En su primera cita de amor, ella lo invitó a su casa y, una vez allí, lo hizo sentar en el sofá, le sirvió un gintonic y lo dejó unos minutos a solas mientras iba a ponerse cómoda. Poco después apareció con un conjunto que era la antítesis de la comodidad: resultaba increíble que se hubiese conseguido embutir en esa minúscula chaquetilla y ese estrechísimo pantalón de cuero negros, que parecían a punto de desgarrarse ante la presión de sus carnes. Vamos a divertirnos un poco, le dijo, y le arrebató el vaso y le volcó el gintonic en la cabeza. Si no es nada, ya verás como no es nada, le dijo, y cogió los cubitos de hielo que le habían quedado enredados en el pelo y se los fue restregando por la cara. Luego lo abofeteó, una, dos y tres veces, con el interior, el revés y de nuevo el interior de la palma de la mano. Las tres cachetadas lo cogieron por sorpresa, y, antes de que pudiera reaccionar, ella lo cogió por el pelo y lo hizo arrodillarse en el suelo mientras le decía: ven caballito, vamos a ver el paso que llevas. Levanta la grupa, caballito, le dijo, y en su mano apareció como por encanto una fusta de cuero con la que comenzó a golpearle en las nalgas. A ver, a ver cómo te portas, le dijo. Con cuatro golpes de fusta consiguió que se pusiera a gatas y, luego, tras encaramarse en su espalda, lo agarró por el pelo con una mano y siguió dándole correazos con la otra. Arre, arre, le decía, a ver si encuentras el dormitorio, y lo guió a golpes y a tirones de pelo por toda la casa hasta encontrar la habitación. Ya dentro, sin soltarlo del pelo, descabalgó, lo empujó boca arriba sobre la cama, se le sentó sobre el estómago y volvió a abofetearlo igual que antes: una, dos, tres veces —derecho, revés, derecho—. Después lo cogió de la pechera de la camisa y se la rasgó de golpe, haciendo saltar varios botones, y acto seguido le hundió las uñas en el torso y desplazó las manos con fuerza hacia abajo. Al instante, varios surcos violáceos surgieron sobre la carne rosada. Ella volvió a abofetearlo y volvió a arañarlo durante mucho rato una y otra vez, con gestos que a veces parecían metódicos, incluso rutinarios, y a veces frenéticos, como motivados por una furia salvaje. Finalmente se cansó, se bajó de donde estaba, se sentó en la pequeña butaca que había frente al peinador y encendió un pitillo. Hala, puedes irte, le dijo. Él se incorporó, salió del cuarto y al cabo de unos instantes se oyó el cierre de la puerta de entrada. Cinco minutos después, sonó el timbre. Ella salió a abrir, y allí estaba él, cabizbajo y hecho un guiñapo.
—¿Y el besito? —preguntó—.
—¿Y el besito? —preguntó—.





