El timbre de la puerta suena y Juan de Dios Price da un salto en el sillón. Se queda unos instantes envarado, alerta. Después coge el mando a distancia y baja el sonido del televisor. En la pantalla, la leona tiene que continuar acechando a su presa sin narrador ni música de fondo. Juan de Dios sigue quieto e intenta reducir también el volumen de su aliento. Al cabo de un minuto, el timbre vuelve a sonar, esta vez dos veces seguidas. Juan de Dios aprieta el mando como si fuera un arma defensiva, y contiene la respiración todavía más. En la pantalla, la leona se mantiene tensa, vigilante. Juan de Dios cierra los ojos. El timbre suena una, dos, tres veces, la última de ellas más prolongada que las demás. De niño, Juan de Dios también cerraba los ojos ante los peligros, era su manera de alejarlos. El timbre vuelve a sonar, uuuunnnnna, doooooooooos, treeeeeeeeeeeeees veces. Juan de Dios se incorpora con sigilo, entra en el dormitorio y se echa boca arriba en la cama. El timbre vuelve a sonar. Ahora es un timbrazo prolongado, de más de medio minuto. Si sigue así, va a quemar el timbre. ¿Habrá enganchado el timbre con celo, como en una gamberrada de adolescente? No. El timbre deja de sonar, y él ahora, finge dormir. ¡Qué absurdo! Al siguiente timbrazo, él se levanta y, caminando como un fugitivo de sí mismo, se refugia en la terraza, lo único amplio de su minúsculo sobreático. Pero hasta ahí también llega, diáfano y terrible, otro timbrazo. Juan de Dios se descalza, desanda el camino, y llega hasta la puerta de entrada. El timbre deja de sonar, pero se percibe una presencia al otro lado. Al momento, le llega una voz masculina muy queda que dice: “¿Carmen?” Juan de Dios se queda atónito. La voz insiste: “¿Carmen?” Juan de Dios se arma de valor. “Aquí no vive ninguna Carmen”, dice. “¿Ah, no?”, dice la voz, sorprendida. “No”, asegura Juan de Dios. Durante los siguientes minutos, el diálogo se repite, como el de dos actores que ensayaran el mismo texto una y otra vez. “Así, ¿seguro que aquí no está Carmen, ni vive ninguna Carmen?” “Seguro.” La voz del desconocido es, ahora, amenazante, ahora, conciliadora, ahora, dubitativa, ahora, implorante… “Oiga —dice finalmente—: entonces, ¿cómo es que ha tardado tanto en contestar?” “Porque estaba en la terraza, tomando el sol.” El hombre que busca a su mujer se va. Juan de Dios, el hombre que huye de la suya, y que no conoce a ninguna Carmen, suspira y vuelve a sentarse frente al televisor. En la pantalla, ya no hay leonas.
[Amores y desamores
]
17 Febrero, 2008 09:30





