No es que la adivinadora acertara siempre, pero ella había llegado a convencerse —y lo que era mejor para su negocio, a convencer a sus clientes— de que sus pronósticos eran poco menos que infalibles. La adivinadora no era mano de santo —porque no era sanadora sino adivinadora—, pero sus palabras sedaban y aligeraban los males del espíritu —aunque su forma de hablar era áspera y con tonos enérgicos, más altos de lo normal—. En realidad, la adivinadora, más que consejos, lo que daba era órdenes en voz alta, y el que no obedecía sus órdenes es que era tonto. Ideas claras y mandar: eso era la adivinadora —y lo que eres se nota en todo lo que haces, ya estés al mando de un ejército o esperando turno para comprar el pan—. Por eso, aún sin saberse que se trataba de ella —de la adivinadora—, se notaba que aquella mujer que había llegado al servicio de urgencias del hospital tenía una fuerte personalidad. A la adivinadora le había pasado algo en la pierna —algo que la adivinadora, a pesar de sus dotes, ignoraba—, y la enfermera intentaba saber el alcance de la lesión. “¿Le duele aquí?” “No, ahí, no.” “¿Y aquí arriba?” “No, ahí no me duele.” “¿La rodilla?” “No, la rodilla, no.” Lo curioso de la situación, que se producía delante del mostrador de urgencias, era que las preguntas de la enfermera iban destinadas a informar sólo al médico o a la medica correspondientes, y la adivinadora gritaba como si sus respuestas le importaran a todos los trabajadores del hospital y a los habitantes de los edificios aledaños. Finalmente, la enfermera adivinó en dónde le dolía a la adivinadora y le hizo la pregunta más sencilla de todas: “Usted qué edad tiene?” Si la adivinadora hubiera contestado tan rápido y tan alto como a las preguntas anteriores, quizá no habría ocurrido nada. Pero su silencio hizo que los otros pacientes y sus acompañantes se olvidaran momentáneamente de sus males y preocupaciones y entonces —entonces sí— prestaran atención a su respuesta. “¿Cuántos años tiene usted?”, repitió la enfermera. Después de una pausa interminable, la adivinadora, en un susurro, como quien reconoce que ha cometido un crimen, dijo: “Cincuenta y dos”. Menos mal que lo hizo, porque la enfermera parecía estar dispuesta a pasar por el mal trago de adivinarle los años en voz alta. Aquel no era el día bueno de la adivinadora. Si en lugar de quedarse cabizbaja hubiese mirado a los presentes, habría adivinado en sus miradas el sentimiento solidario de quien también ha pasado por la experiencia traumática de tener que confesar la edad en público.