Durante la discusión, yo argumenté que el mundo está lleno de personas de distintos talantes, pelajes y cataduras, que cada una de ellas desempeña la ocupación que le ha tocado en suerte muy bien, bien, regular, mal o de purísima pena, y que estas cualidades o defectos se pueden apreciar en cualquiera de sus gestos, por insignificantes que éstos parezcan. Expliqué que esto es aplicable a gente que realiza su trabajo a la vista del público, como es el caso de camareros, carniceros, panaderas, dependientas, mecánicos, oficinistas, médicos, empleados de banca, basureros, guardias urbanos, policías, vendedoras de pescado… Por la manera como un mozo de almacén arrastra o empuja el transpalet en el supermercado —proseguí— se deduce todo un universo de preparación, disposición, actitud, esfuerzo, oficio, inteligencia o saber hacer. Y basta ver cómo escancia el vino un camarero, o cómo hiende el mero con el cuchillo una pescadera —finalicé—, para saber si su oficio es para ellos vocación, rutina, fastidio o perdición.
Con todo esto, quería dejar claro a mi mujer que me gusta observar a las personas cuando realizan su trabajo. Y que, por lo tanto, no tenía nada de raro mi fijación por aquella fotógrafa que, en medio de la Rambla, atrapaba con su cámara imágenes a diestra, siniestra, delante y detrás. Lo que no le dije, porque era absolutamente innecesario, fue que la fotógrafa retrataba la fachada de delante, y su figura parecía una Venus de Milo a la que le hubieran crecido los antebrazos; la fotógrafa retrataba la parte de la izquierda, y su silueta era una Venus a la que la escuadra de los brazos le perfilaba un seno turgente y enhiesto; la fotógrafa retrataba la parte de la derecha, y su silueta, ahora trazada a contraluz, se convertía en la misma Venus pero proyectada como una sombra chinesca sobre el sol de media tarde; la fotógrafa retrataba la fachada que tenía detrás —es decir, la fachada frente a la terraza del bar en la cual estábamos mi mujer y yo—, y yo achinaba los ojos intentado percibir las facciones de la Venus, una Venus de media melena rubia vestida con una camiseta negra muy ceñida y unos tejanos que también se le pegaban a la piel. Si la fotógrafa me recordaba a una Venus era precisamente por eso, por esas ropas tan ajustadas, que permitían adivinar las formas que había debajo. En ésas estaba yo —observando los quehaceres y las redondeces de la Venus—, cuando, tras un silencio embarazoso, la voz de mi mujer volvió a sacarme de mis ensoñaciones:
—Pero, dile algo, ¿no?
—¿Qué?
—Esa mujer nos está retratando.
—¡Si, hombre! Está fotografiando la fachada…
—¿Con un teleobjetivo? ¡Venga! ¡Dile algo!
Sintiéndome ridículo, aunque con ganas de acabar la discusión, me levanté y me dirigí hacia la fotógrafa, que en ese momento nos daba la espalda. No sabía qué decirle, pero, tras un trayecto que se me hizo cortísimo —yo hubiese querido prolongarlo—, las palabras me salieron solas.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te fotografías el culo?
Luego regresé a la mesa y me senté, serio y cejijunto, pero sereno. Pronto comprendí que la fotógrafa había entendido el mensaje. Ya no dejó de darnos la espalda.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mi mujer.
—Un piropo —contesté—.
Con todo esto, quería dejar claro a mi mujer que me gusta observar a las personas cuando realizan su trabajo. Y que, por lo tanto, no tenía nada de raro mi fijación por aquella fotógrafa que, en medio de la Rambla, atrapaba con su cámara imágenes a diestra, siniestra, delante y detrás. Lo que no le dije, porque era absolutamente innecesario, fue que la fotógrafa retrataba la fachada de delante, y su figura parecía una Venus de Milo a la que le hubieran crecido los antebrazos; la fotógrafa retrataba la parte de la izquierda, y su silueta era una Venus a la que la escuadra de los brazos le perfilaba un seno turgente y enhiesto; la fotógrafa retrataba la parte de la derecha, y su silueta, ahora trazada a contraluz, se convertía en la misma Venus pero proyectada como una sombra chinesca sobre el sol de media tarde; la fotógrafa retrataba la fachada que tenía detrás —es decir, la fachada frente a la terraza del bar en la cual estábamos mi mujer y yo—, y yo achinaba los ojos intentado percibir las facciones de la Venus, una Venus de media melena rubia vestida con una camiseta negra muy ceñida y unos tejanos que también se le pegaban a la piel. Si la fotógrafa me recordaba a una Venus era precisamente por eso, por esas ropas tan ajustadas, que permitían adivinar las formas que había debajo. En ésas estaba yo —observando los quehaceres y las redondeces de la Venus—, cuando, tras un silencio embarazoso, la voz de mi mujer volvió a sacarme de mis ensoñaciones:
—Pero, dile algo, ¿no?
—¿Qué?
—Esa mujer nos está retratando.
—¡Si, hombre! Está fotografiando la fachada…
—¿Con un teleobjetivo? ¡Venga! ¡Dile algo!
Sintiéndome ridículo, aunque con ganas de acabar la discusión, me levanté y me dirigí hacia la fotógrafa, que en ese momento nos daba la espalda. No sabía qué decirle, pero, tras un trayecto que se me hizo cortísimo —yo hubiese querido prolongarlo—, las palabras me salieron solas.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te fotografías el culo?
Luego regresé a la mesa y me senté, serio y cejijunto, pero sereno. Pronto comprendí que la fotógrafa había entendido el mensaje. Ya no dejó de darnos la espalda.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mi mujer.
—Un piropo —contesté—.





