En aquella casa todo era transparente, hasta la mujer que estaba sentada con aspecto de aburrimiento frente al televisor. Se trataba de una mujer de edad muy avanzada, cuyos cabellos blancos tenían tonalidades grises. Sus manos, largas y finas, estaban llenas de pecas y surcadas de numerosas arrugas, igual que su frente. Sus ojos eran muy claros, con visos azulados. Las ojeras, traslúcidas, indicaban que había vivido o que había bebido mucho, y a través de sus ropas transparentes sus formas se presentaban enjutas y flácidas. La mujer llevaba quién sabe cuánto rato allí, sin dar señales de estar interesada por lo que ocurría en la pantalla, cuando algo pareció llamarle la atención. La imagen mostraba a un hombre de mediana edad que estaba sentado frente a un ordenador portátil. El hombre no tecleaba, sino que permanecía quieto, con los ojos fijos en la pantalla, y de vez en cuando se pasaba una mano por la frente con gesto contrariado, como si le doliera la cabeza, o levantaba las dos manos y las exponía frente al aparato, como recriminándolo por algo. O se inclinaba hacia atrás en la silla y se quedaba mirando hacia el techo con expresión de desasosiego. La mujer hizo un gesto de resignación, dejó el mando a distancia a un lado y se incorporó pesadamente. Sus movimientos eran torpes, como los de un convaleciente que comienza a caminar después de guardar cama durante semanas. Se dirigió al lavabo y se cepilló el pelo varias veces. Luego se lavó la cara, se secó, se puso una base de maquillaje, se espolvoreó colorete en las mejillas y se reavivó el tono de los labios, que le quedaron rojos y brillantes. Después entró en su cuarto y se cambió de ropa. Al salir, nadie la habría reconocido. Seguía siendo casi transparente, pero ahora su aspecto era el de una joven… No; el de una mujer en plena madurez… No; el de una adolescente… En cualquier caso, ahora era hermosísima y su forma de andar elegante, sensual, misteriosa. Abandonó la casa y, en ese momento, en la pantalla del televisor, el hombre, desesperado, cerró la tapa del portátil y salió del encuadre. Durante unos minutos, en el televisor sólo apareció la figura del ordenador, abandonado. Después, durante unos instantes, una silueta femenina se dibujó como un resplandor de luz en el fondo de la imagen. Más tarde, la mujer regresó a su casa y, con aspecto cansado, se volvió a sentar frente al televisor. Estaba harta de su oficio —un oficio de miles de años— y de los artistas que invocaban el nombre de las musas tan en vano.
[Sueños
]
25 Marzo, 2007 17:48
[Cosas de la vida
]
18 Marzo, 2007 11:13
Según el profesor, los humanos tenían cinco sentidos: la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y esos cinco sentidos, comunes a todos los mamíferos, nos servían para percibir el mundo que nos rodeaba. “Profe, huele muy mal”. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre primitivo: la vista le permitía ver a los animales a los que tenía que cazar, y detectar a otros para no ser cazado. “Es verdad, profe, huele muy mal, es que el Moha ha pisado una mierda.” “¡Callaos ya! ¡Dejad la tontería!”. Los hombres primitivos tenían los sentidos más desarrollados que nosotros porque los necesitaban para sobrevivir. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre, antes de descubrir el fuego: ¿cómo iba a percibir por la noche la presencia de un animal intruso dentro de su caverna? “¡Profe, que el Moha ha pisado una mierda!” “¡Ya está bien: tú, ponte de pie al final de la clase; venga: allá atrás, de pie.” A ver si desarrollábamos el sentido del oído: a la clase había que ir a escuchar, no a molestar. Y si seguían con esa tontería de taparse la nariz, se iban a quedar castigados, sin patio. “Pero es que, profe, es verdad: el Moha ha pisado una mierda.” “¡Que ya vale, he dicho!” A ver si podíamos continuar: sin todos los cinco sentidos muy desarrollados, el hombre sería una presa demasiado fácil para los depredadores. “A ver: ¿qué te pasa a ti ahora? Te he puesto allá atrás para que no molestes.” “Profe, es que tengo ganas de vomitar.” “Pues, te aguantas; te estás ahí quietecito y verás cómo se te pasan.” El profesor resopló por enésima vez y se acercó a la mesa del Moha, que había estado callado todo el rato. “ Al venir, estábamos jugando en la calle, me empujaron y pisé una mierda, pero ya me limpié” —dijo el Moha, en un susurro—. “Bueno, pues vas al lavabo, y te vuelves a limpiar bien, ¿de acuerdo?” El profesor acompañó al Moha hasta la puerta y, en ese lapso de apenas tres segundos, un número indeterminado de partículas volátiles procedentes de la zapatilla del Moha volaron hacia sus fosas nasales, conmocionaron sus células receptoras y sus bulbos olfatorios y transmitieron una inconfundible información hasta su cerebro, el centro en donde recibimos, procesamos y almacenamos todas nuestras percepciones, emociones y memorias. Allí quedó registrado para siempre ese olor a mierda restregada que por poco lo tumba delante de sus alumnos. En cuanto el Moha hubo salido, el profesor, invadido de un sudor frío, pensó que estaba a punto de vomitar. Entonces miró con aire de derrota al chico al que había castigado antes y le dijo: “Venga, siéntate.”
[Orígenes
]
11 Marzo, 2007 10:05
Hacia finales del año 2020, el paleontólogo Edubaldo Price publicó un trabajo que dio un giro copernicano al estudio de la evolución humana. Hasta esa fecha, las teorías de Charles Darwin sobre el origen del hombre eran aceptadas por la totalidad del mundo conocido, con excepción de algunas regiones de Estados Unidos, en cuyas escuelas se seguía enseñando a los niños que la idea de que el hombre pudiera descender del mono era, simplemente, ridícula. Como es sabido, las conclusiones que el naturalista británico publicó en 1871 fueron recibidas por sus contemporáneos con escepticismo, dudas y no pocas burlas. Tuvieron que pasar algunos años para que la comunidad científica aceptara que la especie humana está emparentada con la de los primates. Idénticos escepticismo y burlas provocaría un siglo y medio después Edubaldo Price, quien, paradójicamente, confirmó y a la vez echó por tierra las teorías de Charles Darwin. Para formular sus hipótesis, Edubaldo puso como ejemplo a Nicolás Copérnico. Así como el astrónomo polaco demostró en 1543 que era el Sol y no la Tierra el centro del universo conocido hasta entonces, Edubaldo proclamó en el 2020 que no era el hombre el que descendía del mono, sino el mono del hombre. El mono, por tanto, se encontraba en una fase superior —más evolucionada— que el hombre, lo cual convertía en inútiles todos los esfuerzos científicos para buscar al inencontrable —por inexistente— eslabón perdido. Lo curioso fue que el hallazgo de Edubaldo no se originó en los estudios comparativos de fósiles a los que él, como paleontólogo, estaba acostumbrado, sino a una intuición que tuvo un día de marzo del 2007 cuando estaba sentado frente al televisor. “En la pantalla, los senadores españoles mostraban un comportamiento que me recordó más a monos agresivos que a personas adultas y educadas”, escribiría más tarde en sus memorias. Tras esta primera iluminación, vinieron años de estudios y de observación concienzuda que no dejaban lugar a dudas: el hombre iba evolucionando hacia mono. No había pues, que buscar el eslabón perdido, pues el eslabón perdido éramos nosotros, y en lugar de mirar hacia atrás debíamos mirar hacia delante. ¿Alguien recordaba la inquietud que nos producía la mirada de los gorilas y chimpancés, tan parecida a la nuestra? Durante muchos años se pensó que esa inquietud la sentíamos porque, en cierta manera, nos encontrábamos frente a frente con nuestros antecesores. Price demostró que, en realidad, esa mirada es la mirada de nuestros hijos. Cada vez más monos.
[Orígenes
]
04 Marzo, 2007 18:00
El Universo, al principio, era la Nada, y en esa Nada, de repente, comenzaron a flotar unas partículas de polvo que no aparecieron de la Nada —puesto que la Nada no puede originar nada— sino que procedían de otro Universo paralelo situado justo encima del que conocemos. Para los efectos, era como si el Universo que conocemos fuera el piso de un edificio, y el otro Universo, el paralelo, fuera el piso de arriba. Y como si alguien, allá arriba, en el Universo paralelo —hay guarretes y guarrillas para todo— hubiera sacudido una alfombra cuyo polvo, en forma de infinitas partículas, hubiese caído al piso de abajo, en el que no había absolutamente nada: ni balcones, ni terrazas, ni salón comedor, ni habitaciones, ni cocina, ni lavabos, ni nada, porque el piso de abajo era la Nada. Pues bien: esas partículas flotantes de polvo provenientes del piso —Universo— de arriba comenzaron a atraerse a sí mismas, formando nuevas partículas cada vez más grandes que a su vez atraían a otras, y a otras, y así sucesivamente hasta formar masas cada vez más compactas y gigantescas que atraían a otras, y a otras, hasta formar una pelota gigantesca que no paraba de crecer y ejercía cada vez más fuerza sobre sí misma
y sobre todo lo que la rodeaba. Para que nos entendiéramos, esa pelota llegó a ser tan inmensa que era más grande que la suma de todos los planetas conocidos y desconocidos, de las estrellas, de las constelaciones, de las galaxias y de todos los demás conjuntos de masas estelares, porque esa pelota era todo lo existente condensado en una gran esfera —o una gran boñiga, porque ¿quién nos asegura que sus formas fueran regulares o irregulares?—. El Universo que conocemos era aquella gran esfera o boñiga —cada vez más apretada— y la Nada a su alrededor. Había habido un momento —porque había sido eso, un momentito de nada— en que, de puro prieta —de tanta presión sobre sí misma—, la boñiga había estallado en miles de miles de miles de millones de pedazos, y cada uno de esos pedazos había ido encontrando su sitio en la Nada —un sitio que no era estático, sino móvil, puesto que el impulso de la explosión se mantendría para siempre jamás mediante rotaciones, traslaciones y órbitas planetarias—.
Al llegar aquí, vino la pregunta que destruyó todo ese complicado engranaje: “¿En qué piensas?”, dijo ella. ¿En qué iba a pensar? En nada. ¿Cómo que en nada? Nadie piensa en nada. Pues, sí. Resultaba que él pensaba en nada. Mejor dicho: en la Nada —aclaró, con una sonrisita de superioridad—. Y cometió el error de desvelarle, uno a uno, sus pensamientos. “Muy bien, Einstein” —dijo ella—. “Pero, ahora, baja a por el pan.” Hala, el Big Bang a tomar por el saco.
y sobre todo lo que la rodeaba. Para que nos entendiéramos, esa pelota llegó a ser tan inmensa que era más grande que la suma de todos los planetas conocidos y desconocidos, de las estrellas, de las constelaciones, de las galaxias y de todos los demás conjuntos de masas estelares, porque esa pelota era todo lo existente condensado en una gran esfera —o una gran boñiga, porque ¿quién nos asegura que sus formas fueran regulares o irregulares?—. El Universo que conocemos era aquella gran esfera o boñiga —cada vez más apretada— y la Nada a su alrededor. Había habido un momento —porque había sido eso, un momentito de nada— en que, de puro prieta —de tanta presión sobre sí misma—, la boñiga había estallado en miles de miles de miles de millones de pedazos, y cada uno de esos pedazos había ido encontrando su sitio en la Nada —un sitio que no era estático, sino móvil, puesto que el impulso de la explosión se mantendría para siempre jamás mediante rotaciones, traslaciones y órbitas planetarias—.
Al llegar aquí, vino la pregunta que destruyó todo ese complicado engranaje: “¿En qué piensas?”, dijo ella. ¿En qué iba a pensar? En nada. ¿Cómo que en nada? Nadie piensa en nada. Pues, sí. Resultaba que él pensaba en nada. Mejor dicho: en la Nada —aclaró, con una sonrisita de superioridad—. Y cometió el error de desvelarle, uno a uno, sus pensamientos. “Muy bien, Einstein” —dijo ella—. “Pero, ahora, baja a por el pan.” Hala, el Big Bang a tomar por el saco.





