Agosto había sido menos cálido y húmedo de lo habitual. La ciudad estaba rebosante de turistas. En los bares, restaurantes y chiringuitos abundaban los trabajadores extranjeros. El ambiente estaba impregnado de cosmopolitismo, así que la programación de un viaje hubiese sido superflua. Se podía ir por cualquier calle y escuchar conversaciones en varios idiomas —algunos inidentificables—, y apreciar anatomías y vestimentas pintorescas, provenientes de quién sabe qué países. Era como moverse sin necesidad de moverse, y descubrir, de paso, rincones por los que nunca se había aventurado. Se trataba, simplemente, de mirar el paisaje urbano con diferentes ojos. Una cafetería nueva, el arreglo de una calle, un nuevo negocio —de un tiempo a esta parte habían proliferado toda clase de negocios—, nuevos personajes —ahora había hasta un tipo que deambulaba por las calles principales montado en una bicicleta de dos pisos—… No, en realidad no hacía falta cambiar de ciudad para cambiar de aires. Lo que había que hacer era respirar de forma diferente. Hacía años que él no recordaba unas vacaciones tan plácidas, y puede que la razón fuera que las había iniciado sin ningún plan, sin otra expectativa que la de dejar pasar el tiempo. Si las vacaciones anteriores le habían provocado ansiedad —una ansiedad que lo acompañaba antes, durante y después del descanso—, éstas lo habían dejado como nuevo. Tanto, que, ahora sí, sus propósitos de enmienda respecto al trabajo iban en serio. Cada año se lo proponía y cada año fracasaba, pero, esta vez, algo en su interior le decía que iba a ser muy distinto. Incluso, al contrario que en las otras ocasiones, la vuelta al trabajo le producía una sensación placentera. ¿Querían creer que esperaba la reincorporación al trabajo casi con euforia? Pues, sí. Ahora, había encontrado algo así como “el sentido de la vida laboral”, que consistía en hacer bien su trabajo, independientemente de jefes, compañeros, trepas, aduladores o demás especímenes. Trabajar, y trabajar bien; porque sí, por el puro placer de hacer bien las cosas, sin considerar si trabajaba de más o de menos o si el sueldo compensaba o no su dedicación y sus responsabilidades. Estas eran sus intenciones cuando se reincorporó, y los primeros cinco minutos fueron magníficos. Sus compañeros lo recibieron con cordialidad desacostumbrada. Por un momento se sintió la estrella de la oficina. Luego, algún bocazas —siempre hay algún bocazas—, irremediablemente, preguntó: Pero, ¿tú no te habías jubilado el 31 de julio?