[Amores y desamores ] 27 Julio, 2008 10:30
Los dos eran divorciados. ¿Habían sido infelices en sus respectivos matrimonios? No, la infelicidad es un concepto muy abstracto. Digamos que la boda de cada uno de ellos se había producido después de un noviazgo sin entusiasmo, y que los dos casos habían desembocado en una rutina tensa que había acabado por ser insoportable. Se gustaban, era casi inevitable que se convirtieran en amantes. No se trataba de una segunda oportunidad. Simplemente, estaban a gusto juntos. Más que amarse, se hacían compañía. Y, como en tantas parejas, todo iba bien hasta que uno quiso saber demasiado sobre el otro. Un día, ella había asistido a una recepción en la que había coincidido con un antiguo novio. Después había querido hablar de ese amor malogrado.
— ¿Conoces a fulano? —le preguntó.
—Sí, claro que lo conozco.
—¿Sabes? Yo me tendría que haber casado con él.
Él sintió algo raro en el estómago, como un aviso de náusea, pero no dijo nada. Ella prosiguió:
—Estuve saliendo durante cinco años con él, y me tendría que haber casado con él, que es un hombre diez…
Él se sintió mareado. Lo de “hombre diez” —hombre perfecto— le pareció una cursilada, pero le afectaba terriblemente.
—Después me casé con quien me casé, y él se casó a su vez con una chica que debe de ser muy maja, porque él es increíble. ¿La conoces, a ella?
—Por supuesto que la conozco. Trabaja conmigo.
—¿Qué tal es?
—Muy maja, muy buena profesional y muy agradable.
—Debe de serlo, porque para que él se haya casado con ella tiene que ser especial.
—La vida está llena de coincidencias —dijo él, al rato—. Tú formas parte de una historia de mi vida y ni siquiera te la imaginas.
—¿De qué historia? Cuéntamela.
—No, no te la puedo contar.
Y no se la contó. ¿Cómo le iba a decir que ese hombre diez, ese que tendría que haberse casado con ella, era el que finalmente se había casado con la mujer de la que él estaba locamente enamorado. ¿Qué le iba a decir? ¿Sí, ese hombre se tenía que haber casado contigo y no con la mujer de mi vida? A partir de ese momento, todo cambió entre ellos. Él nunca le perdonó que no se hubiera casado con aquel hombre diez. Y fueron infelices —sí, infelices—, pero cada uno por su lado.
[Familia Price ] 20 Julio, 2008 17:28
Poco antes de que una enfermedad incurable lo acabara de consumir, Tomás Aquilino Price mandó llamar al doctor Justo Tadeo Prieto, y le solicitó, en atención a su vieja amistad, que le realizara un último y definitivo análisis. De éste no esperaba ninguna novedad respecto a su dolencia, pero sí confiaba en que le resolviera una duda que lo había acompañado desde muchos años atrás. Se trataba de una inquietud recurrente a la que nunca se había atrevido a enfrentarse, pero que ahora, casi llegada la hora definitiva, lo atormentaba más que los dolores físicos. Tras escuchar, casi en confesión, el requerimiento de Tomás Aquilino, el doctor Prieto lo examinó, tomó las muestras pertinentes y abandonó la casa, no sin antes advertir a la esposa y a los hijos que todos los intentos por salvar la vida del paciente serían en vano. No obstante, él se daría la mayor prisa posible en volver con el resultado de las pruebas, puesto que el deceso se produciría en cuestión de días, quizás horas. Rogaba, por tanto, que se intensificaran los cuidados del enfermo, pues era muy importante para éste, y para él, como amigo y facultativo, que su última voluntad se cumpliese.
Cuando el doctor Justo Tadeo Prieto regresó, tres días más tarde, la expectación de la familia era indescriptible. ¿Qué tipo de análisis había solicitado el moribundo y por qué era tan importante para él? Sin embargo, esto era algo a lo que no parecían querer responder ni el paciente ni el médico, que se limitó a pedir que los dejaran solos. Ya en la intimidad, el doctor Prieto se limitó a recordarle a su amigo que había tenido una vida envidiable: una infancia feliz, una adolescencia plena —con algún sobresalto aislado, sin consecuencias— y una madurez próspera y tranquila, rodeado del amor de su mujer, de sus cinco hijos y de sus… ¿diecisiete? nietos.
—¿Entonces…? —preguntó Price.
—No —dijo el médico—.
Price expresó una sonrisa indefinible, extrechó la mano de su amigo y murió.
Más tarde, la curiosidad de la viuda se abrió paso entre el dolor.
—¿Qué quería saber? —preguntó.
—Si la coz que le dio el caballo cuando tenía quince años lo había dejado estéril.
—¿Y usted qué le ha dicho?
—Que no.
—Gracias —dijo la mujer.
[General ] 13 Julio, 2008 12:35
Por primavera renacen las plantas y surgen los globos. Ahora que es verano ya estamos más acostumbrados a verlos, pero no por ello somos menos sensibles a la fascinación que nos producen. Los globos siempre van en pareja y muy juntitos, tan unidos que para distinguirlos hace falta fijarse en la línea que los divide. Cuanto más pronunciada es esa línea, más curiosidad suscitan, y aunque sabemos que se trata de una línea de recorrido corto y límite concreto, nos esforzamos por descubrir el punto de separación. Los globos, además de juntos, suelen ir acompasados. Si se desplazan, cada uno de ellos apunta a la misma dirección del otro; si suben, suben juntos; si bajan, lo hacen a la vez. Si se detienen, lo hacen simultáneamente. Hay globos de todos los tamaños y coloraciones, aunque, con el sol, suelen adquirir tonalidades acaneladas. Los globos raramente suelen mostrarse en su totalidad, de ahí el interés que despiertan. Asoman cuando uno menos se lo espera: por la calle, al otro extremo de un mostrador, en una cafetería, en la consulta del médico, en la cola del cine, en el supermercado, en un ascensor… Hay globos atrevidos, que aparecen de repente, se muestran sin más, con todo su poder de atracción, y se dan la vuelta dejándote con un palmo de narices, agradecido, eso sí, de haber podido constatar su existencia. Hay globos, en cambio, tímidos y recatados, que van por la vida como si no existieran. Descubrir estos últimos requiere altas cuotas de intuición, paciencia, observación, oficio y, por qué no decirlo, estrategia. Por lo general, lo primero que nota un detectador de globos es una especie de presentimiento, como un sexto sentido que lo pone en estado de alerta. Son sólo décimas de segundo, pero se percibe una voz interior que anuncia la presencia de los globos (ahí, ahí, mira ahí, parece decir la voz, y, si se obedece a la llamada, nunca falla: ahí están el par de globos, rotundos, evidentes, poderosos). Todos los globos se dan por parejas, pero en donde de verdad hay globos a pares es en las playas. Cada playa es como una isla del tesoro, con infinidad de globos, y cada cual puede establecer su propio recorrido en busca del tesoro mayor. Por eso, las playas están llenas de buscadores que trazan multitudes de trayectos inverosímiles con tal de aproximarse a sus objetivos. Identificar a estos individuos es muy simple, no sólo en las playas. Sigues su mirada y allá, en el horizonte, o junto a aquella roca, o tres toallas más acá, o ahí mismo, casi a tocar, no falla: siempre hay un par de globos.
[Cosas de la vida ] 06 Julio, 2008 11:24
Aquella chica era perfecta. Si yo hubiese querido ser otra persona —todos hemos pensado alguna vez en ser otra persona—, me habría gustado ser esa chica. Se la veía tan limpia, tan eficiente, tan diplomática, tan segura de sí misma, tan enérgica, tan puesta en su sitio, que yo, en el momento de elaborar el test para cubrir la vacante que había convocado la empresa, no estaba pensando en si me iban a contratar o no. Lo que quería era ser como esa chica, como la examinadora. Hiciera lo que hiciera, viviese donde viviese, llevase la vida que llevase. La chica nos había recibido a las otras aspirantes y a mí, y, en un tono cordial, pero no exento de autoridad, nos había explicado que la empresa estaba buscando una líder, una persona que tuviera las ideas claras, una mujer con iniciativa, de las que aporta soluciones, no problemas. Si hubiese dicho: “buscamos a alguien que sea como yo”, no me hubiese extrañado. Había repartido las hojas, nos había dado las instrucciones pertinentes y había atendido nuestras dudas con amabilidad. Mientras contestaba, yo —y supongo que algo parecido les pasaba a mis compañeras— no podía dejar de notar su superioridad sobre nosotras. Era evidente que sabía hacer su trabajo. Que, para ella, seleccionar a la mejor entre nosotras era una rutina en la que se sentía particularmente cómoda. “Después de rellenar las hojas, pueden bajar a la calle a tomar algo, si quieren”, nos había dicho. “En cuestión de una media hora, tendré el nombre de las tres seleccionadas para la entrevista con Dirección”. Así que fuimos entregando el examen y bajando a la cafetería en un orden que tenía que ver con las ilusiones de cada una. Primero bajaron las que lo dieron todo por perdido; luego fueron llegando las que veían alguna posibilidad y, finalmente, las que estaban convencidas de estar ante la oportunidad de su vida y quisieron agotar el tiempo del examen, revisando y comprobando las respuestas hasta el agotamiento. Yo fui una de las últimas. Cuando entregué mi ejercicio pude ver de cerca de la chica. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan fresco, como recién salida de la ducha, con el calor que estaba haciendo? Su mirada era brillante, especial.
No habían pasado ni diez minutos desde que había bajado la última aspirante, cuando la chica se presentó en la cafetería. Estaba desconocida, pálida, demudada. “Es muy fuerte, esto es muy fuerte” , dijo. Nuestra curiosidad era indescriptible. “Me acaban de llamar por teléfono, me han dicho que la empresa ha quebrado, que cierra y que yo estoy en la calle. Me han despedido. No hace falta que esperéis nada.” Vaya, por una vez que un trabajo parecía venirme como anillo al dedo…, pensé. “¿Y ahora qué voy a hacer, qué va a ser de mí?”, repetía la chica. Nos fuimos retirando todas, poco a poco, sin saber qué decir.