La chica que parecía una diosa apareció allá, al fondo, a la altura de las naranjadas y el agua mineral. Al principio sólo fue una silueta magnífica que se fue agrandando a medida que el hombrecillo se acercaba. El hombrecillo, que ya tenía cierta edad, sabía que las diosas se indignan con los mortales si éstos las miran de frente, así que se fue aproximando a ella con doble cautela: no había que molestarla; pero, sobre todo, había que evitar que su mujer, la mujer del hombrecillo, que caminaba delante de él tirando del carrito de la compra, notara la presencia de la diosa. Para esto, la mujer del hombrecillo tenía un sexto sentido. Ocurría que, al hombrecillo, en cuanto veía a una diosa, se le ponía cara de tonto, y a su mujer, que poseía un rabillo del ojo superdotado, se le disparaban todas las alertas y se ponía de un humor de perros. “Y no son celos —le aclaraba—, es que no sabes la penita que das.” Bueno, ¿y qué? ¿Cómo no le iba a cambiar la cara, si diosas así no se veían todos los días? Además, si aparecía una diosa y él intentaba disimular, era peor. Se le ponía la cara todavía más rara y su mujer acababa por enterarse. “Tres frascos de lentejas” —dijo su mujer. “¿Qué?” —dijo él. “Que cojas tres frascos de lentejas. A ver si bajas de las nubes…” ¿Las nubes? Eso: aquello era el Olimpo, y ella era… Era muy alta e increíblemente bella. Lo insólito era que su mujer no la hubiera visto. “¿Qué te pasa? ¿Te pasa algo?” ¿Qué le iba a pasar? Que se había quedado turulato. Pero no le iba a decir a su mujer: ¿Tú has visto ese pedazo de tía que está ahí, comprando? Luego, la había perdido de vista pero no se le iba de la cabeza. Siguieron el recorrido de siempre, él mirando a un sitio y a otro, pero, nada: la diosa había desaparecido. Estaban ya en lo del pescado, y su mujer le dijo que guardara el turno mientras ella iba a coger el café. “Si te toca, coge doradas.” Él no veía doradas por ningún sitio. “¿Qué?” —preguntó. “¡Do-ra-das!” —le repitió su mujer, haciéndole ver que las tenía delante de sus narices. Él se sintió abochornado, se giró, y… —Oh, Dios— Se encontró con la mirada furtiva de la diosa, que se había colocado a su lado y había sido testigo de la puesta en ridículo. No era alta; era inmensa, hermosísima y mucho más joven que él, que parecía un microbio a su lado. Entonces, al cabo de unos instantes, el hombrecillo hizo algo insólito: se acercó de costado a la diosa y le susurró, en tono confidente: “¿A ti no te importa que yo sea un inútil, verdad?” A la diosa se le escapó una sonrisa. “¿Ves? —dijo el hombrecillo— Ya sabía yo que estábamos hechos el uno para el otro.” La diosa hizo un gesto de aguantar la risa y se alejó con el carrito. Menos mal, porque la mujer del hombrecillo ya estaba de vuelta. “¿Quién era ésa?” —preguntó. “Una novia, de hace años” —dijo él. “¡Ja!” —dejó ir ella, sarcástica. Él sonrió, satisfecho de las tonterías que se le ocurrían.
[Cosas de la vida
]
22 Febrero, 2009 10:02
[Cosas de la vida
]
22 Febrero, 2009 10:02
La chica que parecía una diosa apareció allá, al fondo, a la altura de las naranjadas y el agua mineral. Al principio sólo fue una silueta magnífica que se fue agrandando a medida que el hombrecillo se acercaba. El hombrecillo, que ya tenía cierta edad, sabía que las diosas se indignan con los mortales si éstos las miran de frente, así que se fue aproximando a ella con doble cautela: no había que molestarla; pero, sobre todo, había que evitar que su mujer, la mujer del hombrecillo, que caminaba delante de él tirando del carrito de la compra, notara la presencia de la diosa. Para esto, la mujer del hombrecillo tenía un sexto sentido. Ocurría que, al hombrecillo, en cuanto veía a una diosa, se le ponía cara de tonto, y a su mujer, que poseía un rabillo del ojo superdotado, se le disparaban todas las alertas y se ponía de un humor de perros. “Y no son celos —le aclaraba—, es que no sabes la penita que das.” Bueno, ¿y qué? ¿Cómo no le iba a cambiar la cara, si diosas así no se veían todos los días? Además, si aparecía una diosa y él intentaba disimular, era peor. Se le ponía la cara todavía más rara y su mujer acababa por enterarse. “Tres frascos de lentejas” —dijo su mujer. “¿Qué?” —dijo él. “Que cojas tres frascos de lentejas. A ver si bajas de las nubes…” ¿Las nubes? Eso: aquello era el Olimpo, y ella era… Era muy alta e increíblemente bella. Lo insólito era que su mujer no la hubiera visto. “¿Qué te pasa? ¿Te pasa algo?” ¿Qué le iba a pasar? Que se había quedado turulato. Pero no le iba a decir a su mujer: ¿Tú has visto ese pedazo de tía que está ahí, comprando? Luego, la había perdido de vista pero no se le iba de la cabeza. Siguieron el recorrido de siempre, él mirando a un sitio y a otro, pero, nada: la diosa había desaparecido. Estaban ya en lo del pescado, y su mujer le dijo que guardara el turno mientras ella iba a coger el café. “Si te toca, coge doradas.” Él no veía doradas por ningún sitio. “¿Qué?” —preguntó. “¡Do-ra-das!” —le repitió su mujer, haciéndole ver que las tenía delante de sus narices. Él se sintió abochornado, se giró, y… —Oh, Dios— Se encontró con la mirada furtiva de la diosa, que se había colocado a su lado y había sido testigo de la puesta en ridículo. No era alta; era inmensa, hermosísima y mucho más joven que él, que parecía un microbio a su lado. Entonces, al cabo de unos instantes, el hombrecillo hizo algo insólito: se acercó de costado a la diosa y le susurró, en tono confidente: “¿A ti no te importa que yo sea un inútil, verdad?” A la diosa se le escapó una sonrisa. “¿Ves? —dijo el hombrecillo— Ya sabía yo que estábamos hechos el uno para el otro.” La diosa hizo un gesto de aguantar la risa y se alejó con el carrito. Menos mal, porque la mujer del hombrecillo ya estaba de vuelta. “¿Quién era ésa?” —preguntó. “Una novia, de hace años” —dijo él. “¡Ja!” —dejó ir ella, sarcástica. Él sonrió, satisfecho de las tonterías que se le ocurrían.





