Incluso en su lecho de muerte, el  Hombrecillo Verde del Bosque tenía un gran sentido del humor. Sus ocurrencias eran muy celebradas por sus parientes y amigos, que se congregaban cada noche ante su cama para esperar —en vano— a que revelara en dónde guardaba su fortuna. Hacía muchos años —él era todavía un adolescente— el territorio en el que vivía el Hombrecillo estaba lleno de lobos. Un día, a él se le había ocurrido una de las suyas: aprovechando su corta estatura y su habilidad para el maquillaje, se había disfrazado de niña, había cogido una cesta de comida y se había internado en la parte más oscura del bosque. Al poco rato le había salido al paso un lobo y le había preguntado a dónde se dirigía. La niña, es decir, el Hombrecillo Verde del Bosque, le había dicho al lobo que se dirigía a casa de su abuelita, que se encontraba sola y enferma. El lobo, que sabía que la abuelita había muerto hacía poco tiempo, no le había dicho nada a la niña para no impresionarla, y había decidido llegar a la casa por un atajo, disfrazarse de abuelita y atender a la pequeña. Efectivamente: cuando el Hombrecillo Verde del Bosque había llegado a la casa, el lobo estaba metido en la cama, con las ropas de la abuelita. Aquí, el  Hombrecillo —ya de por sí moribundo— se moría de la risa. Entonces voy y le digo: Abuelita, qué orejas más grandes tienes… Y el lobo —je, je—: Son para oírte mejor. Abuelita, qué nariz más grande tienes —je, je, je—. Y el lobo: Es para olerte mejor. Abuelita, qué dientes más grandes tienes… Y el lobo, que se había puesto una ortodoncia encima de los incisivos, para disimular los caninos: Son para sonreírte mejor, hijita —je, je, je, je—. El Hombrecillo Verde del Bosque había dejado la cesta junto a la cama, le había dado un beso en la cabezota al lobo, había salido, y a un cazador que pasaba por allí le había dicho que un lobo malvado acababa de comerse a su abuelita. El cazador había entrado, había matado al lobo y le había abierto la barriga con un cuchillo, pero ahí no había ni abuelita ni ocho cuartos. La niña le había dicho al cazador que, del ahogado, el sombrero: él se quedaría con la carne, y ella con la piel. Como nunca faltaron lobos blandengues ni cazadores crédulos, el Hombrecillo se había convertido en mayorista de pieles. Y había amasado una gran fortuna que nadie sabía en dónde estaba escondida, je, je, je,je, je. Sus parientes y amigos corearon: je, je, je, je, je. El Hombrecillo pronunció un postrero “je” y murió con una sonrisa en los labios. Los demás se quedaron muy serios y apenados.