A pesar de que se la veía algo estirada y pasada de rímel, la chica vestía como una camarera, se ocupó de añadir cubiertos para un nuevo comensal, y también fue ella quien luego se acercó a la mesa con un bolígrafo y una libreta para tomar el pedido. Así que, a primera vista, cualquiera la hubiese tomado por una camarera. A segunda vista seguía pareciendo una camarera, pero esa pose hierática, ese desinterés y ese mohín despreciativo al apuntar los primeros, los segundos y el vino de la casa, denotaban que ella pertenecía a una categoría superior a la de cualquiera de aquellas doce personas que se habían reunido para celebrar el Sant Jordi. A tercera vista —cuando apareció con el primer plato—, los comensales ya sabían que había que bajar la voz y apartarse con prudencia para no recibir un golpe de vinagrera o un platazo en el hombro. Ahí, ya tenían la sospecha de que no les estaba sirviendo una camarera sino una “autoridad”, aunque no pudieran precisar si se trataba de una autoridad eclesiástica, política, económica o militar. En cualquier caso, alguien joven pero con mucho poder. A cuarta vista —el segundo plato—, lo único que pretendían los comensales era terminar rápido la comida y dejar de importunar a Su Majestad. ¿Habían dicho Su Majestad? Los comensales entendieron, por fin: ¡Qué tontos! ¡Toda la comida pensando que era una camarera, cuando se trataba de una reinita! Eso cambiaba la situación, pero, los comensales, por puro desconocimiento del protocolo, cometieron el error de llamar —eso sí, con todos los respetos— a Su Majestad para pedirle los postres. Ella, con el hastío reflejado en su noble cara, tomó nota, y, entonces, los comensales cometieron un segundo atrevimiento: pidieron cafés. A Su Majestad, esta osadía ya le pareció excesiva: dejó a los comensales con la palabra en la boca y con real grosería le dijo en voz alta a un señor cincuentón que parecía el dueño del establecimiento: “A ver si tú puedes tomar nota a esta gente.” Ahí demostró lo reinita que era, pues, el hombre, en lugar de pedir disculpas, se comportó como si alguien hubiese mancillado a su dama. Tampoco se disculpó después, cuando se le explicó lo mal que la chica había atendido a los clientes. Ni cuando se le exigió una hoja de reclamaciones. Él, erre que erre, defendiendo lo indefendible. Sólo le cambió la cara cuando uno de los afectados comentó: “Pues, entonces, en lugar de reclamar ante la Generalitat, hay que hablar con la mujer de este tipo para que venga aquí y averigüe por qué le rinde tanto vasallaje a la reinita.”
[Cosas de la vida
]
29 Abril, 2007 18:21
[Niños
]
22 Abril, 2007 11:23
El tiempo parecía haberse vuelto loco: casi finales de abril, y el dragón no sabía si dormir abrigado o no. Para colmo, la comida escaseaba: las doncellas que le daban en ofrenda eran pocas y dejaban mucho que desear. Sin ir más lejos, la del día anterior debía de estar ya caducada o en mal estado, pues él había pasado la noche con dolor de estómago y unos eructos terribles cuyos efectos se podían ver en la vegetación carbonizada que rodeaba la cabecera de su cama. Además, puede que la misma indigestión fuese la causa de aquel extraño sueño: él asomaba la cabeza al exterior de la cueva y se encontraba con un desfile de caballeros armados para el combate que venían en su busca. Ésta, por supuesto, no era ninguna novedad. La diferencia era que cada uno de esos caballeros venía acompañado de una doncella hermosísima. Esas sí que son doncellas, no las que me suelen traer últimamente, había pensado en el sueño. Pero, ¿a qué venían esos locos? Si parecía que… Más que a un combate, aquellos caballeros y sus damas parecían venir a… ¡Una boda colectiva! ¿Qué estaba ocurriendo allí? La respuesta se la dio una de esas voces que, sin saberse cómo, suelen salir en los sueños: No, no se trataba de una boda colectiva. Tras muchos años, y cansado de atemorizar a la población, de matar guerreros y de alimentarse de doncellas, él, por fin había encontrado su sitio en el mundo: ahora era un empresario que se dedicaba a expedir certificados de combate. A cambio de una doncella, cada caballero salía de allí con un certificado mediante el cual el dragón daba fe de que había sido vencido por el Caballero NN, con domicilio en la calle Tal de la ciudad Cual. Los certificados se habían popularizado tanto que ya cotizaban a la baja, pero, de todas maneras, la abundancia de ilusos con ganas de ostentación garantizaban al dragón un buen pasar para el resto de sus días. Pero, ¿y las doncellas? Oh, las doncellas —la voz rió socarrona—. Con las doncellas no había problema. El dragón ya era viejo y comía como un pajarito. La comida nunca faltaba y, además, las doncellas —el harén más grande y hermoso que había conocido la historia— se habían confabulado y habían conseguido que él se volviera vegetariano. Así: ¿todos eran felices? Pues, claro. Al dragón, sin saber por qué, ese sueño lo acabó de poner de mal cuerpo. Cuando despertó, aún adormilado, se asomó a la entrada de la cueva. Y, ¿por qué no?, pensó. Pero no vio ningún desfile de caballeros ni de doncellas. Tampoco vio venir el golpe que acabó con sus tontos sueños de dragón.
[Sueños
]
15 Abril, 2007 13:39
¿Veían cómo algunos sueños podían convertirse en realidad? Uno de sus sueños era llegar a ser estrella de Hollywood, y, ahora, allí estaba ella, a punto de rodar una escena nada menos que con Brad Pitt. El guión era sencillo: ella, en medio del salón, rodeada de gente; de súbito, aparecía Brad Pitt, quien se fijaba en ella y le hacía un gesto para que subiera a una de las habitaciones de la primera planta. Más que a un gesto, ella obedecía como telepáticamente a la mirada de Brad Pitt, pues había que ser muy tonta para no saber por la mirada lo que Brad Pitt quería de una chica, ¿verdad?, había dicho, entre risas, el director. Una vez en la habitación, ella y Brad Pitt protagonizarían una de las escenas más tórridas del cine, un encuentro de amor apasionado que haría suspirar a millones de mujeres en todo el mundo. Porque el cine se había inventado para eso, para hacer soñar. Sólo que había muy pocas personas que pudieran cumplir sus sueños, y una de esas personas era ella, que estaba a punto de rodar ese episodio con Brad Pitt. La escena, que se rodaba en forma de plano-secuencia, es decir, sin interrupciones, había transcurrido de maravilla, hasta cuando Brad Pitt llamó a la puerta de su habitación. Entonces ocurrió algo que no estaba previsto: en el momento en que ella abría, comenzó a oírse un ruido extraño procedente de la habitación de al lado, una especie de estertor que los desconcertó a los dos. “Espera un momento”, le dijo Brad Pitt, “parece que alguien necesita ayuda”. Aquello no figuraba en el guión y ella, pensando que era una ocurrencia del director, salió del cuarto y se unió al galán, que se puso a escuchar a través de la puerta vecina. El ruido era como el de alguien que tuviera grandes dificultades para respirar. Ambos lo entendieron así, y Brad Pitt empujó la puerta y entró en el cuarto. Sobre la cama había dos cuerpos: uno de ellos, el que más abultaba, parecía inmóvil. El otro, se retorcía como víctima de un ataque interno. A ella, la contemplación de esos dos cuerpos la aterrorizó. “¡No te acerques!”, gritó. Sin embargo, Brad Pitt fue directamente a la cama y comenzó a tocar a la persona que se retorcía —una mujer—. “¡No la toques!”, volvió a gritar ella, desesperada. Pero, Brad Pitt, sin hacerle caso, movió a la mujer del hombro y le dijo: “Señora, despierte: su marido respira muy mal.” Entonces, Brad Pitt se desvaneció y ella despertó, sudorosa. Y lo único real de aquel sueño seguían siendo los ronquidos de su marido, que seguía durmiendo, ajeno a sus sueños. ¿Tenía o no tenía razón en odiarlo? A Brad Pitt, se entiende.
[Familia Price
]
08 Abril, 2007 11:37
Aunque supiera que se trataba de un matrimonio que llevaba tiempo haciendo aguas, a José del Carmen Price nadie le sacaba de la cabeza la idea de que él había sido el culpable de la ruptura entre Jorge Libardo Peña —uno de sus mejores amigos— y María Delia Santos —una de las mujeres más atractivas de Tarcuna—. La amistad entre José del Carmen y Jorge Libardo venía de lejos y había sido fogueada en varios frentes, tanto en su etapa de universitarios como en el ejercicio de su profesión. Pero, ni siquiera la competencia feroz que debían librar a veces entre ellos como representantes comerciales de empresas rivales había podido resquebrajar el afecto que se profesaban. Tampoco los había separado la incursión de María Delia en la vida de Jorge Libardo, que no había abandonado por ella las juergas con José del Carmen. María Delia era una mujer de bandera, de las que quitan el hipo, pero, desde la primera vez que la vio, José del Carmen cercenó cualquier pensamiento, palabra, obra u omisión que pudiera crear algún malentendido entre él y la pareja de su amigo. Solían salir a divertirse los tres juntos, y, eso, a pesar de la actitud fiel de José del Carmen, dio lugar a las consabidas situaciones ambiguas, a los juegos de sospechas y a los sobreentendidos con que la gente suele adornar las relaciones entre tres que deberían ser sólo de dos. A decir verdad, cuando coincidían los tres, el enamorado de María Delia parecía ser José del Carmen, que se comportaba con ella de forma amable y considerada, y no Jorge Libardo, que, la mayoría de las veces, la trataba como a un trapillo de limpiar. Y esa actitud pública de su marido, que no era otra cosa que el débil reflejo de su comportamiento en privado, tenía a María Delia muy hartita, como se lo había repetido varias veces a José del Carmen. Aquel día, el día que José del Carmen recuerda como el día en que pudo salvar el matrimonio de su amigo, ella volvió a decírselo. Estaba harta. ¿Sabía lo que le acababa de hacer Jorge Libardo? Se había marchado tres días a Granada y la había dejado sola. Sola, ¿entendía? Y, por si no lo acababa de entender, María Delia le repitió varias veces que esa noche iba a estar sola. José del Carmen entendía, pero no tuvo valor para entender bien a María Delia, quien, al día siguiente, posiblemente harta de los dos, abandonó para siempre a Jorge Libardo y se fue a vivir a La Coruña. Por eso, a José del Carmen no hay quién le quite de la cabeza que, si esa noche se hubiese convertido en el amante de María Delia, ella y Jorge Libardo todavía estarían juntos.
[Amores y desamores
]
01 Abril, 2007 12:27
En su primera cita de amor, ella lo invitó a su casa y, una vez allí, lo hizo sentar en el sofá, le sirvió un gintonic y lo dejó unos minutos a solas mientras iba a ponerse cómoda. Poco después apareció con un conjunto que era la antítesis de la comodidad: resultaba increíble que se hubiese conseguido embutir en esa minúscula chaquetilla y ese estrechísimo pantalón de cuero negros, que parecían a punto de desgarrarse ante la presión de sus carnes. Vamos a divertirnos un poco, le dijo, y le arrebató el vaso y le volcó el gintonic en la cabeza. Si no es nada, ya verás como no es nada, le dijo, y cogió los cubitos de hielo que le habían quedado enredados en el pelo y se los fue restregando por la cara. Luego lo abofeteó, una, dos y tres veces, con el interior, el revés y de nuevo el interior de la palma de la mano. Las tres cachetadas lo cogieron por sorpresa, y, antes de que pudiera reaccionar, ella lo cogió por el pelo y lo hizo arrodillarse en el suelo mientras le decía: ven caballito, vamos a ver el paso que llevas. Levanta la grupa, caballito, le dijo, y en su mano apareció como por encanto una fusta de cuero con la que comenzó a golpearle en las nalgas. A ver, a ver cómo te portas, le dijo. Con cuatro golpes de fusta consiguió que se pusiera a gatas y, luego, tras encaramarse en su espalda, lo agarró por el pelo con una mano y siguió dándole correazos con la otra. Arre, arre, le decía, a ver si encuentras el dormitorio, y lo guió a golpes y a tirones de pelo por toda la casa hasta encontrar la habitación. Ya dentro, sin soltarlo del pelo, descabalgó, lo empujó boca arriba sobre la cama, se le sentó sobre el estómago y volvió a abofetearlo igual que antes: una, dos, tres veces —derecho, revés, derecho—. Después lo cogió de la pechera de la camisa y se la rasgó de golpe, haciendo saltar varios botones, y acto seguido le hundió las uñas en el torso y desplazó las manos con fuerza hacia abajo. Al instante, varios surcos violáceos surgieron sobre la carne rosada. Ella volvió a abofetearlo y volvió a arañarlo durante mucho rato una y otra vez, con gestos que a veces parecían metódicos, incluso rutinarios, y a veces frenéticos, como motivados por una furia salvaje. Finalmente se cansó, se bajó de donde estaba, se sentó en la pequeña butaca que había frente al peinador y encendió un pitillo. Hala, puedes irte, le dijo. Él se incorporó, salió del cuarto y al cabo de unos instantes se oyó el cierre de la puerta de entrada. Cinco minutos después, sonó el timbre. Ella salió a abrir, y allí estaba él, cabizbajo y hecho un guiñapo.
—¿Y el besito? —preguntó—.
—¿Y el besito? —preguntó—.





