Ella estaba harta de él, ¿entendía? Harta. Y cuando decía harta, quería decir hasta arriba, hasta aquí —y cuando decía hasta aquí se señalaba la coronilla—. No, hasta aquí no —corrigió—, hasta aquí —y el nuevo ‘hasta aquí’ era hasta más arriba de la cabeza, hasta donde daba el brazo—. Pero como él no parecía entender, ella le siguió diciendo que estaba harta de su manera de ser, de su forma de comportarse, de sus hábitos al comer, de su estilo en el vestir… Él era como una anti-persona para ella, ¿entendía? Era como su castigo particular, la condena por un delito que no había cometido. Bueno, el delito era haberse casado con él. Sí: ese había sido su delito: casarse con él. Pero ya estaba bien de condena, ya valía, ¿de acuerdo? Todos los delitos tenían un tiempo de purgación: seis meses, un año, dos, cinco… Veinte, los crímenes más atroces —y con buen comportamiento se reducían a quince, o a doce—. Pero, de cadena perpetua, nada, ¿eh? La cadena perpetua no existía en España. Aquello se tenía que acabar. Y se tenía que acabar porque ella no quería pasar el resto de su vida con un inútil. Porque, ¿quién era él? A ver: que le dijera quién era él. Un inútil. Eso es lo que era: un inútil. Ella había tenido así de pretendientes, así —‘así’ era la multiplicación de las yemas de sus dedos juntándose y separándose—, y ¿con quién había acabado? Con él. ¿Y quién era él? Un don nadie. Ése era él: un don nadie. ¿Se enteraba? Sí, tal como lo estaba escuchando: un don nadie. Todos sus amigos eran algo. ¿Y él, qué? Él, nada. Cero. ¿Se enteraba? Cero: la nulidad absoluta. ¿Y sabía por qué era la nulidad absoluta? Porque no tenía ni sangre en las venas. Él era como un muerto viviente, como un zombi. ¿Sabía por qué las otras personas eran alguien? Porque tenían carácter, porque tenían inquietudes, porque se planteaban retos, porque resolvían problemas. Él, en cambio, era como un vegetal. ¿Veía ese cactus que le habían regalado por Pascua? Pues él era como ese cactus. La única diferencia era que el cactus no hacía ruidos raros al masticar, no eructaba, ni roncaba ni se tiraba pedos. O sea: puestos a tener un adorno en casa, mejor un cactus, ¿sabía? ¿Y sabía lo que más le molestaba de él? Que, cuando ella hablaba, él, como si oyera llover. Pero, ¿él que tenía?, ¿sangre en las venas… —y dale con la sangre en las venas—  u horchata? ¿Se enteraba de que ella estaba harta, de que quería acabar con esa situación, de que le estaba diciendo que se largara? ¿Entendía o no entendía?
—Más que entenderte, te intuyo—dijo el sosegado. Y siguió leyendo el periódico.