Mientras levantaba las manos como disculpándose, Diomedes Price se culpaba por su exceso de responsabilidad, pues no tenía ninguna duda de que su manía de no variar sus rutinas de trabajo era la que lo había llevado a aquella situación tan incómoda tanto para él como para la persona que tenía delante. Lo curioso era que, si él hubiera sido de verdad responsable, habría hecho caso de los avisos de su cuerpo y se habría quedado tan tranquilo en su cama, o sentado frente al televisor, con una manta sobre las rodillas, un té con limón y una copita de coñac, que es lo que le apetece hacer en invierno a cualquier hijo de vecino que note cansancio general, dolor de huesos y un picorcillo en la nariz. Pero, no. El señor, haciéndose el valiente, que no se quedaba en casa, que él era un profesional de lo suyo, que él no iba a renunciar a una oportunidad de trabajo por un resfriado insignificante. Además, y esta era la madre del cordero, que él se tenía que ganar la vida, coño, que si él no salía a trabajar nadie le iba a traer el dinero a casa. Él no era ningún funcionario para permitirse el lujo de pedir la baja. Él, al tajo. Incluso, cuando se dirigía hacia la casa que tenía que limpiar, su cuerpo le había seguido enviando mensajes de alerta a los que había hecho oídos sordos. ¿Se había abrigado lo suficiente? ¿No hacía demasiado frío para las altas temperaturas de las que hablaban en los noticieros? Quizás era que se estaba haciendo mayor —cuando te vas haciendo mayor notas más el frío—. Maldita la hora, maldita humedad y malditas articulaciones, que parecían habérsele oxidado de repente. Llegó hasta la casa, abrió la puerta de entrada y se dirigió a la cocina. La cocina era siempre su centro de operaciones. A él le gustaba programar la limpieza desde la cocina. El aspecto de las cocinas de las casas le aportaba casi toda la información sobre la complejidad de su trabajo. Por la cocina, él sabía si en el resto de la casa había muchas o pocas cosas a limpiar. Luego entró al comedor y comprobó que no se había equivocado: esa casa estaba pidiendo una limpieza a fondo. Entonces cometió dos errores: uno, no hacer caso al picor de la nariz, que se le había acentuado; y dos, dirigirse al dormitorio. En el momento en que entraba en la habitación en búsqueda de algo para limpiar —una cartera, un joyero—, lo acometieron uno, dos, tres y —¡mierda!— cuatro estornudos seguidos que retumbaron como cuatro disparos. Cuando vio que el dueño de la casa se ponía en pie de un salto, Diomedes se sintió muy débil y, simplemente, levantó las manos.
[Familia Price
]
25 Febrero, 2007 11:33





