Nabucodonosor Price y Felipe José Price no tenían ningún parentesco entre si. Además, eran muy distintos: Nabucodonosor era bajito, seco, esmirriado y de tez morena, tirando a negroide, mientras que Felipe José era alto, blanco y rubicundo. Como a veces no es el carácter sino la apariencia externa lo que marca el destino de las personas, Nabucodonosor, de acuerdo con su físico, que lo hacía parecer un aborigen africano, asiático, australiano, amerindio o de cualquier isla del Pacífico, había desarrollado la profesión de curandero y adivino. Por su parte, Felipe José se había dedicado al mundo empresarial, en el que ocupaba una posición privilegiada: era el hombre con el que todos los demás empresarios querían hacer negocios y, por ende, el paradigma del triunfador. Quizás esta última característica les fuera común: Nabucodonosor  tampoco podía quejarse. Su aspecto camaleónico —ora chamán amazónico, ora sanador quechua, ora adivino tanzano, ora sacerdote parsi— le había aportado una cohorte de fieles que creían a pie juntillas y pagaban generosamente sus sabios consejos, sus imprevisibles predicciones y sus osadas e infalibles adivinaciones. Nabucodonosor había nacido con el poder de comunicarse con el Universo, y el Universo se comunicaba con él de las maneras más diversas: la convergencia o divergencia de los astros, los posos del café, la ceniza del cigarro, las entrañas de los animales, los huesos de pollo, las líneas de la mano, los bultos del cráneo… El Universo era múltiple en sus manifestaciones, y esta multiplicidad del Universo, junto con la habilidad para sumar mucho, restar poco y escoger muy bien a la clientela por parte de  Nabucodonosor, le había permitido hacerse con un capitalito, no comparable al de Felipe José, por supuesto, pero sí suficiente para tener un buen pasar. ¿Qué fue lo que unió a estos dos hombres? No se sabe. Sí se sabe que, en los últimos meses, Nabucodonosor se había convertido en sombra y consejero de Felipe José, y que el empresario no daba un paso sin consultar a su adivino. Por eso, cuando Felipe José desapareció con el dinero que le habían confiado cientos de inversores, lo primero que se pensó es que se había conchabado con su asesor cósmico. No fue así. Nabucodonosor fue uno más de los estafados que declararon ante la policía manifestando su esperanza y deseo de que se localizara al huido. No tendría que haberlo hecho; de la noche a la mañana, el ladino charlatán de la clarividencia se vio abocado al infierno de la incertidumbre, y sus parroquianos no se lo perdonaron.