La pesadilla comenzó con una frase entusiasta: “Mira, cariño: mira lo que te ha enviado la tía Fernanda.” La tía Fernanda era la tía-abuela del niño, que le había mandado una felicitación de cumpleaños. La felicitación, en forma de tarjeta postal, parecía una postal normal, plegada en dos, con la imagen de un perrito esquiando; pero, en cuanto la abrías, de allí salían las notas del Canto a la alegría de Beethoven, interpretadas mediante ladridos. “¿Ves, cariño? ¡Es una postal mágica!” Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau. “Y es de la tía Fernanda. ¿Ves lo que pone aquí? ‘Desde estas tierras altoaragonesas, te deseo que pases un feliz día de cumpleaños’. ” Dos años cumplía ese día el angelito, al que la alegría convirtió pronto en diablillo. A partir de entonces, en ese piso no hubo rincón en el que se pudiera estar en paz. En el momento más inesperado o inoportuno, cuando se estaba disfrutando de unos instantes de silencio, o cuando el protagonista de la película estaba a punto de pronunciar la frase que daba sentido a toda la trama, aparecía, como de la nada, el enano, con su canto a la alegría perruno, y acababa con todo. Y cuando no era él en acción, la postal aparecía en los sitios más insospechados, como un peligro latente. “Recuerda que puedo sonar en cualquier momento…” Al poco tiempo, el padre del niño odiaba a los perros, odiaba a Beethoven, odiaba a la tía Fernanda y sus tierras altoaragonesas, odiaba a los japoneses —era una postal ‘made in Japan’— y odiaba a… Cuando se dio cuenta de que empezaba a odiar a su hijo, el padre supo que tenía que hacer algo. Hacía días que sabía que la clave de todo estaba en el chip musical incrustado en la cartulina. Si él pudiera desactivar ese chip… Una mañana, preso de un arrebato irresistible, abrió la postal, arrancó el chip con los dedos y lo tiró por la galería. Luego, para su estupor, comprobó dos cosas: una, que el chip había caído en el patio de luces de los vecinos inaccesibles. Otra, que ahora sonaba permanentemente. Era el mismo sonido estridente de siempre, sólo que atenuado por la distancia. Pasaron algunos días y, su mujer, desde la cocina, oía unos ruiditos extraños. “¿No oyes como unos ruiditos extraños?” “Yo, no.” Nunca le confesó que sí que oía ruiditos, y que para él no eran extraños. Tampoco le dijo que, desde ese día, cuando escribe, desde su estudio, que también da al patio de luces de los vecinos inaccesibles, oye una música inconfundible. Por si alguien no la conoce, puedo describir esa música como si la estuviera escuchando en este momento: “Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau.”
[Niños
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10 Febrero, 2008 10:11





