El tiempo parecía haberse vuelto loco: casi finales de abril, y el dragón no sabía si dormir abrigado o no. Para colmo, la comida escaseaba: las doncellas que le daban en ofrenda eran pocas y dejaban mucho que desear. Sin ir más lejos, la del día anterior debía de estar ya caducada o en mal estado, pues él había pasado la noche con dolor de estómago y unos eructos terribles cuyos efectos se podían ver en la vegetación carbonizada que rodeaba la cabecera de su cama. Además, puede que la misma indigestión fuese la causa de aquel extraño sueño: él asomaba la cabeza al exterior de la cueva y se encontraba con un desfile de caballeros armados para el combate que venían en su busca. Ésta, por supuesto, no era ninguna novedad. La diferencia era que cada uno de esos caballeros venía acompañado de una doncella hermosísima. Esas sí que son doncellas, no las que me suelen traer últimamente, había pensado en el sueño. Pero, ¿a qué venían esos locos? Si parecía que… Más que a un combate, aquellos caballeros y sus damas parecían venir a… ¡Una boda colectiva! ¿Qué estaba ocurriendo allí? La respuesta se la dio una de esas voces que, sin saberse cómo, suelen salir en los sueños: No, no se trataba de una boda colectiva. Tras muchos años, y cansado de atemorizar a la población, de matar guerreros y de alimentarse de doncellas, él, por fin había encontrado su sitio en el mundo: ahora era un empresario que se dedicaba a expedir certificados de combate. A cambio de una doncella, cada caballero salía de allí con un certificado mediante el cual el dragón daba fe de que había sido vencido por el Caballero NN, con domicilio en la calle Tal de la ciudad Cual. Los certificados se habían popularizado tanto que ya cotizaban a la baja, pero, de todas maneras, la abundancia de ilusos con ganas de ostentación garantizaban al dragón un buen pasar para el resto de sus días. Pero, ¿y las doncellas? Oh, las doncellas —la voz rió socarrona—. Con las doncellas no había problema. El dragón ya era viejo y comía como un pajarito. La comida nunca faltaba y, además, las doncellas —el harén más grande y hermoso que había conocido la historia— se habían confabulado y habían conseguido que él se volviera vegetariano. Así: ¿todos eran felices? Pues, claro. Al dragón, sin saber por qué, ese sueño lo acabó de poner de mal cuerpo. Cuando despertó, aún adormilado, se asomó a la entrada de la cueva. Y, ¿por qué no?, pensó. Pero no vio ningún desfile de caballeros ni de doncellas. Tampoco vio venir el golpe que acabó con sus tontos sueños de dragón.