[Cosas de la vida ] 28 Enero, 2007 20:00
No es que la adivinadora acertara siempre, pero ella había llegado a convencerse —y lo que era mejor para su negocio, a convencer a sus clientes— de que sus pronósticos eran poco menos que infalibles. La adivinadora no era mano de santo —porque no era sanadora sino adivinadora—, pero sus palabras sedaban y aligeraban los males del espíritu —aunque su forma de hablar era áspera y con tonos enérgicos, más altos de lo normal—. En realidad, la adivinadora, más que consejos, lo que daba era órdenes en voz alta, y el que no obedecía sus órdenes es que era tonto. Ideas claras y mandar: eso era la adivinadora —y lo que eres se nota en todo lo que haces, ya estés al mando de un ejército o esperando turno para comprar el pan—. Por eso, aún sin saberse que se trataba de ella —de la adivinadora—, se notaba que aquella mujer que había llegado al servicio de urgencias del hospital tenía una fuerte personalidad. A la adivinadora le había pasado algo en la pierna —algo que la adivinadora, a pesar de sus dotes, ignoraba—, y la enfermera intentaba saber el alcance de la lesión. “¿Le duele aquí?” “No, ahí, no.” “¿Y aquí arriba?” “No, ahí no me duele.” “¿La rodilla?” “No, la rodilla, no.” Lo curioso de la situación, que se producía delante del mostrador de urgencias, era que las preguntas de la enfermera iban destinadas a informar sólo al médico o a la medica correspondientes, y la adivinadora gritaba como si sus respuestas le importaran a todos los trabajadores del hospital y a los habitantes de los edificios aledaños. Finalmente, la enfermera adivinó en dónde le dolía a la adivinadora y le hizo la pregunta más sencilla de todas: “Usted qué edad tiene?” Si la adivinadora hubiera contestado tan rápido y tan alto como a las preguntas anteriores, quizá no habría ocurrido nada. Pero su silencio hizo que los otros pacientes y sus acompañantes se olvidaran momentáneamente de sus males y preocupaciones y entonces —entonces sí— prestaran atención a su respuesta. “¿Cuántos años tiene usted?”, repitió la enfermera. Después de una pausa interminable, la adivinadora, en un susurro, como quien reconoce que ha cometido un crimen, dijo: “Cincuenta y dos”. Menos mal que lo hizo, porque la enfermera parecía estar dispuesta a pasar por el mal trago de adivinarle los años en voz alta. Aquel no era el día bueno de la adivinadora. Si en lugar de quedarse cabizbaja hubiese mirado a los presentes, habría adivinado en sus miradas el sentimiento solidario de quien también ha pasado por la experiencia traumática de tener que confesar la edad en público.
[Amores y desamores ] 21 Enero, 2007 20:01
La historia que me contó Juan Cristóbal Price era tan increíble que se la hice repetir varias veces, y en todas ellas tuve la sensación de que se estaba burlando de mí. Según Juan Cristóbal, todo había empezado un viernes por la noche en una discoteca de la costa, cuando él se curaba de tristezas y soledades frente a una de las barras del local. Lo normal en aquellos casos era que, al cabo de unos cuantos cubalibres, Juan Cristóbal recordara que, a pesar de que había pasado jornadas interminables en establecimientos parecidos, los locales nocturnos no eran su elemento, y que optara por largarse, más triste y descorazonado que antes de entrar. Respecto a las discotecas, había dos cosas de las que él se podía jactar: una eran las consumiciones pagadas. Juan Cristóbal estaba seguro de haber sufragado, él solo, las nóminas de varios camareros. El otro de sus records mundiales era el de mujeres que lo habían rechazado, que eran numerosas como las aves del cielo e incontables como las aguas del mar. Aquella noche fue diferente: justo cuando iba a marcharse, a Juan Cristóbal se le situó al lado una mujer guapísima, a la que él había estado mirando todo el rato mientras ella se contoneaba por la pista rodeada de moscones. El porqué aquella mujer lo escogió a él y no a ningún otro de los que la pretendían es un misterio que Juan Cristóbal ni se molestó en averiguar. El hecho es que la mujer comenzó a hablarle, que se cayeron bien, que salieron juntos de aquel sitio, que terminaron la noche en la casa de él y que ahora estaban viviendo una historia de amor. Pero, todo esto, que ya era extraño que le sucediera a Juan Cristóbal si se tenía en cuenta su currículum, se convertía en totalmente inverosímil en cuanto él revelaba la identidad de su amada. Se trataba de una actriz famosa, casada con un galán de cine por el que suspiraban millones de mujeres en todo el mundo. Ahí, es que había para no creérselo. ¿Una mujer que lo tenía todo, y, además, un marido tan guapo, rico y famoso como ella por el que babeaba cada vez que le preguntaban por él en las entrevistas, se iba a enamorar a primera vista, en una discoteca, y de un don nadie, y un poco feo —todo hay que decirlo— como Juan Cristóbal?
—Anda, y que te den. Eso es imposible —le dije.
—Pues, no. No sólo es posible, sino que es lógico.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está la lógica?—inquirí.
—Pues, porque las mujeres son muy raras.
Yo me limité a abrir la boca y, después, a cerrarla, muy despacio.
[Cosas de la vida ] 14 Enero, 2007 11:55
Bogart
Nunca se le hubiera ocurrido compararlo con Humphrey Bogart, pero ahora, con el cigarrillo colgando de la comisura del labio, la mirada perdida y el rictus hierático que traía cuando se introdujo de nuevo en el coche, ella pensó que algo en su marido recordaba al Bogart de las películas en blanco y negro. Su marido había frenado en seco, se había cagado en la madre del otro conductor, se había bajado del coche, se había ido directo hacia la ventanilla del otro y había comenzado a insultarlo, conminándolo a que se bajase. El otro se había bajado, y ahí a ella se le podía haber ocurrido lo de Bogart —pues Bogart era bajito y el otro le sacaba un palmo de estatura a su marido—, pero no se le ocurrió, porque lo que le encogió el estómago fue que el otro, además de ser más alto, se había bajado con una especie de… ¡Dios mío! ¿Una barra de hierro…? ¡No! ¿Un paraguas…? ¡Un paraguas! El desgraciado aquel estaba amenazando a su marido con un paraguas, ¡madre mía, quién le mandaría bajarse a su marido! El tipo, que le sacaba un palmo a su marido y con un paraguas en la mano, y su marido, que aún decía que le iba a arrancar la cabeza, pero, sin prisas, por lo visto, porque lo que había hecho era meter la mano en el bolsillo y sacar… ¿Un pitillo…? Su marido había sacado un pitillo, lo había encendido, le daba grandes chupadas y gesticulaba con esa mano como si con el humo quisiera conjurarle los malos espíritus al otro, que le iba a sacar los ojos y se le iba a mear en los agujeros. Había para asustarse y ella se asustó de veras, pero la escena también tenía su gracia: los dos tipos amenazándose mutuamente, el uno con un paraguas y el otro con un cigarrillo que chupaba como si se tratara de los sesos de su oponente. Luego, cada uno se metió en su coche —al fin y al cabo ni se habían rozado— y a ella se le ocurrió lo de Bogart. Sin embargo, no le dijo nada a su marido. Lo que dijo, al cabo de un rato, fue: ¡Qué mal huele! Él, por única respuesta, abrió la ventanilla. ¡Con el frío que hace! Bogart no respondió, y ella comprendió que no debía hacer más comentarios. Tampoco preguntó nada cuando él llegó y se fue directo a la ducha. Ni cuando él salió del lavabo, se vistió, fue a la cocina, cogió una bolsa de basura, metió en la bolsa los pantalones y los pantaloncillos que llevaba puestos antes y bajó a depositar la bolsa en el contenedor. Ni cuando volvió a subir, volvió a encender un cigarrillo y volvió a adoptar el gesto duro e imperturbable del imperturbable Humphrey Bogart.
[General ] 07 Enero, 2007 14:13

Los culebron.es son relatos cortos que publico cada domingo en el Diari de Tarragona y que iré añadiendo a este bloc a medida que vayan apareciendo en el periódico. Espero que sean de su agrado. Un abrazo.

Gustavo Hernández Becerra.

Idiomas
El hombre era un tipo alto y corpulento que iba apareciendo y desapareciendo a través de la cristalera de la carnicería. Desde dentro, atareado en despachar a las clientas, el carnicero creyó que el desconocido buscaba una dirección, o esperaba a alguien, o aguardaba el momento oportuno para preguntar si hacía falta un ayudante. Sin embargo, había algo inquietante en su actitud. El hombre se acercaba al cristal, escrutaba el interior, se retiraba, observaba el rótulo de la carnicería, volvía a acercarse, volvía a escrutar el interior y desaparecía por el lateral para volver a aparecer al cabo de unos minutos. Si esperaba a alguien, seguro que no era ninguna de las clientas que entraban o salían. Tampoco tenía pinta de ser conocido de ninguna de las otras dos dependientas del establecimiento. El carnicero se sintió indefenso. ¿Qué diablos debía de querer aquel tipo? Si era alguien en busca de trabajo, vaya manera de intimidar. Al cabo de un rato, cuando el local se quedó vacío y el tipo empujó la puerta —era tan alto que apenas cabía por el marco sin agacharse—, al carnicero se le hizo un vacío en el estómago. El hombre, sin más preámbulos, levantó un teléfono móvil y se lo puso delante de las narices. “¿Conoce usted a esta mujer?” —preguntó, con un vozarrón extranjero—. El carnicero reconoció enseguida a la mujer de la foto, pero en lo que se fijaba era en la mano que sostenía el móvil, una mano que era como una manopla de soldador. “Sí que la conozco” —dijo—. “Venía a comprar por aquí, pero hace días que ya no viene”. “Así, que la conoce” —dijo el otro, en un tono que parecía ser una sentencia—. “De comprar aquí” —se apresuró a aclarar el carnicero—. “A mí me han dicho que estaba con un carnicero que lleva gafas” —dijo el otro. El carnicero maldijo todas sus malditas dioptrías. El hombre, mientras hablaba, miraba alternativamente al carnicero y a la trastienda, como si esperara que alguien saliera de allí. “Pues, ¿sabe quién es esta mujer? Es mi mujer. Y esos tres niños que usted ve ahí fuera son mis hijos”. El carnicero, a través del cristal, vio tres cabecitas rubias que aguardaban en la calle. “A todos nos abandonó, y se fue con un carnicero que lleva gafas.” El carnicero levantó los hombros. El hombre dirigió una última mirada de reojo hacia la trastienda y salió del establecimiento. El carnicero, en un acto reflejo e inútil, se quitó las gafas. Nunca se había alegrado tanto de no haber tenido éxito con aquella clienta rusa, que había hecho oídos sordos a sus insinuaciones en castellano.