Tras las vacaciones, la reincorporación al trabajo fue una pesadilla: lo habían trasladado contra su voluntad, y no tenía ni idea de cómo lo iban a acoger sus nuevos compañeros. Después de años en Reus, en donde se manejaba como pez en el agua, lo habían destinado a Barcelona, en donde quién sabe qué clase de tiburones iría a encontrar. Parecía un ascenso, pero, de ascenso, nada; era nombre nuevo para el mismo puesto de trabajo, y un incremento de sueldo que no compensaba los desplazamientos. Para ahorrar, había decidido utilizar la bicicleta, algo que los de la central habían acogido con miradas burlonas. Ya había llegado el paleto en su bicicleta. ¿Desde Reus? Sí, desde Reus. Pues, habría tenido que madrugar mucho… Pues, claro. Y además, había tenido que dejar antes a los niños en el cole. ¿También en bicicleta? Jobar. Había aparcado la bicicleta dentro de la misma oficina —las bicicletas estaban de moda en Barcelona— y había preguntado cuál era su mesa. Pero, cuando iba a sentarse, alguien había tomado su lugar y le había indicado: “Ahí”. Y cuando había ido a sentarse ahí, otra voz: “Allí”, Y cuando había ido para allí, “allá”, y así sucesivamente, hasta cuando había llegado a la mesa del conserje. ¿Conserje? Él no era ningún conserje. Y tenía razón, porque, cuando se iba a sentar en esa mesa, llegó el conserje y lo echó con cajas destempladas. Salió a la calle y se fijó en el rótulo de la empresa. Mierda. Ahí ponía Seguridad Turras, y él trabajaba para Seguros Torres. ¿Y ahora qué? Se pegó al cristal y empezó a aporrearlo. Necesitaba la bicicleta. Desde dentro, el conserje se puso el índice en la sien y lo giró, haciéndole ver que estaba loco. Él, sin saber cómo, abrió la puerta, se abalanzó sobre el conserje y comenzó a retorcerle el brazo. “¡Quiero mi bicicleta!” La voz del conserje se oyó lejana, como en sueños: “¿Qué bicicleta? Tú nunca has tenido bicicleta.” “La bicicleta; tengo que recoger a los niños.” La voz del conserje se tornó irritada: “Los niños están durmiendo.” “¿Cómo, durmiendo? ¿No están en el cole?” El conserje se libró de la llave inglesa. Ahora, su voz era familiar, conciliadora: “El doce; los niños comienzan el cole el doce de septiembre.” Él, de un salto, se puso de pie en la oscuridad. “¡Mierda, llego tarde al trabajo!” La voz preguntó: “¿Que hora es?” Él, al cabo de un momento, dijo: “Las tres y media.” Ella dijo: “Vale. Y es sábado. Tú entras a trabajar el lunes.” Él se volvió a meter entre las sábanas. “Malditas vacaciones, maldito traslado”, murmuró, a modo de disculpa.