Celedonio Price ya se acercaba a los sesenta años, y, al parecer, no le preocupaban ni el paso del tiempo ni los indicios del umbral de la vejez: un día acudió a un gimnasio y dijo que quería aprender a hacer el pino. “Y volteretas”, añadió. “También quiero aprender a hacer volteretas”. Los del gimnasio creyeron, o quisieron creer —pues las cuentas no daban para descartar clientela— que ésa era sólo una manera de hablar de Celedonio; que lo que en realidad pretendía era ponerse en forma y mantenerse saludable. Así que lo inscribieron y le programaron una rutina de ejercicios para bajar barriga, muscular las piernas y aliviar las articulaciones. “El pino, ya vendrá sólo”, le dijeron días más tarde. “Y las volteretas, también”. Y todos sonreían, menos Celedonio, que, si se había apuntado allí, era para aprender a hacer el pino y a dar volteretas. Tras varias semanas de aparatos, pesas y caminadores, Celedonio se sentía más ágil de cuerpo y más despejado de mente, pero también más atormentado de espíritu. ¿Aprendería o no aprendería a hacer el pino y a dar volteretas? Y si esto, como le aseguraban, vendría sólo, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar? El cuerpo es sabio, conoce sus limitaciones y sus posibilidades, se decía, para conjurar la incertidumbre. Pero su cuerpo, que era sabio, no acababa de encontrar el camino. Lo curioso era que ese mismo cuerpo que no encontraba el camino era el que le pedía —le reclamaba, le exigía— hacer el pino y dar volteretas. Había empezado su corazón. En momentos muy concretos, el corazón le empezaba a latir más de prisa y la respiración se le entrecortaba. Luego, no sólo era el pecho el que se le hinchaba, sino los brazos, que querían agitarse, y las piernas, que querían saltar solas. Un día había tenido la certeza: su cuerpo quería hacer el pino y dar volteretas. Al principio, la idea le había parecido ridícula, pero pronto se había convertido en una obsesión. Por eso se había apuntado al gimnasio. Fue su cuerpo el que tuvo la culpa. Lo había imaginado, soñado y deseado cientos de veces: él se ponía a dar saltos y volteretas, y acababa haciendo el pino. Tal era la alegría irreprimible que sentía ante la presencia de aquella amiga, con la que se encontraba a veces por la calle. Los del gimnasio también tuvieron la culpa. Tendrían que haberle enseñado lo que pedía. De haberlo hecho, tal vez le hubiesen ahorrado los chichones, o la rotura de clavícula. Y el desconcierto a la mujer, quien, mientras le ayudaba a levantarse, no podía ni imaginar los caminos absurdos, imprevisibles y entrañables por los que transitan los amores maduros.
[Familia Price
]
27 Abril, 2008 10:10
[Superhéroes
]
20 Abril, 2008 11:20
Apenas hubo dado el golpe que acabó con la bestia, el caballero tuvo una visión que lo aterrorizó: la noticia de que el dragón no era invencible se difundía como un huracán incendiario por ciudades, villas y aldeas remotas, rebasaba los confines del país y llegaba hasta los lugares más recónditos. Un valeroso desconocido había dado muerte al monstruo. No habría más sacrificios ni tributos. Ya no se malograrían ni las mejores crías de animales, ni las doncellas, ni los jóvenes. La pesadilla había terminado. El rey había decretado un año entero de festejos, había prometido a su hija con el vencedor, lo había llenado de riquezas y lo había nombrado heredero de todos sus dominios. Juglares, poetas, trovadores y cómicos narraban, recitaban, cantaban y representaban la leyenda en plazas, iglesias y castillos. Los niños lo imitaban valiéndose de pieles, cuernos de vaca y lanzas de madera, y las niñas hacían corros, engalanando con flores y ramitas de laurel a sus pequeños guerreros. El mal había sido vencido, y se abría una época de paz y felicidad para todos los hombres. Sin embargo, con la difusión del triunfo del caballero anónimo sobre la abominable bestia también se había sembrado la semilla de la ambición. Muy pronto, nobles y villanos de todas las edades habían querido emularlo y se habían organizado partidas en busca de otras criaturas a las que la imaginación popular atribuía más peligrosidad que a la vencida por el caballero. La fiebre de oro, riqueza y reconocimiento arrasaba a generaciones enteras. Ya ningún niño o adolescente humilde quería ser aprendiz de herrero, alfarero, cocinero, palafrenero, curtidor o sastre. Ahora, todos aspiraban a ser héroes. Los campos, los talleres, las canteras, los mercados, eran abandonados. Los hombres se embarcaban en la búsqueda frenética y desesperada de la fortuna, las mujeres se dejaban contagiar por el delirio colectivo, y en los poblados los ancianos eran abandonados a su suerte. Como consecuencia de las batidas de la muchedumbre, los bosques eran devastados, y toda criatura conocida, desconocida o simplemente rara era aniquilada. Desaparecían de la faz de la tierra no sólo leones, osos, lobos y jabalíes, sino duendes, trasgos, hadas, ondinas, sirenas, unicornios, centauros, quimeras… Y, por supuesto, dragones. El caballero mojó la punta de la espada en la sangre del dragón y le untó la lengua con el líquido. El cuerpo de la bestia, tras un último estertor, se relajó. El caballero estuvo un largo rato quieto, contemplando a su enemigo, el último dragón del que se tiene conocimiento. Cuando volvió a moverse, ya había decidido renunciar a la princesa.
[Sueños
]
13 Abril, 2008 11:31
Fue un sueño raro, de esqueletos. En el sueño, yo era el esqueleto de un escritor casi desconocido al que el esqueleto de una escritora muy importante le había pedido que hiciera de presentador de un libro suyo. Yo me llamaba como me llamo, la escritora se llamaba Olga Xirinacs, y mi esqueleto conocía al suyo desde que mi esqueleto era el de un balbuciente aprendiz de periodista, allá a principios de los Ochenta, y su esqueleto acumulaba, de forma seguida y paulatina, los premios más importantes de la literatura catalana, tanto en narrativa como en poesía. A pesar de tratarse de una relación muy esporádica y asimétrica —el esqueleto de la escritora había publicado más de cincuenta libros, mientras que mi esqueleto había publicado apenas cuatro—, su esqueleto había mostrado siempre mucha simpatía por los escritos del mío y lo animaba a seguir. Así que cuando su esqueleto había manifestado el deseo de que fuera mi esqueleto el que presentara su novela, mi esqueleto había crujido de gozo, vanidad y temor. Era demasiada responsabilidad para mi esqueleto, y eso se había notado la noche de la presentación, en la que mi esqueleto había realizado una intervención torpe, imprecisa, más larga de lo debido y en cualquier caso muy por debajo de lo que la calidad de la novela merecía. Pese a todo ello, el esqueleto de la escritora había aguantado el tipo y salvado la velada, a la que habían asistido esqueletos de amigos y de seguidores fieles de sus escritos, así como esqueletos de algunos colegas escritores. Lo que no había habido era ninguna representación oficial de la ciudad. Ni el esqueleto del alcalde, ni el de ningún concejal, ni el de ningún responsable institucional —Municipio, Diputación, Generalitat, Estado—, habían estado presentes en un acto en el que la escritora más prolífica y galardonada de las comarcas de Tarragona presentaba en público su última novela. La desgracia de los políticos —pensaba mi esqueleto durante el acto— es que nunca aciertan: malo si están y malo si no están. Tras la presentación, y una cena con el esqueleto de la escritora, el de su marido, el del editor Alfred Arola y el de mi mujer, el esqueleto de mi mujer y el mío habíamos ido a parar con nuestros huesos al depósito municipal, a donde la grúa —ésta sí omnipresente— se había llevado nuestro coche por estar mal aparcado. Luego, ya en la cama, mi esqueleto había tenido un hermoso sueño: yo era un escritor al que Olga Xirinacs había encargado la presentación de su última novela, Los viajes de Horacio Andersen, en la que el esqueleto de un pintor abandona su cuerpo por las noches para realizar incursiones fascinantes y estremecedoras por el mundo de los muertos.
[Niños
]
06 Abril, 2008 10:14
Aquella parecía una historia con final feliz. Sin embargo, aunque hubiera sido fácil preverlo, nadie adivinó la reacción que se produciría en el vecindario. Primero fueron sólo indicios vagos: miradas de refilón, sonrisas disimuladas, comentarios a media voz, indirectas, risas sardónicas… Todo eso ocurría cuando el anciano y el niño salían a pasear por las calles del pueblo, o iban al mercado, o se internaban en el bosque en busca de leña. Quizás, si no se les hubiese visto tan contentos de tenerse el uno al otro, tan desentendidos del resto del mundo, tan satisfechos de la vida, los rumores no se hubiesen extendido tan pronto, o hubiesen sido menos crueles. Pero no hay nada que suscite más envidias que la felicidad de los humildes. Meses atrás, el anciano había abandonado el pueblo sin dar explicaciones. Incluso, dada su edad, se llegó a pensar que había muerto despeñado en algún barranco inaccesible del bosque, o fallecido de fatiga en algún camino intransitado, o sido presa de los salteadores. En cualquier caso, el viejo habría sido víctima de una obsesión febril: en los últimos tiempos, le había dado por afirmar que su hijo se había marchado de casa, que posiblemente estaría en peligro y que él debía salir en su busca. Todo el pueblo sabía que él nunca había tenido hijos, así que nadie se lo había tomado en serio, hasta que desapareció. Bueno, la verdad fue que, cuando desapareció, casi nadie notó su ausencia, y, cuando volvió a aparecer, casi nadie hubiese notado su presencia si no hubiese regresado con el niño. “¡Eh, el viejo carpintero tiene un amiguito!” “¿Así que este era tu hijo? Pues, no se te parece…!” “¿No es un poco joven para ti? O tú un poco viejo para él?” Esto fue después, cuando de las sonrisas malintencionadas se pasó a los sarcasmos. Ahora, ya casi no podían salir de casa sin que un corro de chiquillos los siguiera a todas partes y les lloviera de vez en cuando alguna piedra, una boñiga de animal o una fruta podrida. “¡Viejo!” “¡Degenerado!” “¿De dónde has sacado al chaval?” “¿Qué has hecho con sus padres?” La historia, que ya no podía tener un final feliz, tomó un cariz todavía más amargo el día en que se presentaron los carabineros y arrestaron al anciano. Éste, ante el juez, contó una versión increíble: un día, en el bosque, había encontrado un tronco muy especial que había llevado a su taller y había convertido en marioneta. Luego, esa marioneta había cobrado vida y… ¿Para qué seguir? Ningún jurado iba a tomarse en serio una patraña tan complicada.





