[Familia Price ] 27 Mayo, 2007 10:47
¿Alguna vez te han apuntado a la cabeza con un revólver?, me preguntó Eliécer Price. A mí, sí, prosiguió. Supón que tú eres yo y que yo soy mi compadre Juan de Dios. Pues, yo, que soy mi compadre Juan de Dios, saco un revólver del bolsillo de la americana, lo levanto y te apunto directamente a la cabeza. ¿Cómo se te hubiera quedado el cuerpo? El tipo saca el revólver, lo levanta y me lo pone delante de las narices. Y yo sin saber de qué iba la cosa, porque mi compadre, cuando me apuntaba, no tenía ninguna expresión en el rostro. No estaba ni serio, ni enfadado, ni risueño, ni ponía mirada burlona o de desequilibrado, que es lo que uno espera en una situación como ésa. Mi compadre se limitaba a observarme, a ver si me cambiaba la cara. Y yo, sin saber qué cara poner. ¿A ti te han temblado las rodillas alguna vez? ¿No te han empezado a temblar tan fuerte que no puedes pararlas? Pues, a mí me pasó ese día. ¿Qué cómo ocurrió? Pues, muy fácil: en la mesa estábamos mi compadre, mi comadre, yo, y me parece que nadie más. No, espera: puede que también estuviera mi ahijado, aunque mi ahijado puede que estuviera sentado en el sofá. Sé que estaba mi ahijado porque mi compadre no llegó solo, llegó con alguien, y ese alguien seguro que era mi ahijado. El caso es que, cuando llegó, mi compadre dijo que se alegraba de verme, y le preguntó a mi comadre si ya me había ofrecido algo. Mi comadre le dijo que no le había dado tiempo porque yo acababa de llegar. Entonces mi compadre le dijo que preparara café y, en lugar de preguntarme qué hacía allí, comenzó a hablarme de su trabajo. Las cosas le iban más o menos bien, según decía. Pero yo notaba que las cosas no podían ir tan bien. Era raro ver a mi compadre a esa hora en su casa. Y además, él también estaba raro. Joder, si estaba raro. Cuando sacó el revólver, por poco me hago aguas en los pantalones. Si nunca te han apuntado a la cabeza con un revólver no sabes lo que es eso. Mi compadre me apuntó a la cabeza, mantuvo durante unos instantes el cañón del revólver cerca de mi nariz y luego lo bajó y me lo ofreció. Yo, claro, tuve que recibírselo. ¿Alguna vez has tenido un revólver en las manos? Yo, antes de ese día, nunca. ¿Sabes lo que me sorprendió? Lo frío que estaba. Y lo pesado que era. Lo cogí y se lo devolví casi enseguida a mi compadre, sin saber si era un arma de verdad o de mentiras, porque yo no sé de armas. Tampoco supe si mi compadre me amenazó de esa manera para hacerme una broma pesada o porque sospechaba que yo acababa de salir del dormitorio con mi comadre.
[Amores y desamores ] 20 Mayo, 2007 11:29
Prudencio Price nunca debió presionar a su mujer para que comprara preservativos. Acabáramos, había dicho ella. Desde novios y, luego, de casados, había sido él quien había asumido la responsabilidad de adquirirlos. Qué problema había? Ninguno, según el, pero se había cansado de ser siempre él quien se cuidaba de lo mismo. ¿No era él el encargado de la compra?, había dicho ella. Pues, sí, pero, ¿por eso tenía que comprarlo todo?, había dicho él. Pues, sí: todo, había dicho ella. Pues mira por dónde, había dicho él, a partir de ahora, se iba a tener que comprar ella las compresas, porque a él le fastidiaba tener que comprarle las compresas. Ah, ¿así que el problema eran las compresas?, había dicho ella. Pues, sí, había dicho él. No tenía por qué estar él mirando las estanterías a ver si ella necesitaba compresas con alas, o normales, o superabsorbentes, ¿entendía? Bah. Ella entendía que eso eran tonterías. ¿No cogía él un detergente, un dentífrico o una botella de aceite de las estanterías? Pues, con las compresas era lo mismo. Anda, que era lo mismo, había dicho él. ¿Igualito, verdad? Parecía mentira que con sus años todavía le dieran corte esas cosas tan superadas, había dicho ella. Pues, sí: todavía le daban corte, había dicho él. Él era de una época en la que los preservativos no se anunciaban por la tele, en la que había que espiar la farmacia desde el exterior y entrar cuando no hubiera clientes, y en la que, según el talante del farmacéutico, se podía salir de allí sin los preservativos y con una bronca de mil pares de narices porque allí no se vendían cochinadas. ¿O no se acordaba? Pues esas cosas ahora no pasaban, había dicho ella. Pues, no, había reconocido él. Pero el corte seguía siendo casi el mismo. Aunque, ella, cómo iba a saberlo, si nunca había pasado por ésas. ¿A que nunca había comprado una caja de preservativos? Al menos, que él supiera, había dicho él. Pues, no, pero no lo veía tan complicado, había dicho ella. Pues, venga: si no era tan complicado, ahora mismo iban a ir a la farmacia, había dicho él. Pues, venga, había dicho ella. Y para allá se habían ido, muy resueltos, sin cruzar palabra, y habían entrado al establecimiento, que estaba lleno de gente. Y, cuando les había tocado el turno, ella se había acercado al mostrador, y él se había puesto a su lado, como si la llevara de rehén. Y, como ella no se decidía, él la había conminado con un gesto de cabeza que significaba: venga, ya que eres tan valiente… Y ella había dicho con voz alta y clara, que había resonado en todo el local: “Una caja de preservativos tamaño mini”.
[Cosas de la vida ] 13 Mayo, 2007 12:24
Puede que en esos momentos el buscador recordara aquel sueño recurrente que lo había atormentado desde que tenía memoria: él caminaba mirando hacia el suelo y veía brillar lo que parecía ser una moneda. Al agacharse, resultaba que sí que era una moneda, y, justo al ir a coger la moneda descubría junto a ella una segunda moneda, y justo al ir a recoger esa segunda moneda descubría no una tercera moneda sino un montoncito de monedas que estaban al lado de otro montón más abundante, y de otro, y de otro, hasta que la suerte era tan inmensa que resultaba que aquello no podía ser posible —no le podía ocurrir a él— y el maldito pensamiento lógico, que no lo abandonaba jamás, lo hacía despertar de golpe, y aquella estúpida ensoñación de encuentro de tesoros se volatilizaba, pero permanecía agazapada en algún lugar de su cabeza, a la espera de volver a repetirse. También puede que tuviera un segundo recuerdo, no de un sueño esta vez sino de una imagen que también lo perseguía durante las noches de insomnio: él era un niño aficionado a coleccionar piedras de río. Se le había ocurrido cuando el rico de la clase había llevado un bote de cristal lleno de canicas. Él había buscado en la basura hasta encontrar un bote vacío de mermelada, lo había dejado reluciente y lo había ido llenando con guijarros, que al final resultaron ser más variados y atractivos que las canicas. Había sido entonces cuando su maestra había comenzado a referirse a él con el apelativo cariñoso de “el buscador”, un mote que él había asumido casi como una responsabilidad. Más tarde, cuando su familia había huido de la pobreza llevadera de los ríos y se había refugiado en la prosperidad engañosa de una ciudad marítima, él había reemplazado los guijarros por conchas de mar. Las conchas tenían una ventaja sobre los guijarros: si uno tenía paciencia —y él la tenía, para algo era “el buscador”—, encajaban perfectamente unas dentro de las otras. Puede que fuera esto lo que le hiciera sonreír. Como de la chistera de un prestidigitador, acababa de sacar una, dos, tres, cuatro y cinco ollas, de distinto tamaño pero de idéntico material y agarraderas, que cabían unas dentro de las otras. Las ollas no eran nuevas, pero, bien limpias y pulidas, seguro que tendrían un pase. También había sacado un hornillo eléctrico, una plancha, un radiocasete y una sartén de hierro, y había dispuesto todos los utensilios sobre la acera en un conjunto ordenado. Quizás pensara en aquellas cosas ahora, antes de guardar sus hallazgos en un desvencijado carrito de la compra, mientras volvía a rebuscar dentro del contenedor de basuras.
[Superhéroes ] 06 Mayo, 2007 11:59
Tras una noche en el calabozo, el cansancio había abierto surcos violáceos bajo sus ojos, pero la detenida no había perdido ni un ápice de su dignidad. De pie, ante el juez, tenía el aspecto de una mártir dispuesta al sacrificio, y su presencia impregnaba de tintes etéreos el ambiente iluminado pero extrañamente lúgubre de la sala de vistas. Cuando la había visto entrar, el letrado, contrariamente a su costumbre, había hecho ademán de levantarse, pero se había contenido y ahora se le veía incómodo, sin saber muy bien cómo comenzar el interrogatorio. Igualmente incómodos estaban los guardias que la custodiaban. A diferencia de ella, que miraba hacia el frente, los dos estaban cabizbajos, como avergonzados del trance por el que la estaban haciendo pasar. El juez tragó saliva, carraspeó y, luego, con voz entrecortada, le leyó los hechos que habían dado lugar a su detención. La mujer, simplemente, se limitó a asentir, o a enarcar las cejas en cuanto escuchaba lo que podrían ser falsos datos o imprecisiones. Una vez acabados de leer los cargos, el letrado dejó escapar un suspiro y le preguntó si tenía algo que declarar. Ella dijo que sí: que lo que ocurría con ella no era otra cosa que el fruto de los tiempos que corren, en los cuales no se respeta ni la categoría ni el oficio de las personas. Ella era —o había sido, si así lo preferían— una persona muy importante, alguien que había llevado la felicidad a muchos hogares —a muchos hogares prin-ci-pa-les, puntualizó—. Su nombre era conocido en el mundo entero, y en el mundo entero se la quería y se la respetaba. A donde quiera que ella iba, llegaba la alegría, la paz, la concordia, el amor… Porque su oficio consistía en eso, ¿sabían? —aquí, tanto el juez como los guardias, asintieron—. Sin embargo, ¿qué ocurría ahora con la gente? La gente, desde los Reyes para abajo, era una desagradecida. Al parecer, ya no hacían falta personas como ella. Durante muchos años, muchos —repitió—, en una ocasión como la de ahora, ella habría sido la primera en ser recibida por los Reyes y por los Príncipes. Habría sido ella quien hubiese regalado las primeras ropitas a la bebé, quien le hubiese vaticinado su futuro y quien la hubiese tomado bajo su protección. Y en cambio, ahora, la habían detenido por intentar entrar en la habitación en donde la princesa y la niña se recuperaban tras el alumbramiento. No, no era así como se comportaban los reyes de antes. En todos los años que llevaba de Hada Madrina, era la primera vez que le ocurría algo semejante. Bueno, la segunda. Con la otra infanta le había pasado lo mismo.