Al ver a Luisa de los Ángeles con su nueva pareja, y después de haberle aconsejado tantas veces que se olvidara de su exmarido y rehiciera su vida, yo tendría que haberle dado la enhorabuena y deseado suerte para esa siempre imprevisible segunda oportunidad. Sin embargo, debo reconocer que lo que sentí fue estupor, y, por qué no, cierta envidia. Para Luisa de los Ángeles, yo había pensado en un hombre maduro, preferiblemente separado, o en un solterón de ésos a los que una mujer de rompe y rasga como ella fuera capaz de curar de celibatos, manías y fanatismos. Sí: ya sé que todo esto huele a carcamal. Pero, me gustaría saber lo que habrían pensado ustedes si, tras un par de meses de no coincidir con una amiga cuarentona, la encontraran colgada del brazo de un morocho cubano, todo fibra él, todo sonrisa él, todo simpatía él y todo el vigor del trópico él. Lo voy a decir clarito para que se me entienda: ese chaval, Sebastián, despedía magnetismo por todo el cuerpo y efluvios de semen por los ojos. Y ella, por si las dudas, contaba a todo el que quisiera oírla que su chico era fiel a un refrán de los cortadores de caña: “El sexo es tan necesario como el comer, y hay que comer tres veces al día.” La siguiente vez que coincidí con ellos, me llamó la atención el cambio que se había producido en el físico de Luisa de los Ángeles. De mi espectacular y luminosa amiga quedaba poco menos que la sombra. Estaba ojerosa, pálida, fumaba más que antes y su aspecto en general era como si le hubiesen caído de repente un chaparrón de años. Para colmo, en lugar de nuestra distendida charla habitual, me dio una especie de lección de anatomía que incluía el lumbago, el dolor de huesos, las luxaciones de cadera… En cambio, al cubano se lo veía en su salsa. Incluso su poderío parecía haberse acrecentado: su mirada de rompebragas ya no sólo se posaba sobre Luisa de los Ángeles, sino sobre todo bicho-pata femenino que estuviera a su alcance. A Luisa de los Ángeles no hizo falta preguntarle nada. Ella sola explicó que su amorcito necesitaba comer tres veces al día, y que, además, gustaba también de picar entre horas. Y ella ya no estaba para tantos trotes. En resumen: el ardor de aquel cabrito antillano —ya les hablé de mi envidia— me la estaba matando. Por eso, el siguiente encuentro me desconcertó del todo. Ella volvía a tener el aspecto saludable y feliz de antes, mientras que a Sebastián se le veía relajado, como ausente y con la mirada perdida. Era como si lo hubieran sometido a una lobotomía. “Le he comprado una Play Station”, explicó, triunfal, Luisa de los Ángeles.
[Amores y desamores
]
28 Octubre, 2007 10:23
[Familia Price
]
21 Octubre, 2007 10:44
Nunca sabremos si el destino de Mary Ann Price estaba escrito en las estrellas o se lo imprimió su abuela Leocadia cuando la niña era casi una bebé. Con motivo del primer aniversario de Mary Ann, Leocadia organizó una fiesta de disfraces en la que, tanto la pequeña como todos sus familiares, vestían ropas de siglo y medio antes. Esta ocurrencia no hubiera influido en la niña si no hubiese sido registrada y manipulada por un fotógrafo, quien, a partir de una imagen digital a todo color tomada en los inicios del siglo XXI, aportó a los álbumes familiares una estampa sepia que parecía datar de mediados del XIX. Entre vestidos victorianos, pamelas, chisteras, chalecos, leontinas y charreteras, Mary Ann figura en el ángulo inferior izquierdo de la foto, acompañada de su madre y de su padre, así como de bisabuelas, abuelos y tíos de las dos ramas familiares. Todos miran a la cámara, salvo la chiquilla, que parece haber sido distraída por alguna de esas personas que estropean las fotos poniéndose a un lado e insistiéndole a los niños: “Mira a la cámara”. En el lado opuesto, su abuela Leocadia tampoco mira al objetivo, sino a un punto indefinido, a la derecha del fotógrafo. Estos detalles son insignificantes, pero quizás sirvan para explicar ciertas semejanzas de carácter entre abuela y nieta. La pequeña creció feliz y llevó una vida plena, más rica en fortunas que en sobresaltos. Es más: su existencia fue tan anónima y plácida que su pista se pierde hasta cuando cumple nada más ni nada menos que cien años. El día que cumple el siglo de edad, Mary Ann, que ha viajado por todo el mundo, se presenta en la casa de campo de sus abuelos maternos llevando consigo un tesoro único: la doblemente añeja fotografía en la que ella aparece en la celebración de su primer aniversario. Muy pronto, se extiende por aquella región campesina la noticia de que, en la finca de los Price, vive la mujer más anciana del mundo: doscientos cincuenta años, certificados mediante una fotografía tomada en el siglo XIX. Así, la finca Price se convierte en lugar de peregrinación, y la vigorosa mujer comienza a ejercer como sanadora de males del cuerpo y del espíritu de hombres y animales, y pronosticadora de buenas cosechas. Querida y admirada por propios y extraños, Mary Ann vive aún muchos años más haciendo el bien a todo el que se pone bajo sus cuidados. Con la única con la que tiene problemas es con su abuela. Por alguna razón razonable o vanidosa, Leocadia, que todavía ronda por la casa, se niega a admitir que tiene una nieta tan mayor.
[Sueños
]
14 Octubre, 2007 11:27
Se trata de una pesadilla que tiene dos tiempos, como los partidos de fútbol. En el primer tiempo, y sin que sepa cómo ni por qué—pues las pesadillas no tienen cómo ni porqué— yo intento llamar por el teléfono fijo de mi casa y, después de esperar en vano la señal para marcar el número, compruebo que la clavija está fuera del enchufe. Yo cojo la clavija e intento introducirla en su sitio, pero el perímetro de la hembra es mucho mayor que el de la clavija, así que ésta entra y sale sin encontrar asideros. En ese momento recuerdo que, cuando cambié la línea normal por la ADSL, el operario que la instaló tuvo muchas dificultades para hacerlo y marchó dejándome la ADSL funcionando, pero las clavijas hechas unos zorros. Entonces, me vuelvo a acordar de la madre del operario, y bajo las escaleras hasta la primera planta —yo duermo en la segunda—, para, con complacencia masoquista, comprobar que tengo razón: el tipo aquel era un inútil; los enchufes de la primera planta —que es donde tengo el estudio, el recibidor para los íntimos y el gimnasio— tampoco funcionan. Preso de un frenesí aniquilador en el cual incluyo al resto de familia de aquel técnico y a todos los teleoperadores, desciendo hasta la planta baja. Los enchufes de la cocina y del salón también están estropeados. Verificar esto me llena de alivio e inquietud. Alivio, porque tengo razón: este es un país de chapuceros. Inquietud, porque yo tenía que llamar a alguien, y ahora no recuerdo a quién, ni por qué. Ahora, mis iras se extienden a los directivos e incluso a los accionistas de la empresa. ¡Pandilla de zánganos…! A estas alturas, comienza la segunda parte de la pesadilla: me despierto, me levanto de la cama y me dirijo a oscuras hacia el teléfono más cercano. Allí compruebo que, efectivamente, la clavija está fuera de sitio. Entonces, por pura rutina —pues ya sé lo que voy a encontrar— quiero bajar a la primera planta, pero no encuentro la escalera. ¡Alguien ha cambiado de sitio la escalera…! ¡Mierda…! ¿Dónde está la escalera…? Sigo palpando a tientas, para no despertar a nadie, pero la escalera no está. ¡Sólo encuentro puertas y paredes…! Preso de una angustia indescriptible, despierto del todo y me quedo un rato quieto, de pie, sin saber qué hacer. Luego, me dirijo a la cocina, bebo un poco de agua y, después, todavía desconcertado, vuelvo a mi habitación y me acuesto muy despacio. Durante las siguientes dos horas, me desvelo pensando en por qué tengo pesadillas con casas de tres plantas, yo, que siempre he vivido en pisos de sesenta metros cuadrados.
Antes de la palabra, fue el garrote. Antes de que el hombre pudiera decir cielo, tierra, árbol, fruto, trigo, pan, hortaliza, cabeza, mano, libertad, madre, bebé, casa, luna, pastel, piojo o zapato, era el garrote el que nombraba las cosas. El mundo era el caos, y el garrote ponía orden en el caos. El garrote fue el principio, porque fue anterior a la maza, y a la lanza, y a la flecha, y a la ballesta, y al arcabuz, y al rifle, y al cañón, y a la ametralladora, y a las granadas y a las bombas. El garrote fue anterior a todo. Lo único anterior al garrote fue el hueso, que fue el primer instrumento utilizado como garrote. Hace cientos de miles de años, cuando el hombre era carroñero —más carroñero que ahora—, cuando descuartizaba con las uñas y los dientes a los animales muertos, el primer garrote fue la pata o el hueso arrancado a la pata del animal. Cuando los otros hombres le disputaban la pieza cobrada o encontrada, el hombre blandía contra éstos las patas o los huesos del animal. Y de ahí, de ese gesto de amenaza del hombre blandiendo un hueso u otros objetos como garrote, es de donde nació el lenguaje. Durante cientos de miles de años, el único lenguaje del hombre fue ese gesto de amenaza, acompañado de gruñidos terroríficos. Cuanto más intimidatorios eran el gesto y el gruñido, su lenguaje era más efectivo y convincente. ¡Grrrrrrrrr!, decía ese hombre, y, para acentuar la fuerza de su amenaza, abría la boca enseñando todo el potencial de sus dientes y mandíbulas, dispuestos a rasgar, destrozar, aniquilar: ¡Grrrrrraaaaaaaa! Y los otros sabían a qué atenerse. De ahí salieron los primeros sonidos diferenciados: ¡Grrrraaa!, para expresar amenaza, ¿Grrrrreeehhh?, para indicar desconcierto, ¡Grrrriiii!, para manifestar alegría, ¡Grrrroooohhh!, para exteriorizar asombro, Grrruuuhh…, para comunicar temor. Claro que, para que la poderosa “a”, la dubitativa “e”, la vivaracha “i”, la fascinada “o” , la timorata “u” y otros sonidos intermedios se asentaran para siempre en el lenguaje, tuvieron que pasar otros cientos de miles de años. También tuvieron que pasar muchos miles de años para que las consonantes se encaramaran sobre las vocales y permitieran al hombre decir palabras como manzana, lago, comida o perejil. Antes de todo eso, el hombre del garrote decía: ¡Grrrraaa!, y ese gruñido quería decir: “¡Mío, mío!” Durante miles de años, hubo muchos muertos a garrotazos antes de que a otro hombre se le ocurriera preguntar: ¿Grrreeeeh?, que quería decir: “¿Tuyo?” Este último, sin saberlo, fue el inventor del lenguaje hablado.





