[Familia Price ] 16 Marzo, 2008 09:48
En su primer café a solas como compañeros de trabajo, sin que viniera a cuento, María Fernanda de la Hoya —Nanda, para los amigos—, le dijo a Helio Robayo Price que ella nunca le había sido infiel a su marido. En su segundo café a solas como compañeros de trabajo, Nanda de la Hoya le comentó a Helio Robayo que lo consideraba un hombre discreto, leal e interesante. En el tercer café, y también sin que Helio Robayo hubiese preguntado, Nanda le insistió en que lo más importante para ella eran sus hijos y su marido, a quien quería mucho y al que nunca le había sido infiel. En el cuarto café, sin que Helio Robayo hubiese insinuado nada, Nanda le confesó que lo encontraba muy atractivo, y que incluso había soñado con él. En el quinto café, sin que Helio Robayo hubiese abierto la boca, Nanda volvió a recordar que ella nunca había sido infiel a su marido, pero que, en el caso de que eso ocurriera, tenía claro que sería sólo por una vez, y sin trascendencia. En la primera copa como amantes, tomada en la habitación de un hotel recoleto, Nanda le reveló a Helio Robayo que sí que había sido infiel a su marido, pero hacía muchos años. “Éramos novios, y yo tenía la sospecha de que él me ponía los cuernos”. A la siguiente vez, resultaba que, ya de casada, había vuelto a tener varios bises con el mismo cómplice de su desliz de noviazgo. En el siguiente encuentro, como Helio Robayo y ella no acababan de compenetrarse en la cama —sin que él hubiese dicho esta boca es mía— ella le dijo que no se preocupara, que esas cosas pasaban a veces. A ella ya le había ocurrido algo parecido, no con aquel del que ya le había hablado, sino con otro, más reciente, con quien había mantenido “una relación muy bonita”. En el encuentro siguiente, ella le dijo que, posiblemente, se estaba yendo de la lengua, pero, ¿recordaba a Meléndez, el jefe de sección al que habían trasladado en febrero? Y antes de que Helio Robayo le dijera si sí o no lo recordaba, prosiguió: pues ella y él habían estado liados durante un tiempo. Le daba un cierto reparo hablar de esas cosas, pero, como Helio Robayo nunca contaba nada… El siguiente encuentro volvió a ser en la máquina de café. Ella estaba furiosa. Se había enterado de que Helio Robayo, además de acostarse con ella, se había beneficiado a toda cuanta mujer atractiva se le había puesto por delante, tanto de su sección como de las otras plantas del edificio, y de algunas sucursales. ¿Tenía algo que decir? ¿Eh? ¿Eh? Helio Robayo se encogió de hombros. Lo suyo era: prudencia, pocas palabras, discreción.
[Familia Price ] 09 Diciembre, 2007 11:55
Cuando Gualterio Price cumplió siete años, en lugar de acceder a lo que se entiende por uso de razón, se sumió en un periodo larguísimo de desconcierto. Quizás su problema radicara en que, desde muy pequeño, tendía a preguntarse el porqué de las cosas. Considerar problema a esa costumbre resulta paradójico, pues toda la base del conocimiento y del progreso, todo a lo que hemos llegado como humanos, así tenga que ver con las artes, con las letras, con la ciencia, con la tecnología o con el pensamiento, proviene de los múltiples porqués que se han formulado personas insatisfechas y en algunos casos inadaptadas, como Gualterio. Sin embargo, así como las inquietudes de científicos o filósofos los mueven a buscar respuestas, o a encontrar preguntas más interesantes que las anteriores, en el caso de Gualterio, sus dudas le producían un efecto paralizante. Hay que reconocer que las cosas en que pensaba tampoco es que fueran nada extraordinario. O quizás sí. A sus escasos cuatro años, Gualterio preguntó, por ejemplo, cuál era la última persona que se acostaba, una cuestión, al parecer, fácil de responder, pues, según el día de la semana, la última persona que se acostaba podía ser el padre, la madre, o algún hermano o hermana mayor que trabajaban a turnos o eran amantes de la juerga. Sin embargo, el interés de Gualterio era saber cuál era la última persona que se acostaba en el mundo, cuya respuesta requería de ciencias tan diversas como la astronomía, la geografía, la sociología, la etnología…
A partir de los siete años, las preguntas de Gualterio fueron más sencillas, al menos en apariencia. La principal de ellas—y la que lo marcó de por vida— fue: “¿Y yo qué hago aquí?” Gualterio, sencillamente, no entendía el mundo. Lo curioso era que la mayoría de las veces que él se hacía la pregunta: ¿ y yo qué hago aquí?, venía alguna persona a preguntarle lo mismo: Niño, ¿tú que haces aquí? De esta manera, Gualterio llegó a la conclusión de que molestaba en todas partes, y se volvió un chico prudente, retraído y solitario. Todo esto no le impidió crecer, estudiar una carrera, conseguir un trabajo, casarse, tener hijos y desarrollar un ácido sentido del humor. Pero, lo cierto, lo que intuí yo a partir de una visita a su tumba y luego confirmé al investigar su vida, es que Gualterio nunca encontró su sitio. “¿Y aquí qué?”, rezaba su lápida. La frase me chocó tanto que comencé a fotografiarla, momentos antes de que los empleados del cementerio la quitaran para llevar los restos de Gualterio a una fosa común.
[Familia Price ] 02 Diciembre, 2007 11:06
Ese día, las hermanas Pura e Inmaculada Price se presentaron en casa de Virtudes Gracia, su antigua maestra, con quien solían compartir té, pastas dulces, achaques y remembranzas.  Había pasado más de medio siglo desde que las tres coincidieran en la escuela primaria, Pura e Inmaculada como dos niñas que cruzaban el umbral del abecedario, la caligrafía, las sumas y restas y las asombrosas transformaciones de huevo en larva, de larva en renacuajo y de renacuajo en rana, y Virtudes como la guardiana y guía de ese mundo desconocido que, en su boca y en sus manos, había sido siempre maravilloso y apasionante. La veneración de las dos hermanas por Virtudes venía pues, de muy lejos, y aunque la edad siempre relativiza y a veces destruye a nuestros antiguos ídolos, tanto la una como la otra seguían sintiendo por Virtudes algo parecido a la adoración infantil. Virtudes siempre había sido su modelo y referente; tanto, que las dos, siguiendo sus pasos, también se habían dedicado a la docencia. Así que, durante las visitas, las conversaciones giraban principalmente en torno a alumnos y exalumnos, un tema al que cada una de ellas podía aportar infinidad de anécdotas, a cual más jugosas y divertidas. Otro de los temas —éste cada vez más frecuente en las últimas ocasiones— era el magnífico estado de salud en que se encontraba Virtudes. Tanto Pura como Inmaculada se turnaban en alabar la presencia señorial y el vigor que aún conservaba Virtudes a sus casi ochenta años de edad. Era como un pacto con el diablo —comentaban divertidas—, ¿cómo era posible que ella, a su edad, caminara todavía tan erguida y tuviera esa piel tan tersa, que parecía la de una recién nacida? ¿Y las manos? Había que mirar las manos de ellas y las de Virtudes. Las de ellas, llenas de pecas y de léntigos solares, y las de ella, blancas, suaves, sin una arruga. ¡Es que, era increíble: vaya manos! Y las dos hermanas enseñaban sus manos, ya con los primeros vestigios de la tercera edad, y las comparaban con las de Virtudes, unas manos insólitas de adolescente. Increíble, increíble. Ese día, por lo que fuera, Virtudes estaba más locuaz que de costumbre y les reveló el secreto de la tersura de sus manos. Con un hilillo de voz en el que se entremezclaban la confidencia, el recato y el orgullo, dijo: “Es que yo nunca tuve relaciones, ¿saben?”. Instintivamente, Pura e Inmaculada escondieron sus manos, y entre las tres solteronas se hizo un silencio que por poco acaba con más de cincuenta años de amistad.
[Familia Price ] 25 Noviembre, 2007 09:13
Nabucodonosor Price y Felipe José Price no tenían ningún parentesco entre si. Además, eran muy distintos: Nabucodonosor era bajito, seco, esmirriado y de tez morena, tirando a negroide, mientras que Felipe José era alto, blanco y rubicundo. Como a veces no es el carácter sino la apariencia externa lo que marca el destino de las personas, Nabucodonosor, de acuerdo con su físico, que lo hacía parecer un aborigen africano, asiático, australiano, amerindio o de cualquier isla del Pacífico, había desarrollado la profesión de curandero y adivino. Por su parte, Felipe José se había dedicado al mundo empresarial, en el que ocupaba una posición privilegiada: era el hombre con el que todos los demás empresarios querían hacer negocios y, por ende, el paradigma del triunfador. Quizás esta última característica les fuera común: Nabucodonosor  tampoco podía quejarse. Su aspecto camaleónico —ora chamán amazónico, ora sanador quechua, ora adivino tanzano, ora sacerdote parsi— le había aportado una cohorte de fieles que creían a pie juntillas y pagaban generosamente sus sabios consejos, sus imprevisibles predicciones y sus osadas e infalibles adivinaciones. Nabucodonosor había nacido con el poder de comunicarse con el Universo, y el Universo se comunicaba con él de las maneras más diversas: la convergencia o divergencia de los astros, los posos del café, la ceniza del cigarro, las entrañas de los animales, los huesos de pollo, las líneas de la mano, los bultos del cráneo… El Universo era múltiple en sus manifestaciones, y esta multiplicidad del Universo, junto con la habilidad para sumar mucho, restar poco y escoger muy bien a la clientela por parte de  Nabucodonosor, le había permitido hacerse con un capitalito, no comparable al de Felipe José, por supuesto, pero sí suficiente para tener un buen pasar. ¿Qué fue lo que unió a estos dos hombres? No se sabe. Sí se sabe que, en los últimos meses, Nabucodonosor se había convertido en sombra y consejero de Felipe José, y que el empresario no daba un paso sin consultar a su adivino. Por eso, cuando Felipe José desapareció con el dinero que le habían confiado cientos de inversores, lo primero que se pensó es que se había conchabado con su asesor cósmico. No fue así. Nabucodonosor fue uno más de los estafados que declararon ante la policía manifestando su esperanza y deseo de que se localizara al huido. No tendría que haberlo hecho; de la noche a la mañana, el ladino charlatán de la clarividencia se vio abocado al infierno de la incertidumbre, y sus parroquianos no se lo perdonaron.
[Familia Price ] 21 Octubre, 2007 10:44
Nunca sabremos si el destino de Mary Ann Price estaba escrito en las estrellas o se lo imprimió su abuela Leocadia cuando la niña era casi una bebé. Con motivo del primer aniversario de Mary Ann, Leocadia organizó una fiesta de disfraces en la que, tanto la pequeña como todos sus familiares, vestían ropas de siglo y medio antes. Esta ocurrencia no hubiera influido en la niña si no hubiese sido registrada y manipulada por un fotógrafo, quien, a partir de una imagen digital a todo color tomada en los inicios del siglo XXI, aportó a los álbumes familiares una estampa sepia que parecía datar de mediados del XIX. Entre vestidos victorianos, pamelas, chisteras, chalecos, leontinas y charreteras, Mary Ann figura en el ángulo inferior izquierdo de la foto, acompañada de su madre y de su padre, así como de bisabuelas, abuelos y tíos de las dos ramas familiares. Todos miran a la cámara, salvo la chiquilla, que parece haber sido distraída por alguna de esas personas que estropean las fotos poniéndose a un lado e insistiéndole a los niños: “Mira a la cámara”. En el lado opuesto, su abuela Leocadia tampoco mira al objetivo, sino a un punto indefinido, a la derecha del fotógrafo. Estos detalles son insignificantes, pero quizás sirvan para explicar ciertas semejanzas de carácter entre abuela y nieta. La pequeña creció feliz y llevó una vida plena, más rica en fortunas que en sobresaltos. Es más: su existencia fue tan anónima y plácida que su pista se pierde hasta cuando cumple nada más ni nada menos que cien años. El día que cumple el siglo de edad, Mary Ann, que ha viajado por todo el mundo, se presenta en la casa de campo de sus abuelos maternos llevando consigo un tesoro único: la doblemente añeja fotografía en la que ella aparece en la celebración de su primer aniversario. Muy pronto, se extiende por aquella región campesina la noticia de que, en la finca de los Price, vive la mujer más anciana del mundo: doscientos cincuenta años, certificados mediante una fotografía tomada en el siglo XIX. Así, la finca Price se convierte en lugar de peregrinación, y la vigorosa mujer comienza a ejercer como sanadora de males del cuerpo y del espíritu de hombres y animales, y pronosticadora de buenas cosechas. Querida y admirada por propios y extraños, Mary Ann vive aún muchos años más haciendo el bien a todo el que se pone bajo sus cuidados. Con la única con la que tiene problemas es con su abuela. Por alguna razón razonable o vanidosa, Leocadia, que todavía ronda por la casa, se niega a admitir que tiene una nieta tan mayor.
[Familia Price ] 22 Julio, 2007 11:33
"¡Abre, coño!" Al jovencísimo José Ignacio Price, la orden de que abriera la puerta del lavabo le llegó en plena duda existencial: ¿Cuándo comenzaría, por fin, a aparecerle la pelusilla de la barba y el bigote? "¡Que abras, joder!". La urgencia debía de ser grande; su padre parecía estar muy apurado. José Ignacio apenas tuvo tiempo de dejar a un lado el cepillo de la ropa, de guardar la maquinilla de afeitar y de limpiar a medias los pelillos sobrantes. Su padre entró como una tromba, con la cabeza por delante y una mano puesta sobre el ojo, abrió el grifo del lavamanos y comenzó a aplicarse agua fría sobre el ojo, en cuyo alrededor, bajo la ceja, había aparecido un bultito rosado que José Ignacio no le había visto jamás. El hombre se echaba agua a manotazos, comprobaba en el espejo el crecimiento del bultito, y mascullaba entre dientes algo que no se sabía si eran rezos o maldiciones. "¡Cierra la puerta, coño!"  José Ignacio cerró la puerta y se metió en su habitación, así que no pudo ver la cara que puso su padre cuando descubrió con el ojo bueno los pelillos que flotaban en el pozo de agua que se había formado en el lavamanos. "¡Me cago en todo, me cago en todo!", repetía el hombre, con un ojo muy abierto por la luz cegadora de la evidencia y el otro completamente cerrado como consecuencia  de un derechazo del dueño del colmado La Primorosa,  ante quien se acababa de quejar, por última vez, de la mala calidad de las cuchillas de afeitar que le compraba. Los detalles de aquella discusión no fueron revelados nunca por el padre de José Ignacio, quien se limitó luego a comentar: "Pero, así le fue...", como si el otro hubiera llevado la peor parte de la pelea. Lo que se supo fue que, ante tanta reclamación por parte del padre de José Ignacio sobre lo poco que cortaban las cuchillas de afeitar, el dueño del colmado le había dicho: “Oye, a ver si es que tu mujer se está afeitando los pelos del sobaco, que pinchan como alambres”.  Y el padre de José Ignacio se había abalanzado sobre él, pero había retrocedido enseguida con el bultito en el ojo.  
”¡Dile a tu hijo que si me vuelve a coger la maquinilla lo mato!”, fue la frase con la que el padre de José Ignacio le dio a entender a su mujer que su hijo era como si se acabara de quedar huérfano. Lo curioso fue que, a medida que el dolor del ojo iba remitiendo, la vergüenza parecía enconársele más. Desde ese día, dejó de hablarle a su hijo adolescente. Y todo porque José Ignacio, a falta de barba y bigote propios, utilizaba el cepillo de la ropa para ensayar esos inminentes afeitados que tardaban tanto en llegar.
[Familia Price ] 03 Junio, 2007 20:26
De todos los objetos que sacó Inocencio Price y que fue poniendo sobre la mesa del comedor ante los ojos atónitos de su mujer, el más extraño era un robot limpiador del polvo que, de forma autónoma, era capaz de dejar sin pelusillas cualquier piso de terrazo, mármol, parquet o el que le echaran, porque era un robot todo-terreno, según le había dicho a Inocencio aquel señor tan simpático que se había encontrado en la cafetería del hotel, un hotel al que Inocencio no había entrado nunca, pero ese día, mira por dónde, le había dado por entrar a hacer un cafelito y había conectado enseguida con aquel señor tan simpático. El robot consistía en una pelota de goma de unos quince centímetros de diámetro que iba rodando por el suelo en el interior de un plato de plástico. Cada vez que el plato tropezaba contra algún objeto, la pelota cambiaba de dirección, y así podía llegar a todos los rincones. Se trataba de un artilugio no sólo novedoso, sino también simpático. Era divertido ver a aquella especie de OVNI, que en lugar de volar por el espacio infinito se desplazaba a ras de suelo haciendo que las bolillas de polvo fueran quedando adheridas a la pelota. Menos divertida, pero igual de efectiva, era aquella maquinilla de afeitar con un equipo completo que incluía un cabezal para los pelillos de la oreja. Y aquellos prismáticos infrarrojos que hacía servir el ejército norteamericano. Y, hablando de ejércitos, ahí estaba aquel juego de navajas suizas, únicas en su género, que también eran usadas por soldados, esta vez helvéticos. Y aquel vaporizador que dejaba las camisas sin una arruga, y el juego de cubiertos inoxidables para veinticuatro comensales y... A medida que Inocencio se iba entusiasmando con las maravillas que le había comprado a aquel señor tan simpático, a su mujer se le iba agriando más el semblante. Al final, ella no aguantó más y le dijo que cómo era posible que no se diera cuenta de que aquel señor tan simpático era un caradura que había conseguido colocarle todos aquellos trastos inútiles. Pero, ¿cuánto se había gastado aquella noche? ¿Media paga? ¿La paga entera, que acababa de cobrar? Bueno, mejor no seguir hablando del asunto porque se iba a cabrear de verdad. En fin, era mejor que le diera el dinero para la compra de la semana, y en paz. Pero, él, después de una pausa, le dijo que no iba a poder ser. ¿Cómo que no iba a poder ser? ¿Qué pasaba, qué se había gastado todo el sueldo con aquel señor tan simpático? Y él, después de otra pausa, esta vez más larga, le dijo: Es que también me ganó al póker.
[Familia Price ] 27 Mayo, 2007 10:47
¿Alguna vez te han apuntado a la cabeza con un revólver?, me preguntó Eliécer Price. A mí, sí, prosiguió. Supón que tú eres yo y que yo soy mi compadre Juan de Dios. Pues, yo, que soy mi compadre Juan de Dios, saco un revólver del bolsillo de la americana, lo levanto y te apunto directamente a la cabeza. ¿Cómo se te hubiera quedado el cuerpo? El tipo saca el revólver, lo levanta y me lo pone delante de las narices. Y yo sin saber de qué iba la cosa, porque mi compadre, cuando me apuntaba, no tenía ninguna expresión en el rostro. No estaba ni serio, ni enfadado, ni risueño, ni ponía mirada burlona o de desequilibrado, que es lo que uno espera en una situación como ésa. Mi compadre se limitaba a observarme, a ver si me cambiaba la cara. Y yo, sin saber qué cara poner. ¿A ti te han temblado las rodillas alguna vez? ¿No te han empezado a temblar tan fuerte que no puedes pararlas? Pues, a mí me pasó ese día. ¿Qué cómo ocurrió? Pues, muy fácil: en la mesa estábamos mi compadre, mi comadre, yo, y me parece que nadie más. No, espera: puede que también estuviera mi ahijado, aunque mi ahijado puede que estuviera sentado en el sofá. Sé que estaba mi ahijado porque mi compadre no llegó solo, llegó con alguien, y ese alguien seguro que era mi ahijado. El caso es que, cuando llegó, mi compadre dijo que se alegraba de verme, y le preguntó a mi comadre si ya me había ofrecido algo. Mi comadre le dijo que no le había dado tiempo porque yo acababa de llegar. Entonces mi compadre le dijo que preparara café y, en lugar de preguntarme qué hacía allí, comenzó a hablarme de su trabajo. Las cosas le iban más o menos bien, según decía. Pero yo notaba que las cosas no podían ir tan bien. Era raro ver a mi compadre a esa hora en su casa. Y además, él también estaba raro. Joder, si estaba raro. Cuando sacó el revólver, por poco me hago aguas en los pantalones. Si nunca te han apuntado a la cabeza con un revólver no sabes lo que es eso. Mi compadre me apuntó a la cabeza, mantuvo durante unos instantes el cañón del revólver cerca de mi nariz y luego lo bajó y me lo ofreció. Yo, claro, tuve que recibírselo. ¿Alguna vez has tenido un revólver en las manos? Yo, antes de ese día, nunca. ¿Sabes lo que me sorprendió? Lo frío que estaba. Y lo pesado que era. Lo cogí y se lo devolví casi enseguida a mi compadre, sin saber si era un arma de verdad o de mentiras, porque yo no sé de armas. Tampoco supe si mi compadre me amenazó de esa manera para hacerme una broma pesada o porque sospechaba que yo acababa de salir del dormitorio con mi comadre.
[Familia Price ] 08 Abril, 2007 11:37
Aunque supiera que se trataba de un matrimonio que llevaba tiempo haciendo aguas, a José del Carmen Price nadie le sacaba de la cabeza la idea de que él había sido el culpable de la ruptura entre Jorge Libardo Peña —uno de sus mejores amigos— y María Delia Santos —una de las mujeres más atractivas de Tarcuna—. La amistad entre José del Carmen y Jorge Libardo venía de lejos y había sido fogueada en varios frentes, tanto en su etapa de universitarios como en el ejercicio de su profesión. Pero, ni siquiera la competencia feroz que debían librar a veces entre ellos como representantes comerciales de empresas rivales había podido resquebrajar el afecto que se profesaban. Tampoco los había separado la incursión de María Delia en la vida de Jorge Libardo, que no había abandonado por ella las juergas con José del Carmen. María Delia era una mujer de bandera, de las que quitan el hipo, pero, desde la primera vez que la vio, José del Carmen cercenó cualquier pensamiento, palabra, obra u omisión que pudiera crear algún malentendido entre él y la pareja de su amigo. Solían salir a divertirse los tres juntos, y, eso, a pesar de la actitud fiel de José del Carmen, dio lugar a las consabidas situaciones ambiguas, a los juegos de sospechas y a los sobreentendidos con que la gente suele adornar las relaciones entre tres que deberían ser sólo de dos. A decir verdad, cuando coincidían los tres, el enamorado de María Delia parecía ser José del Carmen, que se comportaba con ella de forma amable y considerada, y no Jorge Libardo, que, la mayoría de las veces, la trataba como a un trapillo de limpiar. Y esa actitud pública de su marido, que no era otra cosa que el débil reflejo de su comportamiento en privado, tenía a María Delia muy hartita, como se lo había repetido varias veces a José del Carmen. Aquel día, el día que José del Carmen recuerda como el día en que pudo salvar el matrimonio de su amigo, ella volvió a decírselo. Estaba harta. ¿Sabía lo que le acababa de hacer Jorge Libardo? Se había marchado tres días a Granada y la había dejado sola. Sola, ¿entendía? Y, por si no lo acababa de entender, María Delia le repitió varias veces que esa noche iba a estar sola. José del Carmen entendía, pero no tuvo valor para entender bien a María Delia, quien, al día siguiente, posiblemente harta de los dos, abandonó para siempre a Jorge Libardo y se fue a vivir a La Coruña. Por eso, a José del Carmen no hay quién le quite de la cabeza que, si esa noche se hubiese convertido en el amante de María Delia, ella y Jorge Libardo todavía estarían juntos.
[Familia Price ] 25 Febrero, 2007 11:33
Mientras levantaba las manos como disculpándose, Diomedes Price se culpaba por su exceso de responsabilidad, pues no tenía ninguna duda de que su manía de no variar sus rutinas de trabajo era la que lo había llevado a aquella situación tan incómoda tanto para él como para la persona que tenía delante. Lo curioso era que, si él hubiera sido de verdad responsable, habría hecho caso de los avisos de su cuerpo y se habría quedado tan tranquilo en su cama, o sentado frente al televisor, con una manta sobre las rodillas, un té con limón y una copita de coñac, que es lo que le apetece hacer en invierno a cualquier hijo de vecino que note cansancio general, dolor de huesos y un picorcillo en la nariz. Pero, no. El señor, haciéndose el valiente, que no se quedaba en casa, que él era un profesional de lo suyo, que él no iba a renunciar a una oportunidad de trabajo por un resfriado insignificante. Además, y esta era la madre del cordero, que él se tenía que ganar la vida, coño, que si él no salía a trabajar nadie le iba a traer el dinero a casa. Él no era ningún funcionario para permitirse el lujo de pedir la baja. Él, al tajo. Incluso, cuando se dirigía hacia la casa que tenía que limpiar, su cuerpo le había seguido enviando mensajes de alerta a los que había hecho oídos sordos. ¿Se había abrigado lo suficiente? ¿No hacía demasiado frío para las altas temperaturas de las que hablaban en los noticieros? Quizás era que se estaba haciendo mayor —cuando te vas haciendo mayor notas más el frío—. Maldita la hora, maldita humedad y malditas articulaciones, que parecían habérsele oxidado de repente. Llegó hasta la casa, abrió la puerta de entrada y se dirigió a la cocina. La cocina era siempre su centro de operaciones. A él le gustaba programar la limpieza desde la cocina. El aspecto de las cocinas de las casas le aportaba casi toda la información sobre la complejidad de su trabajo. Por la cocina, él sabía si en el resto de la casa había muchas o pocas cosas a limpiar. Luego entró al comedor y comprobó que no se había equivocado: esa casa estaba pidiendo una limpieza a fondo. Entonces cometió dos errores: uno, no hacer caso al picor de la nariz, que se le había acentuado; y dos, dirigirse al dormitorio. En el momento en que entraba en la habitación en búsqueda de algo para limpiar —una cartera, un joyero—, lo acometieron uno, dos, tres y —¡mierda!— cuatro estornudos seguidos que retumbaron como cuatro disparos. Cuando vio que el dueño de la casa se ponía en pie de un salto, Diomedes se sintió muy débil y, simplemente, levantó las manos.
«Anterior   1 2