Según el profesor, los humanos tenían cinco sentidos: la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y esos cinco sentidos, comunes a todos los mamíferos, nos servían para percibir el mundo que nos rodeaba. “Profe, huele muy mal”. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre primitivo: la vista le permitía ver a los animales a los que tenía que cazar, y detectar a otros para no ser cazado. “Es verdad, profe, huele muy mal, es que el Moha ha pisado una mierda.” “¡Callaos ya! ¡Dejad la tontería!”. Los hombres primitivos tenían los sentidos más desarrollados que nosotros porque los necesitaban para sobrevivir. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre, antes de descubrir el fuego: ¿cómo iba a percibir por la noche la presencia de un animal intruso dentro de su caverna? “¡Profe, que el Moha ha pisado una mierda!” “¡Ya está bien: tú, ponte de pie al final de la clase; venga: allá atrás, de pie.” A ver si desarrollábamos el sentido del oído: a la clase había que ir a escuchar, no a molestar. Y si seguían con esa tontería de taparse la nariz, se iban a quedar castigados, sin patio. “Pero es que, profe, es verdad: el Moha ha pisado una mierda.” “¡Que ya vale, he dicho!” A ver si podíamos continuar: sin todos los cinco sentidos muy desarrollados, el hombre sería una presa demasiado fácil para los depredadores. “A ver: ¿qué te pasa a ti ahora? Te he puesto allá atrás para que no molestes.” “Profe, es que tengo ganas de vomitar.” “Pues, te aguantas; te estás ahí quietecito y verás cómo se te pasan.” El profesor resopló por enésima vez y se acercó a la mesa del Moha, que había estado callado todo el rato. “ Al venir, estábamos jugando en la calle, me empujaron y pisé una mierda, pero ya me limpié” —dijo el Moha, en un susurro—. “Bueno, pues vas al lavabo, y te vuelves a limpiar bien, ¿de acuerdo?” El profesor acompañó al Moha hasta la puerta y, en ese lapso de apenas tres segundos, un número indeterminado de partículas volátiles procedentes de la zapatilla del Moha volaron hacia sus fosas nasales, conmocionaron sus células receptoras y sus bulbos olfatorios y transmitieron una inconfundible información hasta su cerebro, el centro en donde recibimos, procesamos y almacenamos todas nuestras percepciones, emociones y memorias. Allí quedó registrado para siempre ese olor a mierda restregada que por poco lo tumba delante de sus alumnos. En cuanto el Moha hubo salido, el profesor, invadido de un sudor frío, pensó que estaba a punto de vomitar. Entonces miró con aire de derrota al chico al que había castigado antes y le dijo: “Venga, siéntate.”