[Cosas de la vida ] 24 Febrero, 2008 11:08
La mala memoria
“¿Oiga? ¿Es la tienda Confortel?”
“Sí señor, ¿en qué puedo servirle?”, pregunta una voz femenina.
“¿Es usted la dependienta de la tienda?”, pregunta el hombre.
“Sí, señor, ¿qué quería?”, pregunta la dependienta.
“¿La misma chica que estaba ayer?”, pregunta el hombre.
“Sí, sí; soy la que estaba ayer, ¿qué se le ofrece?”
“¿Verdad que tiene usted el pelo castaño claro y muy liso, y que lleva flequillo y media melena, recogida en cola de caballo con  una pinza ovalada color perla?”
“Bueno, ayer lo llevaba así.”
“¿Y que sus ojos son claros, de un color como aguamarina, y que, cuando uno se fija, no se sabe si son verdes o azules, e incluso, según les dé la luz, adquieren tonalidades violeta?”
“Lo de violeta no lo sé. Lo otro, puede que sí.”
“¿Verdad que tiene usted unas pestañas inmensas, y que cuando entrecierra los ojos parece que se transportara a otro lugar, que es como si estuviera y no estuviera?”
“No sé qué decirle, señor…”
“¿No es cierto que tiene usted una cara con un óvalo perfecto, como el de la Madonna Sixtina de Rafael, y que cuando sonríe parece que se iluminara el mundo?”
“Señor…”
“¿Y que tiene usted unas manos finas y alargadas, tan armoniosas que parecen haber sido esculpidas por Bernini?”
“Oiga, señor…”
“¿Y que le pasa a menudo que los hombres, al mirarla, se quedan embobados, como si hubieran visto una aparición?”
“Señor…”
“¿Verdad que es usted hermosísima?”
“Supongamos que eso sea cierto. ¿En qué puedo servirle?”
“Verá usted, señorita. La llamo porque tengo un problema de memoria.”
“¿De memoria?”
“En efecto, señorita. ¿Usted sabe quién soy?”
“Creo que sí. El señor que estuvo ayer aquí.”
“Pues bien, me gustaría me ayudara en algo que me preocupa: ¿Recuerda usted a qué demonios entré yo a esa tienda?”
[Amores y desamores ] 17 Febrero, 2008 09:30
El timbre de la puerta suena y Juan de Dios Price da un salto en el sillón. Se queda unos instantes envarado, alerta. Después coge el mando a distancia y baja el sonido del televisor. En la pantalla, la leona tiene que continuar acechando a su presa sin narrador ni música de fondo. Juan de Dios sigue quieto e intenta reducir también el volumen de su aliento. Al cabo de un minuto, el timbre vuelve a sonar, esta vez dos veces seguidas. Juan de Dios aprieta el mando como si fuera un arma defensiva, y contiene la respiración todavía más. En la pantalla, la leona se mantiene tensa, vigilante. Juan de Dios cierra los ojos. El timbre suena una, dos, tres veces, la última de ellas más prolongada que las demás. De niño, Juan de Dios también cerraba los ojos ante los peligros, era su manera de alejarlos. El timbre vuelve a sonar, uuuunnnnna, doooooooooos, treeeeeeeeeeeeees veces. Juan de Dios se incorpora con sigilo, entra en el dormitorio y se echa boca arriba en la cama. El timbre vuelve a sonar. Ahora es un timbrazo prolongado, de más de medio minuto. Si sigue así, va a quemar el timbre. ¿Habrá enganchado el timbre con celo, como en una gamberrada de adolescente? No. El timbre deja de sonar, y él ahora, finge dormir. ¡Qué absurdo! Al siguiente timbrazo, él se levanta y, caminando como un fugitivo de sí mismo, se refugia en la terraza, lo único amplio de su minúsculo sobreático. Pero hasta ahí también llega, diáfano y terrible, otro timbrazo. Juan de Dios se descalza, desanda el camino, y llega hasta la puerta de entrada. El timbre deja de sonar, pero se percibe una presencia al otro lado. Al momento, le llega una voz masculina muy queda que dice: “¿Carmen?” Juan de Dios se queda atónito. La voz insiste: “¿Carmen?” Juan de Dios se arma de valor. “Aquí no vive ninguna Carmen”, dice. “¿Ah, no?”, dice la voz, sorprendida. “No”, asegura Juan de Dios. Durante los siguientes minutos, el diálogo se repite, como el de dos actores que ensayaran el mismo texto una y otra vez. “Así, ¿seguro que aquí no está Carmen, ni vive ninguna Carmen?” “Seguro.” La voz del desconocido es, ahora, amenazante, ahora, conciliadora, ahora, dubitativa, ahora, implorante… “Oiga —dice finalmente—: entonces, ¿cómo es que ha tardado tanto en contestar?”  “Porque estaba en la terraza, tomando el sol.” El hombre que busca a su mujer se va. Juan de Dios, el hombre que huye de la suya, y que no conoce a ninguna Carmen, suspira y vuelve a sentarse frente al televisor. En la pantalla, ya no hay leonas.
[Niños ] 10 Febrero, 2008 10:11
La pesadilla comenzó con una frase entusiasta: “Mira, cariño: mira lo que te ha enviado la tía Fernanda.” La tía Fernanda era la tía-abuela del niño, que le había mandado una felicitación de cumpleaños. La felicitación, en forma de tarjeta postal, parecía una postal normal, plegada en dos, con la imagen de un perrito esquiando; pero, en cuanto la abrías, de allí salían las notas del Canto a la alegría de Beethoven, interpretadas mediante ladridos. “¿Ves, cariño? ¡Es una postal mágica!” Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau. “Y es de la tía Fernanda. ¿Ves lo que pone aquí? ‘Desde estas tierras altoaragonesas, te deseo que pases un feliz día de cumpleaños’. ” Dos años cumplía ese día el angelito, al que la alegría convirtió pronto en diablillo. A partir de entonces, en ese piso no hubo rincón en el que se pudiera estar en paz. En el momento más inesperado o inoportuno, cuando se estaba disfrutando de unos instantes de silencio, o cuando el protagonista de la película estaba a punto de pronunciar la frase que daba sentido a toda la trama, aparecía, como de la nada, el enano, con su canto a la alegría perruno, y acababa con todo. Y cuando no era él en acción, la postal aparecía en los sitios más insospechados, como un peligro latente. “Recuerda que puedo sonar en cualquier momento…” Al poco tiempo, el padre del niño odiaba a los perros, odiaba a Beethoven, odiaba a la tía Fernanda y sus tierras altoaragonesas, odiaba a los japoneses —era una postal ‘made in Japan’— y odiaba a… Cuando se dio cuenta de que empezaba a odiar a su hijo, el padre supo que tenía que hacer algo. Hacía días que sabía que la clave de todo estaba en el chip musical incrustado en la cartulina. Si él pudiera desactivar ese chip… Una mañana, preso de un arrebato irresistible, abrió la postal, arrancó el chip con los dedos y lo tiró por la galería. Luego, para su estupor, comprobó dos cosas: una, que el chip había caído en el patio de luces de los vecinos inaccesibles. Otra, que ahora sonaba permanentemente. Era el mismo sonido estridente de siempre, sólo que atenuado por la distancia. Pasaron algunos días y, su mujer, desde la cocina, oía unos ruiditos extraños. “¿No oyes como unos ruiditos extraños?” “Yo, no.” Nunca le confesó que sí que oía ruiditos, y que para él no eran extraños. Tampoco le dijo que, desde ese día, cuando escribe, desde su estudio, que también da al patio de luces de los vecinos inaccesibles, oye una música inconfundible. Por si alguien no la conoce, puedo describir esa música como si la estuviera escuchando en este momento: “Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau.”
[Amores y desamores ] 03 Febrero, 2008 11:01
Ella estaba harta de él, ¿entendía? Harta. Y cuando decía harta, quería decir hasta arriba, hasta aquí —y cuando decía hasta aquí se señalaba la coronilla—. No, hasta aquí no —corrigió—, hasta aquí —y el nuevo ‘hasta aquí’ era hasta más arriba de la cabeza, hasta donde daba el brazo—. Pero como él no parecía entender, ella le siguió diciendo que estaba harta de su manera de ser, de su forma de comportarse, de sus hábitos al comer, de su estilo en el vestir… Él era como una anti-persona para ella, ¿entendía? Era como su castigo particular, la condena por un delito que no había cometido. Bueno, el delito era haberse casado con él. Sí: ese había sido su delito: casarse con él. Pero ya estaba bien de condena, ya valía, ¿de acuerdo? Todos los delitos tenían un tiempo de purgación: seis meses, un año, dos, cinco… Veinte, los crímenes más atroces —y con buen comportamiento se reducían a quince, o a doce—. Pero, de cadena perpetua, nada, ¿eh? La cadena perpetua no existía en España. Aquello se tenía que acabar. Y se tenía que acabar porque ella no quería pasar el resto de su vida con un inútil. Porque, ¿quién era él? A ver: que le dijera quién era él. Un inútil. Eso es lo que era: un inútil. Ella había tenido así de pretendientes, así —‘así’ era la multiplicación de las yemas de sus dedos juntándose y separándose—, y ¿con quién había acabado? Con él. ¿Y quién era él? Un don nadie. Ése era él: un don nadie. ¿Se enteraba? Sí, tal como lo estaba escuchando: un don nadie. Todos sus amigos eran algo. ¿Y él, qué? Él, nada. Cero. ¿Se enteraba? Cero: la nulidad absoluta. ¿Y sabía por qué era la nulidad absoluta? Porque no tenía ni sangre en las venas. Él era como un muerto viviente, como un zombi. ¿Sabía por qué las otras personas eran alguien? Porque tenían carácter, porque tenían inquietudes, porque se planteaban retos, porque resolvían problemas. Él, en cambio, era como un vegetal. ¿Veía ese cactus que le habían regalado por Pascua? Pues él era como ese cactus. La única diferencia era que el cactus no hacía ruidos raros al masticar, no eructaba, ni roncaba ni se tiraba pedos. O sea: puestos a tener un adorno en casa, mejor un cactus, ¿sabía? ¿Y sabía lo que más le molestaba de él? Que, cuando ella hablaba, él, como si oyera llover. Pero, ¿él que tenía?, ¿sangre en las venas… —y dale con la sangre en las venas—  u horchata? ¿Se enteraba de que ella estaba harta, de que quería acabar con esa situación, de que le estaba diciendo que se largara? ¿Entendía o no entendía?
—Más que entenderte, te intuyo—dijo el sosegado. Y siguió leyendo el periódico.