Pobre Ulises Javier Price. Había sobrevivido varias veces al canto de las sirenas, pero no podía escapar a su influjo. Allí donde hubiese sirenas —o presumía que las hubiese—, allí estaba él, siempre expectante, siempre al acecho. Cuando las sirenas aparecían o estaban a punto de aparecer, la atmósfera alrededor de Ulises Javier se compactaba y él se quedaba tenso y anhelante. Si presentía alguna sirena, Ulises Javier dejaba unos instantes de respirar, como si temiera que el aire que dejara escapar de su boca fuera a delatarlo y a espantarla. Las sirenas, lo sabía él muy bien, eran poderosas, pero muy asustadizas. A las sirenas había que acercárseles con mucha discreción, mucho tino, mucho sigilo. A veces, encontraba bancos enteros de sirenas, como los de peces, y éstas se comportaban con libertad y despreocupación, confiadas en el cobijo que les daba la manada. Bailaban entre ellas, se reían, cantaban…, siempre ondulantes, siempre sensuales, siempre peligrosas. Tropezar con un grupo así de sirenas no era difícil. Ni siquiera hacía falta ese instinto, agudizado por la necesidad y el uso, como el que poseía Ulises Javier. Tampoco había que tomar precauciones al acercarse, pues, ellas, en grupo, se sabían invencibles y dejaban arrimarse a los incautos. Pescar una sirena de aquellas era imposible, al menos para él. Las sirenas lo dejaban aproximarse —podía percibir su perfume y casi tocarlas—, pero, en cuanto lanzaba la red a una, ésta se volatilizaba y las demás se iban dispersando hasta desaparecer. Lo mismo ocurría cuando descubría alguna sirena sola. Ahí, la dificultad era doble: primero, acercarse sin asustarla; y después, lanzar el anzuelo. Fuera como fuere, con él, las sirenas nunca picaban. Era como si pertenecieran a un universo paralelo, al inaccesible otro lado del espejo. Las sirenas se hacían visibles a él, sí: podía verlas, olerlas, saber de ellas; pero, en cuanto él se hacía visible para ellas, se esfumaban. En todo eso pensaba Ulises Javier, ya bien entrada la madrugada, cuando vio a aquella sirena solitaria, varada frente a la barra de un bar. Era una sirena alta, de formas potentes, en cuya mirada él creyó leer, como en un espejo, su propia soledad. Como de costumbre, sintió que le faltaba el aire y se aproximó con cautela, temiendo asustarla. Sin embargo, ella, cuando lo vio, en lugar de volatilizarse, le sonrió. A él se le abrió un mundo, pero, enseguida, sin saber por qué, tuvo una intuición. Siguió de largo hacia el lavabo y después salió del local sin decir palabra. Luego, estuvo pensando en su incompatibilidad con la cola de las sirenas.
[Amores y desamores
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27 Enero, 2008 09:54





