Tras apearse del autobús, el estudiante tuvo que preguntar a dos transeúntes para asegurarse de que no se había confundido de lugar. En efecto, aquel era el barrio Santa Lucía, y la casa que buscaba estaba ahí mismo. ¿Veía la tienda de verduras? Pues, bajando recto por ahí. Así que aquella era la calle, y en una de esas casas vivía Doña Laura… Por un momento, tuvo la esperanza de haberse equivocado al memorizar la dirección —ni siquiera había tenido necesidad de apuntarla, la había fijado en su cabeza; así de importante era ella para él—. Cuando llegó al número indicado, casi lanza un suspiro de alivio. Aquella no podía ser la casa, pues se trataba de una construcción muy modesta, de una sola planta, en cuyo garaje funcionaba un taller de reparación de calzado. Dentro, un hombre de aspecto hosco y con barba de varios días, manipulaba un zapato de hombre. Detrás, en una estantería, arreglados o a punto de arreglar, se apilaban zapatos de distintos tamaños, formas y colores, igualados por una fina capa de polvo. En una de las paredes, desde un póster descolorido, la chica del año de una empresa de neumáticos se tapaba los senos desnudos con los brazos, mientras miraba a la cámara con sonrisa pícara. El estudiante, que se había detenido un momento, también amagó una sonrisa, pero se le torció el gesto y siguió de largo. Ahora se sentía ridículo, con su ropa de los domingos, limpia y recién planchada. Se había vestido para la gran ocasión: repasar los apuntes con doña Laura. ¿Cuándo habían comenzado a llamarla así? No lo recordaba. Ella era una más de la treintena de pobres diablos que aspiraban al título de Maestro, pero, desde el primer curso, a alguien se le ocurrió referirse a ella como “Doña Laura”. Y así se había quedado: Doña Laura. Siempre bien vestida, con su abrigo azul inmaculado y sus zapatos de charol, impecables. Doña Laura: alta, esbelta, con la naricita respingona y el pelo siempre recogido, como una diosa griega. La estudiante con más clase de toda la Normal. Él se había enamorado de ella como un tonto y ella se dejaba querer. Y tras mucha insistencia, ella había accedido a que fuera a su casa a repasar los apuntes. Eso sí: tenía que llegar temprano y marchar pronto, porque, si no, su papi se enfadaba. Doña Laura era así: mientras los demás hablaban de padre, madre, papá o mamá, ella hablaba de papi y mami. Al estudiante, la sola mención de “papi” le provocaba tembleques. Al día siguiente, en clase, ella lo recibió con un mohín de contrariedad. —¿Y…? —preguntó. —No encontré la casa —mintió él—.
[Amores y desamores
]
12 Agosto, 2007 11:12
[Amores y desamores
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12 Agosto, 2007 11:12
Tras apearse del autobús, el estudiante tuvo que preguntar a dos transeúntes para asegurarse de que no se había confundido de lugar. En efecto, aquel era el barrio Santa Lucía, y la casa que buscaba estaba ahí mismo. ¿Veía la tienda de verduras? Pues, bajando recto por ahí. Así que aquella era la calle, y en una de esas casas vivía Doña Laura… Por un momento, tuvo la esperanza de haberse equivocado al memorizar la dirección —ni siquiera había tenido necesidad de apuntarla, la había fijado en su cabeza; así de importante era ella para él—. Cuando llegó al número indicado, casi lanza un suspiro de alivio. Aquella no podía ser la casa, pues se trataba de una construcción muy modesta, de una sola planta, en cuyo garaje funcionaba un taller de reparación de calzado. Dentro, un hombre de aspecto hosco y con barba de varios días, manipulaba un zapato de hombre. Detrás, en una estantería, arreglados o a punto de arreglar, se apilaban zapatos de distintos tamaños, formas y colores, igualados por una fina capa de polvo. En una de las paredes, desde un póster descolorido, la chica del año de una empresa de neumáticos se tapaba los senos desnudos con los brazos, mientras miraba a la cámara con sonrisa pícara. El estudiante, que se había detenido un momento, también amagó una sonrisa, pero se le torció el gesto y siguió de largo. Ahora se sentía ridículo, con su ropa de los domingos, limpia y recién planchada. Se había vestido para la gran ocasión: repasar los apuntes con doña Laura. ¿Cuándo habían comenzado a llamarla así? No lo recordaba. Ella era una más de la treintena de pobres diablos que aspiraban al título de Maestro, pero, desde el primer curso, a alguien se le ocurrió referirse a ella como “Doña Laura”. Y así se había quedado: Doña Laura. Siempre bien vestida, con su abrigo azul inmaculado y sus zapatos de charol, impecables. Doña Laura: alta, esbelta, con la naricita respingona y el pelo siempre recogido, como una diosa griega. La estudiante con más clase de toda la Normal. Él se había enamorado de ella como un tonto y ella se dejaba querer. Y tras mucha insistencia, ella había accedido a que fuera a su casa a repasar los apuntes. Eso sí: tenía que llegar temprano y marchar pronto, porque, si no, su papi se enfadaba. Doña Laura era así: mientras los demás hablaban de padre, madre, papá o mamá, ella hablaba de papi y mami. Al estudiante, la sola mención de “papi” le provocaba tembleques. Al día siguiente, en clase, ella lo recibió con un mohín de contrariedad. —¿Y…? —preguntó. —No encontré la casa —mintió él—.





