Aquella chica era perfecta. Si yo hubiese querido ser otra persona —todos hemos pensado alguna vez en ser otra persona—, me habría gustado ser esa chica. Se la veía tan limpia, tan eficiente, tan diplomática, tan segura de sí misma, tan enérgica, tan puesta en su sitio, que yo, en el momento de elaborar el test para cubrir la vacante que había convocado la empresa, no estaba pensando en si me iban a contratar o no. Lo que quería era ser como esa chica, como la examinadora. Hiciera lo que hiciera, viviese donde viviese, llevase la vida que llevase. La chica nos había recibido a las otras aspirantes y a mí, y, en un tono cordial, pero no exento de autoridad, nos había explicado que la empresa estaba buscando una líder, una persona que tuviera las ideas claras, una mujer con iniciativa, de las que aporta soluciones, no problemas. Si hubiese dicho: “buscamos a alguien que sea como yo”, no me hubiese extrañado. Había repartido las hojas, nos había dado las instrucciones pertinentes y había atendido nuestras dudas con amabilidad. Mientras contestaba, yo —y supongo que algo parecido les pasaba a mis compañeras— no podía dejar de notar su superioridad sobre nosotras. Era evidente que sabía hacer su trabajo. Que, para ella, seleccionar a la mejor entre nosotras era una rutina en la que se sentía particularmente cómoda. “Después de rellenar las hojas, pueden bajar a la calle a tomar algo, si quieren”, nos había dicho. “En cuestión de una media hora, tendré el nombre de las tres seleccionadas para la entrevista con Dirección”. Así que fuimos entregando el examen y bajando a la cafetería en un orden que tenía que ver con las ilusiones de cada una. Primero bajaron las que lo dieron todo por perdido; luego fueron llegando las que veían alguna posibilidad y, finalmente, las que estaban convencidas de estar ante la oportunidad de su vida y quisieron agotar el tiempo del examen, revisando y comprobando las respuestas hasta el agotamiento. Yo fui una de las últimas. Cuando entregué mi ejercicio pude ver de cerca de la chica. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan fresco, como recién salida de la ducha, con el calor que estaba haciendo? Su mirada era brillante, especial.
No habían pasado ni diez minutos desde que había bajado la última aspirante, cuando la chica se presentó en la cafetería. Estaba desconocida, pálida, demudada. “Es muy fuerte, esto es muy fuerte” , dijo. Nuestra curiosidad era indescriptible. “Me acaban de llamar por teléfono, me han dicho que la empresa ha quebrado, que cierra y que yo estoy en la calle. Me han despedido. No hace falta que esperéis nada.” Vaya, por una vez que un trabajo parecía venirme como anillo al dedo…, pensé. “¿Y ahora qué voy a hacer, qué va a ser de mí?”, repetía la chica. Nos fuimos retirando todas, poco a poco, sin saber qué decir.