[Cosas de la vida ] 30 Septiembre, 2007 11:35
Los dos amigos se vieron y se abalanzaron el uno sobre el otro, se dieron la mano, se abrazaron, se palmotearon la espalda, y el amigo parlanchín comenzó a contar su vida, que era como la de cualquier amigo parlanchín. ¿El trabajo? La misma rutina, pero que no faltara, pues los tiempos no estaban para hacer el tonto. Al parecer, había más oferta que demanda, pero, que se quedara alguien en el paro y vería, como le había pasado al Rafa. ¿Que qué le había pasado al Rafa? Pues, adiós de la empresa. Después de tantos años, hala, a tomar viento. Bueno, era que la gente se lo montaba muy mal. Al Rafa, mira por dónde, le había entrado la obsesión de que su mujer le ponía los cuernos. Y, en lugar de contratar un detective, o algo así, al tío le había dado por vigilar él mismo a su mujer. Un día llegaba a la oficina y contaba que había encontrado un pelo sospechoso en la cama. Otro día, que las sábanas olían diferente. Al otro, que una colilla le había aparecido en un cenicero. ¿Y dónde iba a aparecer una colilla, si no era en un cenicero? ¿Una colilla de Winston? Él y su mujer fumaban Marlboro. ¿Y el gato? El gato siempre le había tenido miedo a él, y ahora lo ignoraba olímpicamente. Eso era porque los gatos tenían un sexto sentido para saber quién era el jefe de la casa. Si el gato pasaba de él, era porque la casa la frecuentaba otro macho. Venga, Rafa, no jodas: ¿Ahora resulta que los gatos detectan a los cornudos? Pues, ellos dirían que no, pero su mujer se la estaba pegando con otro. Pues, vaya mal gusto que tenía aquel tío. Que rieran, que rieran, que él sabía lo que se decía. El Rafa se ausentaba del trabajo y se presentaba a horas intempestivas en su casa. Había estado a punto, ¿sabían? A punto. Cinco minutos antes, y la hubiese pillado con el maromo. Había notado el olor; un olor como a Brummel, y él nunca había usado Brummel. El caso había sido que el Rafa nunca había pillado a su mujer con el otro, pero los jefes sí que le habían podido demostrar baja productividad continuada y lo habían puesto de patitas en la calle.
Después de contar todo esto sobre el Rafa, el amigo parlanchín le puso una mano sobre el hombro al otro y prosiguió: “Y todo por desconfiar de su mujer. Ya me explicarás: si las tías, cuando te los quieren poner, te los ponen. Es mejor dejarlas a su aire. Si te los ponen, mejor que no te enteres.  Y si te enteras, pues… a aguantarte, y calladito, que estás más guapo. Pero… ¿qué te voy a contar yo a ti que tú no sepas?”
Luego, tras una pausa en la que los dos se quedaron muy serios, balbució una disculpa y se marchó.
[Amores y desamores ] 23 Septiembre, 2007 10:46
De repente, me fijé en aquella chica que caminaba por la acera, unos metros más adelante y en la misma dirección de la calle por la que yo conducía. Iba vestida con tejanos y una camiseta blanca, muy suelta, pero casi transparente, bajo la cual se vislumbraba un torso firme, esbelto y muy bien proporcionado. Tenía el cabello castaño claro, muy liso, y lo llevaba recogido en una cola tras el cuello. Su andar elegante y su silueta recordaban los movimientos de una bailarina o una gimnasta. “Ahí va una chica segura de sí misma”, fue lo primero que pensé, y, de inmediato, recordando mi búsqueda, me dije: “¿Y por qué no?” Reduje, pues, la ya mínima velocidad que llevaba y me puse casi a su altura. De perfil, sus formas eran todavía más armónicas, casi perfectas. Un mechón rebelde le caía sobre la mejilla, confiriéndole un aire casi infantil, que contrastaba con la resolución y seguridad con las que caminaba. “Vaya pedazo de mujer en un cuerpo de adolescente”, pensé. Y enseguida murmuré, muy bajito: “Venga, que seas tú, que seas tú”. La chica se detuvo, y el corazón me dio un vuelco. “Es ella; es la que estaba deseando”, me dije, y detuve mi coche, en doble fila. “Si eres tú, ya no te me escapas; de aquí no me muevo”, pensé, y mi temeridad me hizo sonreír, confuso. La chica pareció notar mi presencia —fue sólo un instante, un parpadeo, un visto y no visto— y hurgó en su bolso. Yo noté que las manos se me humedecían sobre el volante. “Mierda. ¿Será posible que esté tan a su merced?” Ella extrajo un teléfono móvil, pulsó una tecla y se llevó el aparato a la oreja, una oreja perfecta. ¿La mayoría de las orejas son feas, verdad? Pues la suya era perfecta, como toda ella, porque yo ya había decidido que aquella chica era perfecta. “No, no, no, no, no”, le dije, telepáticamente. “Ahora no quiero que hables con nadie.” La chica comenzó a hablar, pero, mientras lo hacía, estaba pendiente de mí. De vez en cuando me miraba de reojo —lo juro— y, cuando nuestras miradas se cruzaban, ella parecía divertirse y yo debía de parecer un ratón asustado. Hubiese dado un acelerón y me hubiese largado de allí, pero mi necesidad pudo más. La chica dejó de hablar y me miró. Era ahora o nunca. Yo respiré hondo, me armé de valor y le hice una pregunta con el dedo. Ella sonrió y asintió con la cabeza. A mí se me abrió el cielo. La chica sacó las llaves de su coche, lo abrió, se subió, arrancó, y, con dos maniobras perfectas —¿cómo iban a ser?— dejó libre la plaza de aparcamiento que hacía dos horas que buscaba yo. ¿Era o no era perfecta?
[Cosas de la vida ] 16 Septiembre, 2007 11:13
El hombre se sacó un Nokia del bolsillo de la americana, pulsó una tecla de número predefinido, se acercó el auricular al oído y dijo: “Maribel, ¿cómo tenemos lo de Sydney?” Maribel debió de decirle algo que al hombre no le gustó, porque, con voz autoritaria, dijo: “No; no quiero que vuelva a pasar lo de Japón, ¿de acuerdo? Tu, insiste en que quieres la confirmación del regreso para el 25. Si no es para el 25, prefiero esperar al mes que viene. ¿Chicago? A Chicago que le den por ahí. Total, por un contrato de 300.000 euros no voy a estar pendiente de Chicago.” Yo saqué mi Blackberry de la funda que llevo en el cinturón, marqué el número del Bar Pepe, y dije: “¿Pepe? Soy yo. Sí. Que sí que iremos este sábado a ver el partido. Unos ocho. Pues, nada complicado: una tortilla de patatas, otra de calabacín, unos calamares, jamón serrano y, como mucho, sepia a la plancha. No, no. Vino de la casa. Joder, Pepe; que no es ninguna boda.” Al cabo de un momento, se oyó un riiing, y el hombre, por su Nokia 3650, tras escuchar unos instantes, dijo: “Maribel: ¿Cuántas veces tengo que repetirte que, menos de 200 metros, es un cuchitril? ¿Se llaman Soluciones Inmobiliarias, ¿no? Pues, que te lo solucionen. Céntrico; tiene que ser un apartamento céntrico. Tú, consíguelo, que ya decidiré yo si es caro o no.” Yo cogí mi Blackberry PDA, marqué otro número y dije: “¿Credigalaxis? ¿Señor Fuentes? Soy Price.  Llamo por el crédito. ¿Otra garantía? Pero, ¿en qué quedamos? El piso no era la garantía? No sé; ya hablaré con mi mujer. No; no. Mañana mismo.” El hombre marcó otro número en su Nokia 3650 Tribanda y dijo: “¿Pascual? ¿Cómo tenemos hoy el parque? Pues, vende Fenosa. No, eso ni se te ocurra; Fenosa; vende 10.000 de Fenosa. Y, de lo otro, nada. No; de comprar, nada; quieto ahí. ¿Que te llamó Barragán? ¿Un yate? ¿De cuántos metros? Ése, a cualquier cosa llama yate. Dile que, para pateras, nos vamos a Canarias.” Yo marqué el número de mi mujer en mi Blackberry PDA extraplana y dije: “He hablado con los de Credigalaxis. ¿Y qué? Pues que nos piden un segundo avalador. Y yo qué sé. Pues, sin otro aval, no nos lo conceden. ¿Cómo? Sí: estoy cerca. Sí; puedo acercarme a comprar. Beicon, crema de leche y espaguetis. De acuerdo, ahora voy.”  El hombre, por fin, guardó su Nokia 3650 Triplebanda de última generación. Yo hice lo mismo con mi Blackberry PDA extraplana Quality, y, sin mirarlo, me fui. En teléfonos móviles, no permito que nadie me pase la mano por la cara.
[Cosas de la vida ] 09 Septiembre, 2007 12:07
El paciente era muy paciente, pero toda paciencia tenía un límite. A él lo habían ingresado para un examen general, y llevaba allí varios años, durante los cuales lo habían sometido a toda clase de análisis, pruebas e intervenciones quirúrgicas, sin que nadie —óigase bien: nadie— se hubiese dignado darle la más mínima explicación. Era verdad que la medicina había evolucionado mucho, y que las cicatrices que dejaban las operaciones eran cada vez más discretas. Pero, si él se levantaba la bata —¿veían?—, en su piel se podían apreciar las rutas que habían seguido los cirujanos. Su cuerpo era algo así como un mapa de carreteras en el que se podían leer los acelerones, desvíos, marchas atrás, ralentís, pinchazos y embotellamientos de los avances médicos. Tenía cicatrices semicirculares, ascendentes, descendentes, en diagonal… ¿Veían? Aquella autopista en medio del esternón era de cuando lo habían abierto para comprobar que no necesitaba válvulas coronarias. Y esa otra autopista en la espalda, desde el omoplato hasta la cintura, era de cuando le habían efectuado el trasplante de riñón. ¿Y esa casi minúscula señal de prohibido el paso que le había quedado a uno de los lados del abdomen? Pues era el resultado de la extirpación del apéndice. ¿Y aquella línea irregular, como una carretera comarcal, a lo largo del antebrazo? Pues, del reemplazo de su hueso cúbito natural por otro de platino. El paciente era muy paciente, pero estaba hartito —que lo oyeran bien: hartito— de tanta visita inesperada. Semana sí, semana también, ahí se presentaba el médico jefe acompañado de estudiantes y, en un lenguaje que él no entendía, les explicaba su caso. Mejor dicho, sus casos, porque siempre eran diferentes. Una insuficiencia hepática por aquí, una inflamación del colon por allá, un posible tumor en el estómago… La Guía Michelín en la que se había convertido su cuerpo parecía abarcar los puntos más lejanos de todos sus sistemas corporales. Así que había llegado a un punto en el que había que decir: basta. ¿Lo entendían? Basta. Él había sido ingresado el 21 de julio del 2055, y estábamos a 31 de diciembre del 2060, y, hasta ahora, no había dicho ni mú. Pero, ya era hora de que le explicaran lo que tenía, o de que de le dieran el alta. Eso: el alta. Y, él, a su camión, que era lo suyo.
Cuando le fueron con las exigencias del paciente al director médico, éste comprobó la ficha de ingreso y se quedó estupefacto. Pero, ¿cómo? —balbució—. ¿Éste no era el hombre que había donado su cuerpo a la ciencia?
[Cosas de la vida ] 02 Septiembre, 2007 12:55
Agosto había sido menos cálido y húmedo de lo habitual. La ciudad estaba rebosante de turistas. En los bares, restaurantes y chiringuitos abundaban los trabajadores extranjeros. El ambiente estaba impregnado de cosmopolitismo, así que la programación de un viaje hubiese sido superflua. Se podía ir por cualquier calle y escuchar conversaciones en varios idiomas —algunos inidentificables—, y apreciar anatomías y vestimentas pintorescas, provenientes de quién sabe qué países. Era como moverse sin necesidad de moverse, y descubrir, de paso, rincones por los que nunca se había aventurado. Se trataba, simplemente, de mirar el paisaje urbano con diferentes ojos. Una cafetería nueva, el arreglo de una calle, un nuevo negocio —de un tiempo a esta parte habían proliferado toda clase de negocios—, nuevos personajes —ahora había hasta un tipo que deambulaba por las calles principales montado en una bicicleta de dos pisos—… No, en realidad no hacía falta cambiar de ciudad para cambiar de aires. Lo que había que hacer era respirar de forma diferente. Hacía años que él no recordaba unas vacaciones tan plácidas, y puede que la razón fuera que las había iniciado sin ningún plan, sin otra expectativa que la de dejar pasar el tiempo. Si las vacaciones anteriores le habían provocado ansiedad —una ansiedad que lo acompañaba antes, durante y después del descanso—, éstas lo habían dejado como nuevo. Tanto, que, ahora sí, sus propósitos de enmienda respecto al trabajo iban en serio. Cada año se lo proponía y cada año fracasaba, pero, esta vez, algo en su interior le decía que iba a ser muy distinto. Incluso, al contrario que en las otras ocasiones, la vuelta al trabajo le producía una sensación placentera. ¿Querían creer que esperaba la reincorporación al trabajo casi con euforia? Pues, sí. Ahora, había encontrado algo así como “el sentido de la vida laboral”, que consistía en hacer bien su trabajo, independientemente de jefes, compañeros, trepas, aduladores o demás especímenes. Trabajar, y trabajar bien; porque sí, por el puro placer de hacer bien las cosas, sin considerar si trabajaba de más o de menos o si el sueldo compensaba o no su dedicación y sus responsabilidades. Estas eran sus intenciones cuando se reincorporó, y los primeros cinco minutos fueron magníficos. Sus compañeros lo recibieron con cordialidad desacostumbrada. Por un momento se sintió la estrella de la oficina. Luego, algún bocazas —siempre hay algún bocazas—, irremediablemente, preguntó: Pero, ¿tú no te habías jubilado el 31 de julio?