“Voy al banco, a por lo de los recibos”, dijo la mujer. “No; te digo que ahora mismo estoy yendo al banco a por lo de los recibos”, repitió, elevando la voz. La mujer hablaba por un teléfono móvil, delante de la terraza del bar en donde suelo tomar la cerveza de los viernes al mediodía, y volvió a repetir por tercera vez, casi a gritos, lo del banco y lo de los recibos, como si su interlocutor tuviera algún problema auditivo o de comprensión, o como si, con la potencia de su voz, ella pudiera compensar lo que no cubrían las ondas del servidor telefónico. Pero eso no fue lo que me llamó la atención: lo curioso era que, mientras con una mano sostenía el teléfono, en la otra portaba una escoba y un capazo de plástico del servicio municipal de limpieza. Vestía, por supuesto, el mono de trabajo correspondiente, y, quizás por mecanismo reflejo, mientras hablaba, iba recogiendo papeles con la escoba. Sus gestos eran tan naturales que me hicieron recordar, por contraste, una imagen de años atrás, cuando el uso de los teléfonos móviles todavía era muy incipiente, y en cualquier caso sólo reservado a la gente ‘importante’: en una de las esquinas más céntricas de la ciudad, un ejecutivo lechuguino, aparcado en zona prohibida y con la puerta delantera del coche abierta —molestando a los demás conductores—, hablaba —o hacía que hablaba— por su teléfono móvil. Mientras pensaba cómo cambian los tiempos, por la terraza del bar pasó otro empleado de la limpieza —posiblemente un compañero rezagado de la señora anterior— que no hablaba por el móvil, pero llevaba puestos unos cascos de escuchar música. Ese detalle hizo que me quedara otro rato más allí, elucubrando sobre la tecnología y los oficios, hasta que di por acabada la hora del aperitivo y me fui para casa. Pero entonces, mientras caminaba por la acera, un hombre de mediana edad que estaba sentado en un banco se dirigió a mí: “Perdone señor” —dijo—. “¿Sí?” El hombre se quitó unos auriculares que llevaba puestos. “¿Le importa que le haga una pregunta?” “No, dígame” —contesté—. “Bueno, más que una pregunta… Es que… Verá… Con esto de la crisis y el desempleo… La verdad es que hace dos días que no como, y lo que quiero preguntarle es si me podría dejar un par de euros.” A mí, por lo que fuera —puede que por mezquindad— lo de la crisis y el desempleo me parecieron un camelo en el caso de aquel hombre, y, en cuanto a lo de los dos días sin comer, no pude evitar fijarme en su barriga cervecera, más reluciente que la mía. Me encontraba ante un profesional de la mendicidad —creí—. “Lo siento, no llevo dinero” —le dije—. “No pasa nada, señor” —dijo el hombre, y se volvió a encasquetar los auriculares, extrajo un móvil y comenzó a teclear, no supe si un número de teléfono o algún juego de come-cocos.
[Cosas de la vida
]
01 Febrero, 2009 10:43





