Hoy me he levantado pensando que yo soy yo por pura casualidad; que siempre he estado a punto de ser otro. Bueno: cada uno es lo que es desde que nace, ¿verdad? Lo que ocurre es que uno también es lo que se hace, o lo que lo hacen los demás. A mí, por ejemplo, han estado a punto de hacerme distinto algunos amigos y amigas. Como Alirio Estévez, un profesor universitario, amigo de toda la vida, con quien me encontré ayer a primera hora de la mañana. Alirio me contó que, a principios de curso, estuvo a punto de llamarme para proponerme participar en un programa de conferencias sobre literatura que se realizan en varias ciudades españolas. Se trataba de viajar a pan y cuchillo durante algunos meses cobrando una pasta gansa proveniente de fondos europeos. “Pensé que podría interesarte”, me dijo, “pero, al final, lo resolvimos con un escritor de León.” “Hombre, seguramente me hubiera interesado”, le dije, “aunque ando un poco liado”, mentí.”De todas maneras, gracias por acordarte”, volví a mentir, porque lo que tendría que haberle dicho era: “Podrías haberte quedado calladito.” Pero, él, seguramente por halagarme, insistía al despedirse: “Y mira que estuve a punto de llamarte…” Lo curioso fue que, después de ese encuentro, coincidí con un editor que también había estado a punto de recurrir a mí para que le escribiera un libro que al final encargó y pagó a un escritor de fuera. “Pensé en ti, pero, no sé por qué, en el último momento se lo encargué al otro. Y mira que tú podrías haberlo hecho mejor…” “Es igual, hombre, no pasa nada…”, mentí por tercera vez. Todavía con esas dos cosas que podría haber hecho y no hice metidas en la cabeza, me presenté en casa de otro amigo con quien había quedado para comer. Con él me ocurrió algo parecido. Después de haberme hecho los honores con un vino infecto, va y me dice: “Tengo unas botellas de reserva. Con lo que te gusta el vino, tendría que haber abierto una. Y mira que me he acordado, ¿eh?” “Bah, no pasa nada”, le dije. Era el día de las mentiras y las casualidades. La última de éstas fue un encuentro fortuito, al caer la tarde, con María Emma Price. María Emma y yo habíamos coincidido noches antes a la salida de una representación teatral, habíamos ido a tomar una copa y habíamos estado tonteando —con un exasperante sí quiero-no quiero por su parte— hasta que llegó un antiguo amigo suyo, se la llevó y me dejó con un palmo de narices. “Mira que estaba a punto…”, pensé yo. En fin: ayer, después de saludarme, María Emma me dijo: “¿Sabes? La otra noche…” “Prefiero no oírlo”, le dije.