Nunca sabremos si el destino de Mary Ann Price estaba escrito en las estrellas o se lo imprimió su abuela Leocadia cuando la niña era casi una bebé. Con motivo del primer aniversario de Mary Ann, Leocadia organizó una fiesta de disfraces en la que, tanto la pequeña como todos sus familiares, vestían ropas de siglo y medio antes. Esta ocurrencia no hubiera influido en la niña si no hubiese sido registrada y manipulada por un fotógrafo, quien, a partir de una imagen digital a todo color tomada en los inicios del siglo XXI, aportó a los álbumes familiares una estampa sepia que parecía datar de mediados del XIX. Entre vestidos victorianos, pamelas, chisteras, chalecos, leontinas y charreteras, Mary Ann figura en el ángulo inferior izquierdo de la foto, acompañada de su madre y de su padre, así como de bisabuelas, abuelos y tíos de las dos ramas familiares. Todos miran a la cámara, salvo la chiquilla, que parece haber sido distraída por alguna de esas personas que estropean las fotos poniéndose a un lado e insistiéndole a los niños: “Mira a la cámara”. En el lado opuesto, su abuela Leocadia tampoco mira al objetivo, sino a un punto indefinido, a la derecha del fotógrafo. Estos detalles son insignificantes, pero quizás sirvan para explicar ciertas semejanzas de carácter entre abuela y nieta. La pequeña creció feliz y llevó una vida plena, más rica en fortunas que en sobresaltos. Es más: su existencia fue tan anónima y plácida que su pista se pierde hasta cuando cumple nada más ni nada menos que cien años. El día que cumple el siglo de edad, Mary Ann, que ha viajado por todo el mundo, se presenta en la casa de campo de sus abuelos maternos llevando consigo un tesoro único: la doblemente añeja fotografía en la que ella aparece en la celebración de su primer aniversario. Muy pronto, se extiende por aquella región campesina la noticia de que, en la finca de los Price, vive la mujer más anciana del mundo: doscientos cincuenta años, certificados mediante una fotografía tomada en el siglo XIX. Así, la finca Price se convierte en lugar de peregrinación, y la vigorosa mujer comienza a ejercer como sanadora de males del cuerpo y del espíritu de hombres y animales, y pronosticadora de buenas cosechas. Querida y admirada por propios y extraños, Mary Ann vive aún muchos años más haciendo el bien a todo el que se pone bajo sus cuidados. Con la única con la que tiene problemas es con su abuela. Por alguna razón razonable o vanidosa, Leocadia, que todavía ronda por la casa, se niega a admitir que tiene una nieta tan mayor.