho? ¿No? ¿El marrón? Ese también te sienta estupendamente.” Al rato, mientras dobla y desdobla el sobre vacío del azucarillo y mira repetidamente el reloj, el científico ruega: “Ahora mismo vas a salir por esa puerta, te vas a dirigir directamente hasta esta mesa, me preguntarás si no me importa que te sientes a mi lado, me dirás que hace tiempo que querías conocerme, y descubriremos enseguida que estamos hechos el uno para el otro.” Después de un enésimo vistazo al reloj, el científico se levanta, paga la consumición y, tras dirigir una mirada desolada al edificio B, se introduce en el edificio A. Luego, en su despacho, se sienta, extrae la estilográfica y escribe el resultado del experimento, un resultado recurrente desde su época de colegial: “La telepatía sigue sin funcionar”.
[Familia Price ] 11 Mayo, 2008 11:31
Bernardino Price Penagos era un escritor discreto al que en cierta ocasión le dio por consultar su propio nombre en un buscador de Internet, con la esperanza de que, al contrario de lo que ocurría en el inaccesible mundo real, su obra tuviese alguna presencia. Y, efectivamente, el asunto pintaba bien: allí, en el ilusorio mundo virtual, figuraba él, primero, con dos apariciones, luego, con cuatro, después, con ocho, con dieciséis y, finalmente, con treinta y dos. Y ahí se acabó la alegría. El buscador ya no volvió a dar más que aquellas treinta y dos referencias. Sin embargo, Bernardino no se rendía: casi a diario volvía a introducir su nombre en el buscador, y casi a diario se llevaba la misma decepción. Era como si una mano invisible hubiese puesto un palo en las ruedas de aquella prometedora progresión geométrica. Hasta que un día ocurrió el milagro: el motor de búsqueda arrojó el increíble resultado de cuatrocientas veintidós referencias. Preso de la excitación, Bernardino comenzó a examinarlas una a una, pero comprobó consternado que las nuevas aportaciones no se referían a él, el escritor Bernardino Price Penagos, sino a un narcotraficante de nombre y apellidos idénticos a los suyos que había sido detenido en México. Esta coincidencia lo mortificó doblemente: por una parte, cayó en la cuenta de que alguien que se llamaba igual que él era un delincuente; por otra, que, dentro de su mundillo, ese malhechor era más importante que él en el suyo: trescientas noventa menciones, frente a treinta y dos. Sin saber por qué, Bernardino comenzó a imaginar lo que pasaría si en lugar de ser él, el escritor Bernardino Price Penagos, fuese el delincuente Bernardino Price Penagos. O sea: él mismo, pero con una profesión diferente. Sin darse cuenta, comenzó a volverse escurridizo y reservado y en aplicar a su vida lo que se entiende como “pensamiento criminal”. Se aficionó a la novela negra y a las películas de gánsters, y en poco tiempo pensaba, vestía y actuaba como un mafioso. De hecho, comenzó a llevar una “vida secreta”.  Él era el forajido Bernardino Price Penagos, evadido de la prisión central de Veracruz. Lo curioso es que, a miles de kilómetros de distancia, el reo Bernardino Price Penagos, que había%
[Familia Price ] 04 Mayo, 2008 10:35
Fui a ver a Celedonio Price porque supuse que se encontraría mal, y, en efecto, el pobre, estaba avergonzado. “No sé cómo pude hacer el ridículo de esa manera”, me dijo, después de estrechar mi mano sin ningún entusiasmo. “¿Pues…?”, sondeé, como si no supiera nada. “¡Y tú eres el de la culpa…!” “¿Yo?”, le pregunté, asombrado. “Qué tengo que ver yo con…” “No nos engañemos; fuiste tú”, me interrumpió. “Haz lo que te pida el cuerpo”, ahuecó la voz; “haz lo que te pida el cuerpo”, repitió. Yo comprendí que era mejor dejarlo desahogarse. “¿Sabes tú lo que es que una mujer te tenga que levantar del suelo porque te ha dado por dar volteretas y hacer el pino en cuanto la ves venir hacia ti? ¿Tú sabes lo ridículo que es eso?” No pude evitar una sonrisa. “Lo ves?”, dijo. “¿A que hace gracia? Lo malo es que esas cosas siempre hacen gracia cuando les ocurren a los demás.” Yo me puse la palma de la mano sobre la boca. Celedonio continuó: “Y lo peor de todo es que estuve a punto de conseguirlo, ¿sabes? La idea del señorito —Celedonio me miró directamente a los ojos— estuvo a punto de salir bien. Al fin y al cabo, el pino es una cuestión de fuerza de brazos y equilibrio, y la voltereta es una cuestión de fuerza de piernas, impulso, fuerza de brazos y coordinación…” “Pues, ¿qué te falló?”, pregunté, todavía con la mano en la boca. “¿Que qué me falló? ¿Y tú me lo preguntas? ¿Que qué me falló? Me falló la duda que me indujiste en el último momento; eso me falló; mejor dicho, me sobró: ¿Puede un hombre de casi sesenta años, que no lo haya hecho nunca, dar volteretas y hacer el pino, así, sin más, porque se lo pide el cuerpo? ¿Verdad que no? “Podría haber sido que sí”, le dije. “Podría haber sido que sí, pero al señorito escritor se le antojó que no”, dijo. “Vamos a ver”, le dije: ¿de verdad piensas que alguien se hubiera tragado que lo de las volteretas y el pino te iba a salir bien?” “Pues, no”, reconoció. “Pues, ¿entonces?” “Pues, entonces, haber empezado por algo más sencillo: si a un tipo de sesenta años se le alegra el cuerpo cuando ve a una amiga por la calle, no se le ocurre algo tan inverosímil como hacer el pino o dar volteretas; como mucho, se pone a bailar los pajaritos de María Jesús y su acordeón, o, si me apuras, hace el crusaíto, el Michael Jackson y el Robocop, ahora que están de moda.” “De acuerdo”, le dije, “pero, esa mujer…” “¡Ah, esa mujer…!”, suspiró Celedonio, dando a entender que aquella mujer se merecía todos los amores, ridículos o no. “¿Sabes lo único que me consuela de toda esta patraña absurda?”, preguntó, al cabo de un rato. “¿Qué?”, inquirí. “Que todo el mundo piensa que Celedonio eres tú.”