Los culebron.es son relatos cortos que publico cada domingo en el Diari de Tarragona y que iré añadiendo a este bloc a medida que vayan apareciendo en el periódico. Espero que sean de su agrado. Un abrazo.
Gustavo Hernández Becerra.
Idiomas
El hombre era un tipo alto y corpulento que iba apareciendo y desapareciendo a través de la cristalera de la carnicería. Desde dentro, atareado en despachar a las clientas, el carnicero creyó que el desconocido buscaba una dirección, o esperaba a alguien, o aguardaba el momento oportuno para preguntar si hacía falta un ayudante. Sin embargo, había algo inquietante en su actitud. El hombre se acercaba al cristal, escrutaba el interior, se retiraba, observaba el rótulo de la carnicería, volvía a acercarse, volvía a escrutar el interior y desaparecía por el lateral para volver a aparecer al cabo de unos minutos. Si esperaba a alguien, seguro que no era ninguna de las clientas que entraban o salían. Tampoco tenía pinta de ser conocido de ninguna de las otras dos dependientas del establecimiento. El carnicero se sintió indefenso. ¿Qué diablos debía de querer aquel tipo? Si era alguien en busca de trabajo, vaya manera de intimidar. Al cabo de un rato, cuando el local se quedó vacío y el tipo empujó la puerta —era tan alto que apenas cabía por el marco sin agacharse—, al carnicero se le hizo un vacío en el estómago. El hombre, sin más preámbulos, levantó un teléfono móvil y se lo puso delante de las narices. “¿Conoce usted a esta mujer?” —preguntó, con un vozarrón extranjero—. El carnicero reconoció enseguida a la mujer de la foto, pero en lo que se fijaba era en la mano que sostenía el móvil, una mano que era como una manopla de soldador. “Sí que la conozco” —dijo—. “Venía a comprar por aquí, pero hace días que ya no viene”. “Así, que la conoce” —dijo el otro, en un tono que parecía ser una sentencia—. “De comprar aquí” —se apresuró a aclarar el carnicero—. “A mí me han dicho que estaba con un carnicero que lleva gafas” —dijo el otro. El carnicero maldijo todas sus malditas dioptrías. El hombre, mientras hablaba, miraba alternativamente al carnicero y a la trastienda, como si esperara que alguien saliera de allí. “Pues, ¿sabe quién es esta mujer? Es mi mujer. Y esos tres niños que usted ve ahí fuera son mis hijos”. El carnicero, a través del cristal, vio tres cabecitas rubias que aguardaban en la calle. “A todos nos abandonó, y se fue con un carnicero que lleva gafas.” El carnicero levantó los hombros. El hombre dirigió una última mirada de reojo hacia la trastienda y salió del establecimiento. El carnicero, en un acto reflejo e inútil, se quitó las gafas. Nunca se había alegrado tanto de no haber tenido éxito con aquella clienta rusa, que había hecho oídos sordos a sus insinuaciones en castellano.
El hombre era un tipo alto y corpulento que iba apareciendo y desapareciendo a través de la cristalera de la carnicería. Desde dentro, atareado en despachar a las clientas, el carnicero creyó que el desconocido buscaba una dirección, o esperaba a alguien, o aguardaba el momento oportuno para preguntar si hacía falta un ayudante. Sin embargo, había algo inquietante en su actitud. El hombre se acercaba al cristal, escrutaba el interior, se retiraba, observaba el rótulo de la carnicería, volvía a acercarse, volvía a escrutar el interior y desaparecía por el lateral para volver a aparecer al cabo de unos minutos. Si esperaba a alguien, seguro que no era ninguna de las clientas que entraban o salían. Tampoco tenía pinta de ser conocido de ninguna de las otras dos dependientas del establecimiento. El carnicero se sintió indefenso. ¿Qué diablos debía de querer aquel tipo? Si era alguien en busca de trabajo, vaya manera de intimidar. Al cabo de un rato, cuando el local se quedó vacío y el tipo empujó la puerta —era tan alto que apenas cabía por el marco sin agacharse—, al carnicero se le hizo un vacío en el estómago. El hombre, sin más preámbulos, levantó un teléfono móvil y se lo puso delante de las narices. “¿Conoce usted a esta mujer?” —preguntó, con un vozarrón extranjero—. El carnicero reconoció enseguida a la mujer de la foto, pero en lo que se fijaba era en la mano que sostenía el móvil, una mano que era como una manopla de soldador. “Sí que la conozco” —dijo—. “Venía a comprar por aquí, pero hace días que ya no viene”. “Así, que la conoce” —dijo el otro, en un tono que parecía ser una sentencia—. “De comprar aquí” —se apresuró a aclarar el carnicero—. “A mí me han dicho que estaba con un carnicero que lleva gafas” —dijo el otro. El carnicero maldijo todas sus malditas dioptrías. El hombre, mientras hablaba, miraba alternativamente al carnicero y a la trastienda, como si esperara que alguien saliera de allí. “Pues, ¿sabe quién es esta mujer? Es mi mujer. Y esos tres niños que usted ve ahí fuera son mis hijos”. El carnicero, a través del cristal, vio tres cabecitas rubias que aguardaban en la calle. “A todos nos abandonó, y se fue con un carnicero que lleva gafas.” El carnicero levantó los hombros. El hombre dirigió una última mirada de reojo hacia la trastienda y salió del establecimiento. El carnicero, en un acto reflejo e inútil, se quitó las gafas. Nunca se había alegrado tanto de no haber tenido éxito con aquella clienta rusa, que había hecho oídos sordos a sus insinuaciones en castellano.





