La mala memoria
“¿Oiga? ¿Es la tienda Confortel?”
“Sí señor, ¿en qué puedo servirle?”, pregunta una voz femenina.
“¿Es usted la dependienta de la tienda?”, pregunta el hombre.
“Sí, señor, ¿qué quería?”, pregunta la dependienta.
“¿La misma chica que estaba ayer?”, pregunta el hombre.
“Sí, sí; soy la que estaba ayer, ¿qué se le ofrece?”
“¿Verdad que tiene usted el pelo castaño claro y muy liso, y que lleva flequillo y media melena, recogida en cola de caballo con  una pinza ovalada color perla?”
“Bueno, ayer lo llevaba así.”
“¿Y que sus ojos son claros, de un color como aguamarina, y que, cuando uno se fija, no se sabe si son verdes o azules, e incluso, según les dé la luz, adquieren tonalidades violeta?”
“Lo de violeta no lo sé. Lo otro, puede que sí.”
“¿Verdad que tiene usted unas pestañas inmensas, y que cuando entrecierra los ojos parece que se transportara a otro lugar, que es como si estuviera y no estuviera?”
“No sé qué decirle, señor…”
“¿No es cierto que tiene usted una cara con un óvalo perfecto, como el de la Madonna Sixtina de Rafael, y que cuando sonríe parece que se iluminara el mundo?”
“Señor…”
“¿Y que tiene usted unas manos finas y alargadas, tan armoniosas que parecen haber sido esculpidas por Bernini?”
“Oiga, señor…”
“¿Y que le pasa a menudo que los hombres, al mirarla, se quedan embobados, como si hubieran visto una aparición?”
“Señor…”
“¿Verdad que es usted hermosísima?”
“Supongamos que eso sea cierto. ¿En qué puedo servirle?”
“Verá usted, señorita. La llamo porque tengo un problema de memoria.”
“¿De memoria?”
“En efecto, señorita. ¿Usted sabe quién soy?”
“Creo que sí. El señor que estuvo ayer aquí.”
“Pues bien, me gustaría me ayudara en algo que me preocupa: ¿Recuerda usted a qué demonios entré yo a esa tienda?”