[Amores y desamores ] 15 Julio, 2007 09:13
¿No había sido un día increíble?, preguntaba ella. Primero, habían coincidido en la oficina de seguros, a donde los dos habían acudido a peritar el coche. Allí, eran apenas dos desconocidos que habían intercambiado una mirada cómplice de resignación. ¿Qué se le iba a hacer? Los coches se llenaban de bollos y había que arreglarlos. Luego, se habían vuelto a ver en la agencia de viajes. A ella ya la habían atendido y, al salir, lo había visto aguardando turno. Él había levantado la vista de un catálogo justo en el momento en el que ella abría la puerta de salida. Ninguno de los dos había hablado, pero un fulgor mutuo de reconocimiento se había reflejado en sus miradas. Después, al volver a coincidir en la librería, casi parecía de mala educación no decirse nada, pero se habían limitado a sonreír. Lo gracioso, según confirmaron después, había sido que ella había estado ojeando un libro de Paul Auster, pero finalmente se había decidido por uno de Vila-Matas, y, en cambio, él había preguntado por un libro de Vila-Matas, pero había acabado comprando uno de Paul Auster. ¿Había, o no había razones para pensar en el destino? Dos desconocidos coinciden a las diez de la mañana peritando un coche, luego vuelven a encontrarse en una agencia de viajes, luego entran con minutos de diferencia a la misma librería y finalmente —ahí ya les había entrado la risa— eligen el mismo restaurante de comida rápida. Perdona, me siento con derecho a sentarme a tu misma mesa, le había dicho él, y a ella le había encantado esa forma directa y resolutiva de iniciar una relación. Luego le había preguntado por el libro que acababa de comprar y, cuando ella le había dicho que uno de Vila-Matas, él le había hecho sacar el libro de la bolsa para comprobar que no estaba mintiendo. Y lo mismo había hecho ella cuando él le había mencionado a Paul Auster. Era increíble, sencillamente increíble. Pero las coincidencias no habían acabado ahí. A él también le gustaba el teatro y tenía previsto ir a la representación de esa noche. ¿Calixto Bieito? Le encantaba. Vaya… Vaya…Vaya... Ella, ya como en una nube, había quedado con él para ir al teatro, para cenar y para tomar una copa, y ahora se arrebujaba contra él en la intimidad de las sábanas, convencida de que había encontrado al hombre de su vida. ¿No era increíble que dos personas tan parecidas se hubieran encontrado?, le preguntaba, mientras lo besaba dulcemente. Juan Tenorio Price no quiso decirle que no, que eso no tenía nada de raro. A él le pasaba siempre.
[Amores y desamores ] 01 Julio, 2007 12:30
Aquel bocazas era un bocazas feliz, pero llamaba hijoputa a su mujer y, bien mirado, aquella hijoputa era una de las razones para las que el bocazas fuera feliz. A ver: el bocazas no iba diciendo por ahí que fuera feliz —nadie va por la vida diciendo esas cursiladas—, pero se le notaba feliz o, al menos, contento de ir por la vida. El caso es que la hijoputa cocinaba de maravilla. Qué bien cocina, la hijoputa, no se cansaba de repetir el bocazas. Él podía llegar a la hora que fuera a su casa, ya fueran las doce, las dos, las cuatro de la madrugada, que su mujer se levantaba y le preparaba unos platos de la releche. Que si una tortilla, que si un filete, que si unos huevos revueltos con chorizo, que si unos espaguetis, que si unos calamares, que si un plato de embutidos y pan con tomate… Guá. Al bocazas se le hacía la boca agua hablando de lo bien que cocinaba la hijoputa de su mujer, y a los compañeros del bocazas, un grupo de curritos con mono azul de operarios de mantenimiento, las salivares se les diluían en gaseosa oyendo al bocazas, quien, como todo bocazas, había empezado a hablar sólo para sus compañeros de mesa, pero pronto había comenzado a hacerse oír por todos los parroquianos del bar y los viandantes de las proximidades. En un principio, las intervenciones de los bocazas suelen llamar la atención, e incluso puede que hagan gracia. Todo bocazas tiene sus momentos de gloria. El de aquel bocazas duró cerca de un cuarto de hora, más o menos el tiempo que tardamos mi mujer y yo en dar cuenta de un bistec con patatas fritas y ensalada, justo al lado de la mesa en donde el bocazas y sus colegas hacían los honores a otro plato combinado. Yo, al bocazas, lo tenía a mi espalda, así que no podía ver su aspecto, y en todo ese rato no me atreví a girarme, pues a un bocazas nunca hay que demostrarle el más mínimo interés por lo que está diciendo. Así que yo hacía ver que no oía, pero oía, y las palabras del bocazas me provocaban un profundo malestar. Los entrecots. Los entrecots a la pimienta. Y las paellas y el fideuà, ni te cuento. Cómo le salían, a la hijoputa. ¿Y las berenjenas rellenas? Demasiado. Yo no podía irme de allí sin decirle nada a aquel bocazas, así que le indiqué a mi mujer que fuera sacando el coche del parking. En cuanto ella salió del local, me levanté y me encaré por primera vez con el bocazas, un tipo regordete y con bigotito.
—¿Sabe qué? —le dije apuntándole directamente al pecho con mi dedo índice—. Le cambio a su mujer por la mía, sin mirarla.
[Amores y desamores ] 17 Junio, 2007 11:20
Por San Juan, la Felicidad tenía las manos gordezuelas y sudorosas, y además de las manos le sudaban las mejillas, le sudaba una pelusilla finísima sobre el labio, le sudaban las axilas y es de suponer que le sudaran otras partes de su cuerpo, un cuerpo abundante y orondo que al bailar se te adhería al tuyo como si quisiera absorbértelo. La Felicidad era blandita y húmeda y, al contrario de lo que cabría suponer, sus sudores no eran repulsivos, pues parecían el anticipo de otros  sudores y otras humedades más intensas y placenteras. La Felicidad te miraba con un fulgor ingenuo allá en el fondo de sus ojos, unos ojos que, por misterios y gracias del rímel, de lejos eran negros como abismos y de cerca claros como promesas. La Felicidad tenía unas pestañas inmensas, como abanicos, que utilizaba para mandar eseoeses a los amantes confusos. Llévame contigo, no reveles nuestro secreto, puedes besarme, estoy casada, no seas tan imprudente, sígueme, nos están viendo, has conseguido mi amor… Los parpadeos de la Felicidad eran puntos y rayas desesperados que clamaban por su salvación o por la tuya. Pero, si su mirada era el todo o el nada con sus correspondientes sí quiero-no quiero contradictorios, el cuerpo de la Felicidad se manifestaba inequívoco: su mano se te deslizaba en tu mano y toda ella era como un lago de aguas cálidas a punto de hacerte desaparecer en sus simas y relieves. Su otra mano te aprisionaba la espalda y te atraía hacia sí y su cuerpo entero se te pegaba al tuyo. El exterior de su muslo te rozaba tus muslos, y era como si la Felicidad te acariciara por dentro y por fuera, como si poco a poco fuera tomando posesión de ti. Y ahí, en ese mar de sofocos y sudores, tú ya rendido y entregado a la Felicidad y a su vorágine de preámbulos, el sonido de la música ya no importaba porque tú sólo escuchabas el bumbum de tu corazón acoplado al de ella. Bumbúm y desaparecían los músicos, bumbúm y ya no había más parejas en la pista de baile, bumbúm y los posibles mirones eran sombras huidizas, bumbúm, cómo estaba de rica, bumbúm, a dónde podrías llevarla, bumbúm, dónde raptarla un ratito cuando acabara la pieza, perseguirla hasta donde ella quisiera, rescatarla de la multitud, buscar un escondite junto a las olas… Bumbúm, Bumbúm, y al siguiente bumbúm se había evaporado tu oportunidad. Así eran los encuentros con la Felicidad, aquella gordita que parecía querer entregársete durante el baile y luego te dejaba abandonado a tu suerte. Felicidad, la Feli, era feliz así todas las noches de San Juan.
[Amores y desamores ] 20 Mayo, 2007 11:29
Prudencio Price nunca debió presionar a su mujer para que comprara preservativos. Acabáramos, había dicho ella. Desde novios y, luego, de casados, había sido él quien había asumido la responsabilidad de adquirirlos. Qué problema había? Ninguno, según el, pero se había cansado de ser siempre él quien se cuidaba de lo mismo. ¿No era él el encargado de la compra?, había dicho ella. Pues, sí, pero, ¿por eso tenía que comprarlo todo?, había dicho él. Pues, sí: todo, había dicho ella. Pues mira por dónde, había dicho él, a partir de ahora, se iba a tener que comprar ella las compresas, porque a él le fastidiaba tener que comprarle las compresas. Ah, ¿así que el problema eran las compresas?, había dicho ella. Pues, sí, había dicho él. No tenía por qué estar él mirando las estanterías a ver si ella necesitaba compresas con alas, o normales, o superabsorbentes, ¿entendía? Bah. Ella entendía que eso eran tonterías. ¿No cogía él un detergente, un dentífrico o una botella de aceite de las estanterías? Pues, con las compresas era lo mismo. Anda, que era lo mismo, había dicho él. ¿Igualito, verdad? Parecía mentira que con sus años todavía le dieran corte esas cosas tan superadas, había dicho ella. Pues, sí: todavía le daban corte, había dicho él. Él era de una época en la que los preservativos no se anunciaban por la tele, en la que había que espiar la farmacia desde el exterior y entrar cuando no hubiera clientes, y en la que, según el talante del farmacéutico, se podía salir de allí sin los preservativos y con una bronca de mil pares de narices porque allí no se vendían cochinadas. ¿O no se acordaba? Pues esas cosas ahora no pasaban, había dicho ella. Pues, no, había reconocido él. Pero el corte seguía siendo casi el mismo. Aunque, ella, cómo iba a saberlo, si nunca había pasado por ésas. ¿A que nunca había comprado una caja de preservativos? Al menos, que él supiera, había dicho él. Pues, no, pero no lo veía tan complicado, había dicho ella. Pues, venga: si no era tan complicado, ahora mismo iban a ir a la farmacia, había dicho él. Pues, venga, había dicho ella. Y para allá se habían ido, muy resueltos, sin cruzar palabra, y habían entrado al establecimiento, que estaba lleno de gente. Y, cuando les había tocado el turno, ella se había acercado al mostrador, y él se había puesto a su lado, como si la llevara de rehén. Y, como ella no se decidía, él la había conminado con un gesto de cabeza que significaba: venga, ya que eres tan valiente… Y ella había dicho con voz alta y clara, que había resonado en todo el local: “Una caja de preservativos tamaño mini”.
[Amores y desamores ] 01 Abril, 2007 12:27
En su primera cita de amor, ella lo invitó a su casa y, una vez allí, lo hizo sentar en el sofá, le sirvió un gintonic y lo dejó unos minutos a solas mientras iba a ponerse cómoda. Poco después apareció con un conjunto que era la antítesis de la comodidad: resultaba increíble que se hubiese conseguido embutir en esa minúscula chaquetilla y ese estrechísimo pantalón de cuero negros, que parecían a punto de desgarrarse ante la presión de sus carnes. Vamos a divertirnos un poco, le dijo, y le arrebató el vaso y le volcó el gintonic en la cabeza. Si no es nada, ya verás como no es nada, le dijo, y cogió los cubitos de hielo que le habían quedado enredados en el pelo y se los fue restregando por la cara. Luego lo abofeteó, una, dos y tres veces, con el interior, el revés y de nuevo el interior de la palma de la mano. Las tres cachetadas lo cogieron por sorpresa, y, antes de que pudiera reaccionar, ella lo cogió por el pelo y lo hizo arrodillarse en el suelo mientras le decía: ven caballito, vamos a ver el paso que llevas. Levanta la grupa, caballito, le dijo, y en su mano apareció como por encanto una fusta de cuero con la que comenzó a golpearle en las nalgas. A ver, a ver cómo te portas, le dijo. Con cuatro golpes de fusta consiguió que se pusiera a gatas y, luego, tras encaramarse en su espalda, lo agarró por el pelo con una mano y siguió dándole correazos con la otra. Arre, arre, le decía, a ver si encuentras el dormitorio, y lo guió a golpes y a tirones de pelo por toda la casa hasta encontrar la habitación. Ya dentro, sin soltarlo del pelo, descabalgó, lo empujó boca arriba sobre la cama, se le sentó sobre el estómago y volvió a abofetearlo igual que antes: una, dos, tres veces —derecho, revés, derecho—. Después lo cogió de la pechera de la camisa y se la rasgó de golpe, haciendo saltar varios botones, y acto seguido le hundió las uñas en el torso y desplazó las manos con fuerza hacia abajo. Al instante, varios surcos violáceos surgieron sobre la carne rosada. Ella volvió a abofetearlo y volvió a arañarlo durante mucho rato una y otra vez, con gestos que a veces parecían metódicos, incluso rutinarios, y a veces frenéticos, como motivados por una furia salvaje. Finalmente se cansó, se bajó de donde estaba, se sentó en la pequeña butaca que había frente al peinador y encendió un pitillo. Hala, puedes irte, le dijo. Él se incorporó, salió del cuarto y al cabo de unos instantes se oyó el cierre de la puerta de entrada. Cinco minutos después, sonó el timbre. Ella salió a abrir, y allí estaba él, cabizbajo y hecho un guiñapo.
—¿Y el besito? —preguntó—.
[Amores y desamores ] 21 Enero, 2007 20:01
La historia que me contó Juan Cristóbal Price era tan increíble que se la hice repetir varias veces, y en todas ellas tuve la sensación de que se estaba burlando de mí. Según Juan Cristóbal, todo había empezado un viernes por la noche en una discoteca de la costa, cuando él se curaba de tristezas y soledades frente a una de las barras del local. Lo normal en aquellos casos era que, al cabo de unos cuantos cubalibres, Juan Cristóbal recordara que, a pesar de que había pasado jornadas interminables en establecimientos parecidos, los locales nocturnos no eran su elemento, y que optara por largarse, más triste y descorazonado que antes de entrar. Respecto a las discotecas, había dos cosas de las que él se podía jactar: una eran las consumiciones pagadas. Juan Cristóbal estaba seguro de haber sufragado, él solo, las nóminas de varios camareros. El otro de sus records mundiales era el de mujeres que lo habían rechazado, que eran numerosas como las aves del cielo e incontables como las aguas del mar. Aquella noche fue diferente: justo cuando iba a marcharse, a Juan Cristóbal se le situó al lado una mujer guapísima, a la que él había estado mirando todo el rato mientras ella se contoneaba por la pista rodeada de moscones. El porqué aquella mujer lo escogió a él y no a ningún otro de los que la pretendían es un misterio que Juan Cristóbal ni se molestó en averiguar. El hecho es que la mujer comenzó a hablarle, que se cayeron bien, que salieron juntos de aquel sitio, que terminaron la noche en la casa de él y que ahora estaban viviendo una historia de amor. Pero, todo esto, que ya era extraño que le sucediera a Juan Cristóbal si se tenía en cuenta su currículum, se convertía en totalmente inverosímil en cuanto él revelaba la identidad de su amada. Se trataba de una actriz famosa, casada con un galán de cine por el que suspiraban millones de mujeres en todo el mundo. Ahí, es que había para no creérselo. ¿Una mujer que lo tenía todo, y, además, un marido tan guapo, rico y famoso como ella por el que babeaba cada vez que le preguntaban por él en las entrevistas, se iba a enamorar a primera vista, en una discoteca, y de un don nadie, y un poco feo —todo hay que decirlo— como Juan Cristóbal?
—Anda, y que te den. Eso es imposible —le dije.
—Pues, no. No sólo es posible, sino que es lógico.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está la lógica?—inquirí.
—Pues, porque las mujeres son muy raras.
Yo me limité a abrir la boca y, después, a cerrarla, muy despacio.
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