[Familia Price ] 25 Noviembre, 2007 09:13
Nabucodonosor Price y Felipe José Price no tenían ningún parentesco entre si. Además, eran muy distintos: Nabucodonosor era bajito, seco, esmirriado y de tez morena, tirando a negroide, mientras que Felipe José era alto, blanco y rubicundo. Como a veces no es el carácter sino la apariencia externa lo que marca el destino de las personas, Nabucodonosor, de acuerdo con su físico, que lo hacía parecer un aborigen africano, asiático, australiano, amerindio o de cualquier isla del Pacífico, había desarrollado la profesión de curandero y adivino. Por su parte, Felipe José se había dedicado al mundo empresarial, en el que ocupaba una posición privilegiada: era el hombre con el que todos los demás empresarios querían hacer negocios y, por ende, el paradigma del triunfador. Quizás esta última característica les fuera común: Nabucodonosor  tampoco podía quejarse. Su aspecto camaleónico —ora chamán amazónico, ora sanador quechua, ora adivino tanzano, ora sacerdote parsi— le había aportado una cohorte de fieles que creían a pie juntillas y pagaban generosamente sus sabios consejos, sus imprevisibles predicciones y sus osadas e infalibles adivinaciones. Nabucodonosor había nacido con el poder de comunicarse con el Universo, y el Universo se comunicaba con él de las maneras más diversas: la convergencia o divergencia de los astros, los posos del café, la ceniza del cigarro, las entrañas de los animales, los huesos de pollo, las líneas de la mano, los bultos del cráneo… El Universo era múltiple en sus manifestaciones, y esta multiplicidad del Universo, junto con la habilidad para sumar mucho, restar poco y escoger muy bien a la clientela por parte de  Nabucodonosor, le había permitido hacerse con un capitalito, no comparable al de Felipe José, por supuesto, pero sí suficiente para tener un buen pasar. ¿Qué fue lo que unió a estos dos hombres? No se sabe. Sí se sabe que, en los últimos meses, Nabucodonosor se había convertido en sombra y consejero de Felipe José, y que el empresario no daba un paso sin consultar a su adivino. Por eso, cuando Felipe José desapareció con el dinero que le habían confiado cientos de inversores, lo primero que se pensó es que se había conchabado con su asesor cósmico. No fue así. Nabucodonosor fue uno más de los estafados que declararon ante la policía manifestando su esperanza y deseo de que se localizara al huido. No tendría que haberlo hecho; de la noche a la mañana, el ladino charlatán de la clarividencia se vio abocado al infierno de la incertidumbre, y sus parroquianos no se lo perdonaron.
[Amores y desamores ] 21 Noviembre, 2007 19:27
Durante la discusión, yo argumenté que el mundo está lleno de personas de distintos talantes, pelajes y cataduras, que cada una de ellas desempeña la ocupación que le ha tocado en suerte muy bien, bien, regular, mal o de purísima pena, y que estas cualidades o defectos se pueden apreciar en cualquiera de sus gestos, por insignificantes que éstos parezcan. Expliqué que esto es aplicable a gente que realiza su trabajo a la vista del público, como es el caso de camareros, carniceros, panaderas, dependientas, mecánicos, oficinistas, médicos, empleados de banca, basureros, guardias urbanos, policías, vendedoras de pescado… Por la manera como un mozo de almacén arrastra o empuja el transpalet en el supermercado —proseguí— se deduce todo un universo de preparación, disposición, actitud, esfuerzo, oficio, inteligencia o saber hacer. Y basta ver cómo escancia el vino un camarero, o cómo hiende el mero con el cuchillo una pescadera —finalicé—, para saber si su oficio es para ellos vocación, rutina, fastidio o perdición.
Con todo esto, quería dejar claro a mi mujer que me gusta observar a las personas cuando realizan su trabajo. Y que, por lo tanto, no tenía nada de raro mi fijación por aquella fotógrafa que, en medio de la Rambla, atrapaba con su cámara imágenes a diestra, siniestra, delante y detrás. Lo que no le dije, porque era absolutamente innecesario, fue que la fotógrafa retrataba la fachada de delante, y su figura parecía una Venus de Milo a la que le hubieran crecido los antebrazos; la fotógrafa retrataba la parte de la izquierda, y su silueta era una Venus a la que la escuadra de los brazos le perfilaba un seno turgente y enhiesto; la fotógrafa retrataba la parte de la derecha, y su silueta, ahora trazada a contraluz, se convertía en la misma Venus pero proyectada como una sombra chinesca sobre el sol de media tarde; la fotógrafa retrataba la fachada que tenía detrás —es decir, la fachada frente a la terraza del bar en la cual estábamos mi mujer y yo—, y yo achinaba los ojos intentado percibir las facciones de la Venus, una Venus de media melena rubia vestida con una camiseta negra muy ceñida y unos tejanos que también se le pegaban a la piel. Si la fotógrafa me recordaba a una Venus era precisamente por eso, por esas ropas tan ajustadas, que permitían adivinar las formas que había debajo. En ésas estaba yo —observando los quehaceres y las redondeces de la Venus—, cuando, tras un silencio embarazoso, la voz de mi mujer volvió a sacarme de mis ensoñaciones:
—Pero, dile algo, ¿no?
—¿Qué?
—Esa mujer nos está retratando.
—¡Si, hombre! Está fotografiando la fachada…
—¿Con un teleobjetivo? ¡Venga! ¡Dile algo!
Sintiéndome ridículo, aunque con ganas de acabar la discusión, me levanté y me dirigí hacia la fotógrafa, que en ese momento nos daba la espalda. No sabía qué decirle, pero, tras un trayecto que se me hizo cortísimo —yo hubiese querido prolongarlo—, las palabras me salieron solas.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te fotografías el culo?
Luego regresé a la mesa y me senté, serio y cejijunto, pero sereno. Pronto comprendí que la fotógrafa había entendido el mensaje. Ya no dejó de darnos la espalda.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mi mujer.
—Un piropo —contesté—.

[Amores y desamores ] 11 Noviembre, 2007 10:00
Todo comenzó con un correo electrónico que me envió un amigo y que conservo como prueba documental. El correo, cuyo asunto contenía un lacónico “Brujas” y ninguna explicación adicional, adjuntaba un documento en formato Power Point que abrí desprevenidamente sin saber que al hacerlo cambiaría mi vida.  Se puede decir que, antes de leer el Power Point de las brujas, yo era yo y el mundo que me rodeaba, y que, después de leer el Power Point de las brujas, mi mundo se redujo a un agujero negro de nombre Berenice, situado en el universo Price. La cosa fue sencilla y gradual, pero fulminante. En la primera pantalla del Power Point salió el siguiente mensaje: “Piensa tres veces en la única persona con la que quieres estar.” Yo, en ese momento, pensé en algunas mujeres, y me pareció injusto estar sólo con una de ellas, así que, no muy convencido, pensé tres veces: “Con Berenice Price”, y pasé a la pantalla siguiente. Entonces, la pantalla me volvió a instruir: “Piensa en una cosa que quieras conseguir en una semana, y repítela seis veces”. Yo pensé: “Estas brujas están tontas: ya he dicho que quiero conseguir a Berenice Price.” Y las otras cinco veces, sólo pensé: “Quiero conseguir a Berenice Price.” Pasé de pantalla, y entonces las brujas escribieron: “Si pudieras ver un deseo realizado, ¿cuál sería? (nueve veces)” Entonces, yo pensé: “A ver si os enteráis: Quiero hacer el amor a Berenice Price.” Y lo repetí nueve veces antes de pasar de pantalla. En la siguiente, las brujas decían: “Piensa en algo que deseas que suceda con la persona en la que pensaste, y repítelo doce veces.” A estas alturas, yo ya estaba un poco cabreado, y repetí el deseo doce veces, pero cambiando la expresión “hacer el amor” por otra más explícita, a ver si las brujas entendían, por fin. La siguiente pantalla tenía trampa. Decía: “Ahora, envía este correo a quince personas en menos de una hora. Si lo haces, tu deseo se hará realidad; si no lo haces, ocurrirá todo lo contrario de lo que has deseado.” Ah, malditas. ¿Y ahora me iba a poner yo a enviar el mismo mensaje a quince amigos para que se realizara el deseo, para poder hacerle el amor a Berenice? ¿Y, si no, nada? ¿Y, si no, todo lo contrario? Al principio, me enfurecí. Pero, después, no sé cómo, vi la luz. Las brujas no iban a poder conmigo. Si no enviaba los correos y ocurría todo lo contrario de lo que había deseado… En lugar de hacerle el amor a Berenice, iba a ser Berenice quien me hiciera el amor a mí. Así que decidí no enviar los correos. Lo malo es que llevo casi un año esperando el milagrito, y Berenice ni se fija.
[Cosas de la vida ] 04 Noviembre, 2007 09:41
Hoy me he levantado pensando que yo soy yo por pura casualidad; que siempre he estado a punto de ser otro. Bueno: cada uno es lo que es desde que nace, ¿verdad? Lo que ocurre es que uno también es lo que se hace, o lo que lo hacen los demás. A mí, por ejemplo, han estado a punto de hacerme distinto algunos amigos y amigas. Como Alirio Estévez, un profesor universitario, amigo de toda la vida, con quien me encontré ayer a primera hora de la mañana. Alirio me contó que, a principios de curso, estuvo a punto de llamarme para proponerme participar en un programa de conferencias sobre literatura que se realizan en varias ciudades españolas. Se trataba de viajar a pan y cuchillo durante algunos meses cobrando una pasta gansa proveniente de fondos europeos. “Pensé que podría interesarte”, me dijo, “pero, al final, lo resolvimos con un escritor de León.” “Hombre, seguramente me hubiera interesado”, le dije, “aunque ando un poco liado”, mentí.”De todas maneras, gracias por acordarte”, volví a mentir, porque lo que tendría que haberle dicho era: “Podrías haberte quedado calladito.” Pero, él, seguramente por halagarme, insistía al despedirse: “Y mira que estuve a punto de llamarte…” Lo curioso fue que, después de ese encuentro, coincidí con un editor que también había estado a punto de recurrir a mí para que le escribiera un libro que al final encargó y pagó a un escritor de fuera. “Pensé en ti, pero, no sé por qué, en el último momento se lo encargué al otro. Y mira que tú podrías haberlo hecho mejor…” “Es igual, hombre, no pasa nada…”, mentí por tercera vez. Todavía con esas dos cosas que podría haber hecho y no hice metidas en la cabeza, me presenté en casa de otro amigo con quien había quedado para comer. Con él me ocurrió algo parecido. Después de haberme hecho los honores con un vino infecto, va y me dice: “Tengo unas botellas de reserva. Con lo que te gusta el vino, tendría que haber abierto una. Y mira que me he acordado, ¿eh?” “Bah, no pasa nada”, le dije. Era el día de las mentiras y las casualidades. La última de éstas fue un encuentro fortuito, al caer la tarde, con María Emma Price. María Emma y yo habíamos coincidido noches antes a la salida de una representación teatral, habíamos ido a tomar una copa y habíamos estado tonteando —con un exasperante sí quiero-no quiero por su parte— hasta que llegó un antiguo amigo suyo, se la llevó y me dejó con un palmo de narices. “Mira que estaba a punto…”, pensé yo. En fin: ayer, después de saludarme, María Emma me dijo: “¿Sabes? La otra noche…” “Prefiero no oírlo”, le dije.