De repente, me fijé en aquella chica que caminaba por la acera, unos metros más adelante y en la misma dirección de la calle por la que yo conducía. Iba vestida con tejanos y una camiseta blanca, muy suelta, pero casi transparente, bajo la cual se vislumbraba un torso firme, esbelto y muy bien proporcionado. Tenía el cabello castaño claro, muy liso, y lo llevaba recogido en una cola tras el cuello. Su andar elegante y su silueta recordaban los movimientos de una bailarina o una gimnasta. “Ahí va una chica segura de sí misma”, fue lo primero que pensé, y, de inmediato, recordando mi búsqueda, me dije: “¿Y por qué no?” Reduje, pues, la ya mínima velocidad que llevaba y me puse casi a su altura. De perfil, sus formas eran todavía más armónicas, casi perfectas. Un mechón rebelde le caía sobre la mejilla, confiriéndole un aire casi infantil, que contrastaba con la resolución y seguridad con las que caminaba. “Vaya pedazo de mujer en un cuerpo de adolescente”, pensé. Y enseguida murmuré, muy bajito: “Venga, que seas tú, que seas tú”. La chica se detuvo, y el corazón me dio un vuelco. “Es ella; es la que estaba deseando”, me dije, y detuve mi coche, en doble fila. “Si eres tú, ya no te me escapas; de aquí no me muevo”, pensé, y mi temeridad me hizo sonreír, confuso. La chica pareció notar mi presencia —fue sólo un instante, un parpadeo, un visto y no visto— y hurgó en su bolso. Yo noté que las manos se me humedecían sobre el volante. “Mierda. ¿Será posible que esté tan a su merced?” Ella extrajo un teléfono móvil, pulsó una tecla y se llevó el aparato a la oreja, una oreja perfecta. ¿La mayoría de las orejas son feas, verdad? Pues la suya era perfecta, como toda ella, porque yo ya había decidido que aquella chica era perfecta. “No, no, no, no, no”, le dije, telepáticamente. “Ahora no quiero que hables con nadie.” La chica comenzó a hablar, pero, mientras lo hacía, estaba pendiente de mí. De vez en cuando me miraba de reojo —lo juro— y, cuando nuestras miradas se cruzaban, ella parecía divertirse y yo debía de parecer un ratón asustado. Hubiese dado un acelerón y me hubiese largado de allí, pero mi necesidad pudo más. La chica dejó de hablar y me miró. Era ahora o nunca. Yo respiré hondo, me armé de valor y le hice una pregunta con el dedo. Ella sonrió y asintió con la cabeza. A mí se me abrió el cielo. La chica sacó las llaves de su coche, lo abrió, se subió, arrancó, y, con dos maniobras perfectas —¿cómo iban a ser?— dejó libre la plaza de aparcamiento que hacía dos horas que buscaba yo. ¿Era o no era perfecta?