Poco antes de que una enfermedad incurable lo acabara de consumir, Tomás Aquilino Price mandó llamar al doctor Justo Tadeo Prieto, y le solicitó, en atención a su vieja amistad, que le realizara un último y definitivo análisis. De éste no esperaba ninguna novedad respecto a su dolencia, pero sí confiaba en que le resolviera una duda que lo había acompañado desde muchos años atrás. Se trataba de una inquietud recurrente a la que nunca se había atrevido a enfrentarse, pero que ahora, casi llegada la hora definitiva, lo atormentaba más que los dolores físicos. Tras escuchar, casi en confesión, el requerimiento de Tomás Aquilino, el doctor Prieto lo examinó, tomó las muestras pertinentes y abandonó la casa, no sin antes advertir a la esposa y a los hijos que todos los intentos por salvar la vida del paciente serían en vano. No obstante, él se daría la mayor prisa posible en volver con el resultado de las pruebas, puesto que el deceso se produciría en cuestión de días, quizás horas. Rogaba, por tanto, que se intensificaran los cuidados del enfermo, pues era muy importante para éste, y para él, como amigo y facultativo, que su última voluntad se cumpliese.
Cuando el doctor Justo Tadeo Prieto regresó, tres días más tarde, la expectación de la familia era indescriptible. ¿Qué tipo de análisis había solicitado el moribundo y por qué era tan importante para él? Sin embargo, esto era algo a lo que no parecían querer responder ni el paciente ni el médico, que se limitó a pedir que los dejaran solos. Ya en la intimidad, el doctor Prieto se limitó a recordarle a su amigo que había tenido una vida envidiable: una infancia feliz, una adolescencia plena —con algún sobresalto aislado, sin consecuencias— y una madurez próspera y tranquila, rodeado del amor de su mujer, de sus cinco hijos y de sus… ¿diecisiete? nietos.
—¿Entonces…? —preguntó Price.
—No —dijo el médico—.
Price expresó una sonrisa indefinible, extrechó la mano de su amigo y murió.
Más tarde, la curiosidad de la viuda se abrió paso entre el dolor.
—¿Qué quería saber? —preguntó.
—Si la coz que le dio el caballo cuando tenía quince años lo había dejado estéril.
—¿Y usted qué le ha dicho?
—Que no.
—Gracias —dijo la mujer.