El anciano pensaba que había sido su propia soberbia la que había provocado que los suyos se hubiesen olvidado de él. Había habido un tiempo… ¡Qué decía, un tiempo! Había habido muchos tiempos en los que la sola alusión a su persona infundía tanto temor que nadie se atrevía ni siquiera a pronunciar su nombre. Sólo algunos elegidos, muy pocos, tenían el privilegio de dirigirse a él. A los demás les estaba prohibido. Los pequeños, desde que nacían, eran consagrados a su servicio y crecían sabiendo que todo lo debían a él, que él era dueño de sus vidas. Aunque no les estuviera permitido verlo ni hablarle, sabían que él decidía lo que estaba bien y lo que estaba mal; que premiaba lo bueno y castigaba lo malo; que tenía una especie de red invisible de espionaje mediante la cual lo veía todo y lo escuchaba todo —hasta los pensamientos, que no se pueden escuchar porque no hacen ruido—. Él escuchaba hasta los pensamientos, porque él lo podía todo y lo controlaba todo, ¿entendían? Eso había sido durante un tiempo, o durante muchos tiempos, y él llegó a pensar que ese era el orden natural de las cosas: él, superior a todos los demás, decidiendo sobre el bien y el mal, y los demás temiéndole y obedeciéndole. Pero, con el tiempo, o con los tiempos, lo paradójico fue que tener todo el control equivalía a no tener ningún control. Había querido ser responsable de todo y se había convertido en responsable de nada. Ahora, todos le daban la espalda. Ahora, él pensaba que no pintaba nada y echaba de menos los tiempos —tan lejanos ya— en los que él no era único, sino uno más entre muchos, que se repartían el trabajo. Había habido un tiempo —un lejano y largo tiempo, ¿sabían?—, en el que había un encargado del sol, un encargado del viento, uno del mar, otra —ésta, una mujer— de la tierra, de la caza, de la agricultura, del amor, de la sabiduría… Por haber, había habido hasta un encargado del trueno y otro del vino, ¿sabían? Había habido todos esos encargados, y muchos otros, hasta que a él se le había ocurrido que no había sitio para tantos. Sí, había sido la soberbia, repetía el anciano. La soberbia lo había inducido a querer ser el único, y ser el único era no ser nada. Echaba de menos a otros con quienes compartir responsabilidades: Thor, Odín, Marte, Minerva, Artemisa, Baal… U otros diferentes, con nuevos nombres y nuevos encargos: Solidaridad, Respeto, Civismo, Justicia, Igualdad… Nuevos dioses en los que el hombre pudiera buscar su imagen y semejanza. El anciano que decía ser Dios decía todo eso porque se sentía muy solo y olvidado.
[Orígenes
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18 Febrero, 2007 11:55





