Los dos amigos se vieron y se abalanzaron el uno sobre el otro, se dieron la mano, se abrazaron, se palmotearon la espalda, y el amigo parlanchín comenzó a contar su vida, que era como la de cualquier amigo parlanchín. ¿El trabajo? La misma rutina, pero que no faltara, pues los tiempos no estaban para hacer el tonto. Al parecer, había más oferta que demanda, pero, que se quedara alguien en el paro y vería, como le había pasado al Rafa. ¿Que qué le había pasado al Rafa? Pues, adiós de la empresa. Después de tantos años, hala, a tomar viento. Bueno, era que la gente se lo montaba muy mal. Al Rafa, mira por dónde, le había entrado la obsesión de que su mujer le ponía los cuernos. Y, en lugar de contratar un detective, o algo así, al tío le había dado por vigilar él mismo a su mujer. Un día llegaba a la oficina y contaba que había encontrado un pelo sospechoso en la cama. Otro día, que las sábanas olían diferente. Al otro, que una colilla le había aparecido en un cenicero. ¿Y dónde iba a aparecer una colilla, si no era en un cenicero? ¿Una colilla de Winston? Él y su mujer fumaban Marlboro. ¿Y el gato? El gato siempre le había tenido miedo a él, y ahora lo ignoraba olímpicamente. Eso era porque los gatos tenían un sexto sentido para saber quién era el jefe de la casa. Si el gato pasaba de él, era porque la casa la frecuentaba otro macho. Venga, Rafa, no jodas: ¿Ahora resulta que los gatos detectan a los cornudos? Pues, ellos dirían que no, pero su mujer se la estaba pegando con otro. Pues, vaya mal gusto que tenía aquel tío. Que rieran, que rieran, que él sabía lo que se decía. El Rafa se ausentaba del trabajo y se presentaba a horas intempestivas en su casa. Había estado a punto, ¿sabían? A punto. Cinco minutos antes, y la hubiese pillado con el maromo. Había notado el olor; un olor como a Brummel, y él nunca había usado Brummel. El caso había sido que el Rafa nunca había pillado a su mujer con el otro, pero los jefes sí que le habían podido demostrar baja productividad continuada y lo habían puesto de patitas en la calle.
Después de contar todo esto sobre el Rafa, el amigo parlanchín le puso una mano sobre el hombro al otro y prosiguió: “Y todo por desconfiar de su mujer. Ya me explicarás: si las tías, cuando te los quieren poner, te los ponen. Es mejor dejarlas a su aire. Si te los ponen, mejor que no te enteres.  Y si te enteras, pues… a aguantarte, y calladito, que estás más guapo. Pero… ¿qué te voy a contar yo a ti que tú no sepas?”
Luego, tras una pausa en la que los dos se quedaron muy serios, balbució una disculpa y se marchó.