Esta vez fue una mirada. Hubo una mirada, y el cazador de historias creyó que allí había una historia, porque en aquella mirada estaba concentrado todo el odio del mundo. Se trataba de una mirada afilada, taladrante, pavorosa, que parecía estar a punto de matar, devastar, fulminar. Al descubrir esa mirada, al cazador de historias por poco se le escapa una sonrisa. Una mirada así solo la podía tener un asesino o un adolescente. En efecto, el propietario de la mirada era un adolescente —¿dieciséis, diecisiete?— y el objetivo de la mirada era una chica —¿diecinueve, veinte?— que estaba sentada en la terraza de un bar, acompañada de su amiga. La mirada disparó la historia, pero la historia había empezado momentos antes, cuando la chica, tras colgar el teléfono móvil, le había dicho a su amiga que fulanito no vendría. “¿Por qué no viene?”, le preguntó su amiga. “No sé, no me lo ha dicho”, dijo la chica. Pero, ahí lo teníamos, al dueño de la mirada, que había aparecido por la terraza montado en una bicicleta pequeña, de esas de hacer malabarismos. El chico había frenado y, sin decir nada, se había quedado mirando a la chica con aquella mirada terrible. La chica se había levantado y había intentado dialogar con el chico, pero, éste la había dejado con la palabra en la boca. Lo único que el cazador de historias pudo captar de ese diálogo es que el chico decía: “Ya está, se acabó, para siempre.” Luego, impulsó la bicicleta, de la que no se había desmontado en ningún momento, y desapareció. “Pero, ¿qué explicación te ha dado?”, preguntó la amiga a la chica, una vez que ésta se hubo sentado de nuevo. “Ninguna, que se acabó”, dijo, mientras se enjugaba una lágrima. Las dos chicas siguieron hablando en voz baja sobre las sinrazones del chico, y al cabo de un rato, el chico, el que había dicho que “nunca más”, volvió a aparecer con su bicicleta en el otro extremo de la terraza y volvió a lanzar esa mirada feroz a la chica. Ésta fue a su encuentro y continuaron hablando durante un rato. En ese momento, el cazador de historias estuvo tentado de decirle a la amiga de la chica: “Dile a tu amiga que ese chico es un inmaduro y un gilipollas, que lo mande a paseo.” Sin embargo, no lo hizo. Lo que hizo fue levantarse y pagar su consumición. Al marchar, pasó cerca de los dos chicos, a tiempo de oír que ella le preguntaba: “Pero, ¿por qué?” “Porque no me sale de la polla”, contestó él. Ahí, el cazador de historias decidió que no había historia que contar. Ningún contador de historias puede incluir una frase así. No le queda bien ni al protagonista, ni al antagonista; ni al héroe ni al villano. Y aquel chico, por no llegar, no llegaba ni a villanito. No era nada. Lo único que hubiera merecido era que el cazador de historias le hubiese dado un par de soplamocos y le hubiese dicho: “Anda, niñato, vete a tu casa, que estás molestando a esta chica y me estás jodiendo mi historia”. Si eso hubiese ocurrido, podríamos estar hablando de una historia con final feliz. Desafortunadamente, no fue así. Qué historia más tonta.
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03 Agosto, 2008 11:10
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27 Julio, 2008 10:30
Los dos eran divorciados. ¿Habían sido infelices en sus respectivos matrimonios? No, la infelicidad es un concepto muy abstracto. Digamos que la boda de cada uno de ellos se había producido después de un noviazgo sin entusiasmo, y que los dos casos habían desembocado en una rutina tensa que había acabado por ser insoportable. Se gustaban, era casi inevitable que se convirtieran en amantes. No se trataba de una segunda oportunidad. Simplemente, estaban a gusto juntos. Más que amarse, se hacían compañía. Y, como en tantas parejas, todo iba bien hasta que uno quiso saber demasiado sobre el otro. Un día, ella había asistido a una recepción en la que había coincidido con un antiguo novio. Después había querido hablar de ese amor malogrado.
— ¿Conoces a fulano? —le preguntó.
—Sí, claro que lo conozco.
—¿Sabes? Yo me tendría que haber casado con él.
Él sintió algo raro en el estómago, como un aviso de náusea, pero no dijo nada. Ella prosiguió:
—Estuve saliendo durante cinco años con él, y me tendría que haber casado con él, que es un hombre diez…
Él se sintió mareado. Lo de “hombre diez” —hombre perfecto— le pareció una cursilada, pero le afectaba terriblemente.
—Después me casé con quien me casé, y él se casó a su vez con una chica que debe de ser muy maja, porque él es increíble. ¿La conoces, a ella?
—Por supuesto que la conozco. Trabaja conmigo.
—¿Qué tal es?
—Muy maja, muy buena profesional y muy agradable.
—Debe de serlo, porque para que él se haya casado con ella tiene que ser especial.
—La vida está llena de coincidencias —dijo él, al rato—. Tú formas parte de una historia de mi vida y ni siquiera te la imaginas.
—¿De qué historia? Cuéntamela.
—No, no te la puedo contar.
Y no se la contó. ¿Cómo le iba a decir que ese hombre diez, ese que tendría que haberse casado con ella, era el que finalmente se había casado con la mujer de la que él estaba locamente enamorado. ¿Qué le iba a decir? ¿Sí, ese hombre se tenía que haber casado contigo y no con la mujer de mi vida? A partir de ese momento, todo cambió entre ellos. Él nunca le perdonó que no se hubiera casado con aquel hombre diez. Y fueron infelices —sí, infelices—, pero cada uno por su lado.
— ¿Conoces a fulano? —le preguntó.
—Sí, claro que lo conozco.
—¿Sabes? Yo me tendría que haber casado con él.
Él sintió algo raro en el estómago, como un aviso de náusea, pero no dijo nada. Ella prosiguió:
—Estuve saliendo durante cinco años con él, y me tendría que haber casado con él, que es un hombre diez…
Él se sintió mareado. Lo de “hombre diez” —hombre perfecto— le pareció una cursilada, pero le afectaba terriblemente.
—Después me casé con quien me casé, y él se casó a su vez con una chica que debe de ser muy maja, porque él es increíble. ¿La conoces, a ella?
—Por supuesto que la conozco. Trabaja conmigo.
—¿Qué tal es?
—Muy maja, muy buena profesional y muy agradable.
—Debe de serlo, porque para que él se haya casado con ella tiene que ser especial.
—La vida está llena de coincidencias —dijo él, al rato—. Tú formas parte de una historia de mi vida y ni siquiera te la imaginas.
—¿De qué historia? Cuéntamela.
—No, no te la puedo contar.
Y no se la contó. ¿Cómo le iba a decir que ese hombre diez, ese que tendría que haberse casado con ella, era el que finalmente se había casado con la mujer de la que él estaba locamente enamorado. ¿Qué le iba a decir? ¿Sí, ese hombre se tenía que haber casado contigo y no con la mujer de mi vida? A partir de ese momento, todo cambió entre ellos. Él nunca le perdonó que no se hubiera casado con aquel hombre diez. Y fueron infelices —sí, infelices—, pero cada uno por su lado.
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18 Mayo, 2008 10:28
A las once menos cuarto de la mañana, el científico deja a un lado su cuaderno de anotaciones, guarda la estilográfica, cierra los ojos, respira hondo varias veces y piensa: “Ahora, el aire que respiro, la sangre que circula por mis venas y todas y cada una de las células de mi organismo se concentran en una sola energía que fluye vertiginosa hacia mi cabeza, se junta con mis pensamientos y forma un remolino luminoso que, impulsado desde los pliegues más recónditos de mi cerebro, sale disparado en tu busca.” El científico, con movimientos suaves y pautados, se levanta, se abrocha la bata y se dispone a abandonar su despacho, mientras piensa: “Ahora, ese halo invisible pero poderoso que se ha desprendido de mi mente se desplaza raudo por el edificio A, sale al jardín, cruza la valla, entra al edificio B, atraviesa rellanos, tabiques y puertas, entra a tu laboratorio, te ve inclinada ante el microscopio y te golpea en la sien como una descarga de rayos láser.” El científico sale del despacho, entra al ascensor y, mientras pulsa el botón de la planta baja, piensa: “Sí, soy yo, amor mío. ¿Por qué te sorprendes? Este deseo de tomar café que te acaba de asaltar es mi pensamiento, que ahora está dentro de ti. ¿Verdad que me escuchas? Bien. Pues, como me escuchas, ahora mismo vas a dejar lo que estás haciendo y vas a bajar a la cafetería. Yo estaré allí, en la terraza, desayunando y esperándote.” El científico llega hasta la cafetería, se sienta ante la mesa que le da más visibilidad sobre la entrada del edificio B, pide un café con leche y una ensaimada, y piensa: “Bueno: ahora mismo estás bajando por el ascensor. Sigues escuchándome, ¿verdad? Yo, alto y claro. Además de escucharte, casi puedo verte. ¿A que hoy traes el vestido pistacho que te resalta esas mechas de fuego que te han hecho? ¿No? ¿El marrón? Ese también te sienta estupendamente.” Al rato, mientras dobla y desdobla el sobre vacío del azucarillo y mira repetidamente el reloj, el científico ruega: “Ahora mismo vas a salir por esa puerta, te vas a dirigir directamente hasta esta mesa, me preguntarás si no me importa que te sientes a mi lado, me dirás que hace tiempo que querías conocerme, y descubriremos enseguida que estamos hechos el uno para el otro.” Después de un enésimo vistazo al reloj, el científico se levanta, paga la consumición y, tras dirigir una mirada desolada al edificio B, se introduce en el edificio A. Luego, en su despacho, se sienta, extrae la estilográfica y escribe el resultado del experimento, un resultado recurrente desde su época de colegial: “La telepatía sigue sin funcionar”.
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09 Marzo, 2008 09:45
La princesa nunca estaba triste. Al contrario: su alegría era excesiva, y eso siempre había preocupado al buen rey, que hubiese preferido una princesa como las de los cuentos, esto es, pálida, lánguida, sensible, obediente y, sobre todo, remisa al matrimonio, al menos hasta la aparición del candidato idóneo, a ser posible algún príncipe valiente, o poderoso rey de un reino vecino —o lejano, pero rico—. En lugar de eso, la princesa era inquieta, descuidada al vestir, mal hablada y despreocupada de los asuntos del reino y de los propios de su género —nunca había querido aprender a bordar ni a tocar el clavicordio—. A la princesa le aburría, por ejemplo, jugar a las muñecas y a las cocinitas, y se divertía lanzando piedras a los gatos y a los pájaros. Trepaba a los árboles, se embarraba en los charcos y luchaba cuerpo a cuerpo con los mozos del lugar, ya fueran hijos de la nobleza, caballeros o villanos. Al crecer, a la edad en que las princesas de libro son frágiles y espigadas, tienen la piel blanca como la nieve, los labios rojos como el rubí y el cuello gentil como el de los cisnes, la princesa era musculosa como un descargador de muelle, tenía la piel curtida como los marineros y su espalda podía pasar por la de un boxeador de los pesos medios. Ninguna de estas características, sin embargo, le restaba un ápice de atractivo femenino, así que, a pesar de que ella sola podía dejar fuera de combate a cualquiera, el buen rey le adjudicó un guardián para mantener alejados a los moscones, abundantes no sólo en la corte sino en todos los confines del reino. Quiso el azar —o la desocupación— que la princesa se enamorara del guardián y el guardián de la princesa, por lo que al poco tiempo las formas compactas y afiladas de ella se convirtieron en redondeadas y grávidas. Hombro a hombro cuidaron la princesa y el guardián del primer fruto de su amor, y de un segundo, pero, como no era una princesa de cuento, sino de verdad, no fueron felices para siempre jamás, sino sólo durante la temporada primavera-verano. Entonces, vino un periodo luminoso para la princesa, pero oscuro para la familia real, la corte y todos lo súbditos: para gran escándalo y vergüenza de los habitantes de aquel reino, y para regocijo y maledicencia de los reinos vecinos, la princesa se separó del guardián y se refugió en un circo ambulante, en donde mantuvo romances con el domador de leones, el trapecista, el jefe de pista, el ilusionista, el funambulista y el vendedor de entradas —en ese orden—. Nadie entendió ese comportamiento. El único que no la criticaba era el enano que, impaciente, se frotaba las manos.
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17 Febrero, 2008 09:30
El timbre de la puerta suena y Juan de Dios Price da un salto en el sillón. Se queda unos instantes envarado, alerta. Después coge el mando a distancia y baja el sonido del televisor. En la pantalla, la leona tiene que continuar acechando a su presa sin narrador ni música de fondo. Juan de Dios sigue quieto e intenta reducir también el volumen de su aliento. Al cabo de un minuto, el timbre vuelve a sonar, esta vez dos veces seguidas. Juan de Dios aprieta el mando como si fuera un arma defensiva, y contiene la respiración todavía más. En la pantalla, la leona se mantiene tensa, vigilante. Juan de Dios cierra los ojos. El timbre suena una, dos, tres veces, la última de ellas más prolongada que las demás. De niño, Juan de Dios también cerraba los ojos ante los peligros, era su manera de alejarlos. El timbre vuelve a sonar, uuuunnnnna, doooooooooos, treeeeeeeeeeeeees veces. Juan de Dios se incorpora con sigilo, entra en el dormitorio y se echa boca arriba en la cama. El timbre vuelve a sonar. Ahora es un timbrazo prolongado, de más de medio minuto. Si sigue así, va a quemar el timbre. ¿Habrá enganchado el timbre con celo, como en una gamberrada de adolescente? No. El timbre deja de sonar, y él ahora, finge dormir. ¡Qué absurdo! Al siguiente timbrazo, él se levanta y, caminando como un fugitivo de sí mismo, se refugia en la terraza, lo único amplio de su minúsculo sobreático. Pero hasta ahí también llega, diáfano y terrible, otro timbrazo. Juan de Dios se descalza, desanda el camino, y llega hasta la puerta de entrada. El timbre deja de sonar, pero se percibe una presencia al otro lado. Al momento, le llega una voz masculina muy queda que dice: “¿Carmen?” Juan de Dios se queda atónito. La voz insiste: “¿Carmen?” Juan de Dios se arma de valor. “Aquí no vive ninguna Carmen”, dice. “¿Ah, no?”, dice la voz, sorprendida. “No”, asegura Juan de Dios. Durante los siguientes minutos, el diálogo se repite, como el de dos actores que ensayaran el mismo texto una y otra vez. “Así, ¿seguro que aquí no está Carmen, ni vive ninguna Carmen?” “Seguro.” La voz del desconocido es, ahora, amenazante, ahora, conciliadora, ahora, dubitativa, ahora, implorante… “Oiga —dice finalmente—: entonces, ¿cómo es que ha tardado tanto en contestar?” “Porque estaba en la terraza, tomando el sol.” El hombre que busca a su mujer se va. Juan de Dios, el hombre que huye de la suya, y que no conoce a ninguna Carmen, suspira y vuelve a sentarse frente al televisor. En la pantalla, ya no hay leonas.
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03 Febrero, 2008 11:01
Ella estaba harta de él, ¿entendía? Harta. Y cuando decía harta, quería decir hasta arriba, hasta aquí —y cuando decía hasta aquí se señalaba la coronilla—. No, hasta aquí no —corrigió—, hasta aquí —y el nuevo ‘hasta aquí’ era hasta más arriba de la cabeza, hasta donde daba el brazo—. Pero como él no parecía entender, ella le siguió diciendo que estaba harta de su manera de ser, de su forma de comportarse, de sus hábitos al comer, de su estilo en el vestir… Él era como una anti-persona para ella, ¿entendía? Era como su castigo particular, la condena por un delito que no había cometido. Bueno, el delito era haberse casado con él. Sí: ese había sido su delito: casarse con él. Pero ya estaba bien de condena, ya valía, ¿de acuerdo? Todos los delitos tenían un tiempo de purgación: seis meses, un año, dos, cinco… Veinte, los crímenes más atroces —y con buen comportamiento se reducían a quince, o a doce—. Pero, de cadena perpetua, nada, ¿eh? La cadena perpetua no existía en España. Aquello se tenía que acabar. Y se tenía que acabar porque ella no quería pasar el resto de su vida con un inútil. Porque, ¿quién era él? A ver: que le dijera quién era él. Un inútil. Eso es lo que era: un inútil. Ella había tenido así de pretendientes, así —‘así’ era la multiplicación de las yemas de sus dedos juntándose y separándose—, y ¿con quién había acabado? Con él. ¿Y quién era él? Un don nadie. Ése era él: un don nadie. ¿Se enteraba? Sí, tal como lo estaba escuchando: un don nadie. Todos sus amigos eran algo. ¿Y él, qué? Él, nada. Cero. ¿Se enteraba? Cero: la nulidad absoluta. ¿Y sabía por qué era la nulidad absoluta? Porque no tenía ni sangre en las venas. Él era como un muerto viviente, como un zombi. ¿Sabía por qué las otras personas eran alguien? Porque tenían carácter, porque tenían inquietudes, porque se planteaban retos, porque resolvían problemas. Él, en cambio, era como un vegetal. ¿Veía ese cactus que le habían regalado por Pascua? Pues él era como ese cactus. La única diferencia era que el cactus no hacía ruidos raros al masticar, no eructaba, ni roncaba ni se tiraba pedos. O sea: puestos a tener un adorno en casa, mejor un cactus, ¿sabía? ¿Y sabía lo que más le molestaba de él? Que, cuando ella hablaba, él, como si oyera llover. Pero, ¿él que tenía?, ¿sangre en las venas… —y dale con la sangre en las venas— u horchata? ¿Se enteraba de que ella estaba harta, de que quería acabar con esa situación, de que le estaba diciendo que se largara? ¿Entendía o no entendía?
—Más que entenderte, te intuyo—dijo el sosegado. Y siguió leyendo el periódico.
—Más que entenderte, te intuyo—dijo el sosegado. Y siguió leyendo el periódico.
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27 Enero, 2008 09:54
Pobre Ulises Javier Price. Había sobrevivido varias veces al canto de las sirenas, pero no podía escapar a su influjo. Allí donde hubiese sirenas —o presumía que las hubiese—, allí estaba él, siempre expectante, siempre al acecho. Cuando las sirenas aparecían o estaban a punto de aparecer, la atmósfera alrededor de Ulises Javier se compactaba y él se quedaba tenso y anhelante. Si presentía alguna sirena, Ulises Javier dejaba unos instantes de respirar, como si temiera que el aire que dejara escapar de su boca fuera a delatarlo y a espantarla. Las sirenas, lo sabía él muy bien, eran poderosas, pero muy asustadizas. A las sirenas había que acercárseles con mucha discreción, mucho tino, mucho sigilo. A veces, encontraba bancos enteros de sirenas, como los de peces, y éstas se comportaban con libertad y despreocupación, confiadas en el cobijo que les daba la manada. Bailaban entre ellas, se reían, cantaban…, siempre ondulantes, siempre sensuales, siempre peligrosas. Tropezar con un grupo así de sirenas no era difícil. Ni siquiera hacía falta ese instinto, agudizado por la necesidad y el uso, como el que poseía Ulises Javier. Tampoco había que tomar precauciones al acercarse, pues, ellas, en grupo, se sabían invencibles y dejaban arrimarse a los incautos. Pescar una sirena de aquellas era imposible, al menos para él. Las sirenas lo dejaban aproximarse —podía percibir su perfume y casi tocarlas—, pero, en cuanto lanzaba la red a una, ésta se volatilizaba y las demás se iban dispersando hasta desaparecer. Lo mismo ocurría cuando descubría alguna sirena sola. Ahí, la dificultad era doble: primero, acercarse sin asustarla; y después, lanzar el anzuelo. Fuera como fuere, con él, las sirenas nunca picaban. Era como si pertenecieran a un universo paralelo, al inaccesible otro lado del espejo. Las sirenas se hacían visibles a él, sí: podía verlas, olerlas, saber de ellas; pero, en cuanto él se hacía visible para ellas, se esfumaban. En todo eso pensaba Ulises Javier, ya bien entrada la madrugada, cuando vio a aquella sirena solitaria, varada frente a la barra de un bar. Era una sirena alta, de formas potentes, en cuya mirada él creyó leer, como en un espejo, su propia soledad. Como de costumbre, sintió que le faltaba el aire y se aproximó con cautela, temiendo asustarla. Sin embargo, ella, cuando lo vio, en lugar de volatilizarse, le sonrió. A él se le abrió un mundo, pero, enseguida, sin saber por qué, tuvo una intuición. Siguió de largo hacia el lavabo y después salió del local sin decir palabra. Luego, estuvo pensando en su incompatibilidad con la cola de las sirenas.
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21 Noviembre, 2007 19:27
Durante la discusión, yo argumenté que el mundo está lleno de personas de distintos talantes, pelajes y cataduras, que cada una de ellas desempeña la ocupación que le ha tocado en suerte muy bien, bien, regular, mal o de purísima pena, y que estas cualidades o defectos se pueden apreciar en cualquiera de sus gestos, por insignificantes que éstos parezcan. Expliqué que esto es aplicable a gente que realiza su trabajo a la vista del público, como es el caso de camareros, carniceros, panaderas, dependientas, mecánicos, oficinistas, médicos, empleados de banca, basureros, guardias urbanos, policías, vendedoras de pescado… Por la manera como un mozo de almacén arrastra o empuja el transpalet en el supermercado —proseguí— se deduce todo un universo de preparación, disposición, actitud, esfuerzo, oficio, inteligencia o saber hacer. Y basta ver cómo escancia el vino un camarero, o cómo hiende el mero con el cuchillo una pescadera —finalicé—, para saber si su oficio es para ellos vocación, rutina, fastidio o perdición.
Con todo esto, quería dejar claro a mi mujer que me gusta observar a las personas cuando realizan su trabajo. Y que, por lo tanto, no tenía nada de raro mi fijación por aquella fotógrafa que, en medio de la Rambla, atrapaba con su cámara imágenes a diestra, siniestra, delante y detrás. Lo que no le dije, porque era absolutamente innecesario, fue que la fotógrafa retrataba la fachada de delante, y su figura parecía una Venus de Milo a la que le hubieran crecido los antebrazos; la fotógrafa retrataba la parte de la izquierda, y su silueta era una Venus a la que la escuadra de los brazos le perfilaba un seno turgente y enhiesto; la fotógrafa retrataba la parte de la derecha, y su silueta, ahora trazada a contraluz, se convertía en la misma Venus pero proyectada como una sombra chinesca sobre el sol de media tarde; la fotógrafa retrataba la fachada que tenía detrás —es decir, la fachada frente a la terraza del bar en la cual estábamos mi mujer y yo—, y yo achinaba los ojos intentado percibir las facciones de la Venus, una Venus de media melena rubia vestida con una camiseta negra muy ceñida y unos tejanos que también se le pegaban a la piel. Si la fotógrafa me recordaba a una Venus era precisamente por eso, por esas ropas tan ajustadas, que permitían adivinar las formas que había debajo. En ésas estaba yo —observando los quehaceres y las redondeces de la Venus—, cuando, tras un silencio embarazoso, la voz de mi mujer volvió a sacarme de mis ensoñaciones:
—Pero, dile algo, ¿no?
—¿Qué?
—Esa mujer nos está retratando.
—¡Si, hombre! Está fotografiando la fachada…
—¿Con un teleobjetivo? ¡Venga! ¡Dile algo!
Sintiéndome ridículo, aunque con ganas de acabar la discusión, me levanté y me dirigí hacia la fotógrafa, que en ese momento nos daba la espalda. No sabía qué decirle, pero, tras un trayecto que se me hizo cortísimo —yo hubiese querido prolongarlo—, las palabras me salieron solas.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te fotografías el culo?
Luego regresé a la mesa y me senté, serio y cejijunto, pero sereno. Pronto comprendí que la fotógrafa había entendido el mensaje. Ya no dejó de darnos la espalda.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mi mujer.
—Un piropo —contesté—.
Con todo esto, quería dejar claro a mi mujer que me gusta observar a las personas cuando realizan su trabajo. Y que, por lo tanto, no tenía nada de raro mi fijación por aquella fotógrafa que, en medio de la Rambla, atrapaba con su cámara imágenes a diestra, siniestra, delante y detrás. Lo que no le dije, porque era absolutamente innecesario, fue que la fotógrafa retrataba la fachada de delante, y su figura parecía una Venus de Milo a la que le hubieran crecido los antebrazos; la fotógrafa retrataba la parte de la izquierda, y su silueta era una Venus a la que la escuadra de los brazos le perfilaba un seno turgente y enhiesto; la fotógrafa retrataba la parte de la derecha, y su silueta, ahora trazada a contraluz, se convertía en la misma Venus pero proyectada como una sombra chinesca sobre el sol de media tarde; la fotógrafa retrataba la fachada que tenía detrás —es decir, la fachada frente a la terraza del bar en la cual estábamos mi mujer y yo—, y yo achinaba los ojos intentado percibir las facciones de la Venus, una Venus de media melena rubia vestida con una camiseta negra muy ceñida y unos tejanos que también se le pegaban a la piel. Si la fotógrafa me recordaba a una Venus era precisamente por eso, por esas ropas tan ajustadas, que permitían adivinar las formas que había debajo. En ésas estaba yo —observando los quehaceres y las redondeces de la Venus—, cuando, tras un silencio embarazoso, la voz de mi mujer volvió a sacarme de mis ensoñaciones:
—Pero, dile algo, ¿no?
—¿Qué?
—Esa mujer nos está retratando.
—¡Si, hombre! Está fotografiando la fachada…
—¿Con un teleobjetivo? ¡Venga! ¡Dile algo!
Sintiéndome ridículo, aunque con ganas de acabar la discusión, me levanté y me dirigí hacia la fotógrafa, que en ese momento nos daba la espalda. No sabía qué decirle, pero, tras un trayecto que se me hizo cortísimo —yo hubiese querido prolongarlo—, las palabras me salieron solas.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te fotografías el culo?
Luego regresé a la mesa y me senté, serio y cejijunto, pero sereno. Pronto comprendí que la fotógrafa había entendido el mensaje. Ya no dejó de darnos la espalda.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mi mujer.
—Un piropo —contesté—.
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11 Noviembre, 2007 10:00
Todo comenzó con un correo electrónico que me envió un amigo y que conservo como prueba documental. El correo, cuyo asunto contenía un lacónico “Brujas” y ninguna explicación adicional, adjuntaba un documento en formato Power Point que abrí desprevenidamente sin saber que al hacerlo cambiaría mi vida. Se puede decir que, antes de leer el Power Point de las brujas, yo era yo y el mundo que me rodeaba, y que, después de leer el Power Point de las brujas, mi mundo se redujo a un agujero negro de nombre Berenice, situado en el universo Price. La cosa fue sencilla y gradual, pero fulminante. En la primera pantalla del Power Point salió el siguiente mensaje: “Piensa tres veces en la única persona con la que quieres estar.” Yo, en ese momento, pensé en algunas mujeres, y me pareció injusto estar sólo con una de ellas, así que, no muy convencido, pensé tres veces: “Con Berenice Price”, y pasé a la pantalla siguiente. Entonces, la pantalla me volvió a instruir: “Piensa en una cosa que quieras conseguir en una semana, y repítela seis veces”. Yo pensé: “Estas brujas están tontas: ya he dicho que quiero conseguir a Berenice Price.” Y las otras cinco veces, sólo pensé: “Quiero conseguir a Berenice Price.” Pasé de pantalla, y entonces las brujas escribieron: “Si pudieras ver un deseo realizado, ¿cuál sería? (nueve veces)” Entonces, yo pensé: “A ver si os enteráis: Quiero hacer el amor a Berenice Price.” Y lo repetí nueve veces antes de pasar de pantalla. En la siguiente, las brujas decían: “Piensa en algo que deseas que suceda con la persona en la que pensaste, y repítelo doce veces.” A estas alturas, yo ya estaba un poco cabreado, y repetí el deseo doce veces, pero cambiando la expresión “hacer el amor” por otra más explícita, a ver si las brujas entendían, por fin. La siguiente pantalla tenía trampa. Decía: “Ahora, envía este correo a quince personas en menos de una hora. Si lo haces, tu deseo se hará realidad; si no lo haces, ocurrirá todo lo contrario de lo que has deseado.” Ah, malditas. ¿Y ahora me iba a poner yo a enviar el mismo mensaje a quince amigos para que se realizara el deseo, para poder hacerle el amor a Berenice? ¿Y, si no, nada? ¿Y, si no, todo lo contrario? Al principio, me enfurecí. Pero, después, no sé cómo, vi la luz. Las brujas no iban a poder conmigo. Si no enviaba los correos y ocurría todo lo contrario de lo que había deseado… En lugar de hacerle el amor a Berenice, iba a ser Berenice quien me hiciera el amor a mí. Así que decidí no enviar los correos. Lo malo es que llevo casi un año esperando el milagrito, y Berenice ni se fija.
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28 Octubre, 2007 10:23
Al ver a Luisa de los Ángeles con su nueva pareja, y después de haberle aconsejado tantas veces que se olvidara de su exmarido y rehiciera su vida, yo tendría que haberle dado la enhorabuena y deseado suerte para esa siempre imprevisible segunda oportunidad. Sin embargo, debo reconocer que lo que sentí fue estupor, y, por qué no, cierta envidia. Para Luisa de los Ángeles, yo había pensado en un hombre maduro, preferiblemente separado, o en un solterón de ésos a los que una mujer de rompe y rasga como ella fuera capaz de curar de celibatos, manías y fanatismos. Sí: ya sé que todo esto huele a carcamal. Pero, me gustaría saber lo que habrían pensado ustedes si, tras un par de meses de no coincidir con una amiga cuarentona, la encontraran colgada del brazo de un morocho cubano, todo fibra él, todo sonrisa él, todo simpatía él y todo el vigor del trópico él. Lo voy a decir clarito para que se me entienda: ese chaval, Sebastián, despedía magnetismo por todo el cuerpo y efluvios de semen por los ojos. Y ella, por si las dudas, contaba a todo el que quisiera oírla que su chico era fiel a un refrán de los cortadores de caña: “El sexo es tan necesario como el comer, y hay que comer tres veces al día.” La siguiente vez que coincidí con ellos, me llamó la atención el cambio que se había producido en el físico de Luisa de los Ángeles. De mi espectacular y luminosa amiga quedaba poco menos que la sombra. Estaba ojerosa, pálida, fumaba más que antes y su aspecto en general era como si le hubiesen caído de repente un chaparrón de años. Para colmo, en lugar de nuestra distendida charla habitual, me dio una especie de lección de anatomía que incluía el lumbago, el dolor de huesos, las luxaciones de cadera… En cambio, al cubano se lo veía en su salsa. Incluso su poderío parecía haberse acrecentado: su mirada de rompebragas ya no sólo se posaba sobre Luisa de los Ángeles, sino sobre todo bicho-pata femenino que estuviera a su alcance. A Luisa de los Ángeles no hizo falta preguntarle nada. Ella sola explicó que su amorcito necesitaba comer tres veces al día, y que, además, gustaba también de picar entre horas. Y ella ya no estaba para tantos trotes. En resumen: el ardor de aquel cabrito antillano —ya les hablé de mi envidia— me la estaba matando. Por eso, el siguiente encuentro me desconcertó del todo. Ella volvía a tener el aspecto saludable y feliz de antes, mientras que a Sebastián se le veía relajado, como ausente y con la mirada perdida. Era como si lo hubieran sometido a una lobotomía. “Le he comprado una Play Station”, explicó, triunfal, Luisa de los Ángeles.
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]
23 Septiembre, 2007 10:46
De repente, me fijé en aquella chica que caminaba por la acera, unos metros más adelante y en la misma dirección de la calle por la que yo conducía. Iba vestida con tejanos y una camiseta blanca, muy suelta, pero casi transparente, bajo la cual se vislumbraba un torso firme, esbelto y muy bien proporcionado. Tenía el cabello castaño claro, muy liso, y lo llevaba recogido en una cola tras el cuello. Su andar elegante y su silueta recordaban los movimientos de una bailarina o una gimnasta. “Ahí va una chica segura de sí misma”, fue lo primero que pensé, y, de inmediato, recordando mi búsqueda, me dije: “¿Y por qué no?” Reduje, pues, la ya mínima velocidad que llevaba y me puse casi a su altura. De perfil, sus formas eran todavía más armónicas, casi perfectas. Un mechón rebelde le caía sobre la mejilla, confiriéndole un aire casi infantil, que contrastaba con la resolución y seguridad con las que caminaba. “Vaya pedazo de mujer en un cuerpo de adolescente”, pensé. Y enseguida murmuré, muy bajito: “Venga, que seas tú, que seas tú”. La chica se detuvo, y el corazón me dio un vuelco. “Es ella; es la que estaba deseando”, me dije, y detuve mi coche, en doble fila. “Si eres tú, ya no te me escapas; de aquí no me muevo”, pensé, y mi temeridad me hizo sonreír, confuso. La chica pareció notar mi presencia —fue sólo un instante, un parpadeo, un visto y no visto— y hurgó en su bolso. Yo noté que las manos se me humedecían sobre el volante. “Mierda. ¿Será posible que esté tan a su merced?” Ella extrajo un teléfono móvil, pulsó una tecla y se llevó el aparato a la oreja, una oreja perfecta. ¿La mayoría de las orejas son feas, verdad? Pues la suya era perfecta, como toda ella, porque yo ya había decidido que aquella chica era perfecta. “No, no, no, no, no”, le dije, telepáticamente. “Ahora no quiero que hables con nadie.” La chica comenzó a hablar, pero, mientras lo hacía, estaba pendiente de mí. De vez en cuando me miraba de reojo —lo juro— y, cuando nuestras miradas se cruzaban, ella parecía divertirse y yo debía de parecer un ratón asustado. Hubiese dado un acelerón y me hubiese largado de allí, pero mi necesidad pudo más. La chica dejó de hablar y me miró. Era ahora o nunca. Yo respiré hondo, me armé de valor y le hice una pregunta con el dedo. Ella sonrió y asintió con la cabeza. A mí se me abrió el cielo. La chica sacó las llaves de su coche, lo abrió, se subió, arrancó, y, con dos maniobras perfectas —¿cómo iban a ser?— dejó libre la plaza de aparcamiento que hacía dos horas que buscaba yo. ¿Era o no era perfecta?
[Amores y desamores
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19 Agosto, 2007 13:22
La cita a ciegas debió producirse así, a ciegas, es decir, sin que ninguno de ellos supiera nada sobre el otro, que era lo que había pasado cuando habían empezado a relacionarse en el ciber-espacio. Allí, cada uno de ellos refugiado en una doble intimidad, la de sus respectivos ordenadores y seudónimos, había comenzado lo que pudo haberse convertido en una historia de amor. Los dos eran aficionados a las charlas por internet, y los dos tenían un comportamiento casi idéntico: entraban a las salas de conversación y saludaban, pero luego se mantenían en silencio, simplemente siguiendo las intervenciones de los otros. Con el tiempo, cada uno de ellos supo que el otro era ya una persona madura, pero la verdad era que se portaban como dos adolescentes tímidos que, en medio de una reunión, se dedican a intercambiar miradas furtivas. Cuando él, que se hacía llamar “Indenait”, entraba a una sala de conversación, lo primero que hacía era comprobar si estaba ella, que se hacía llamar “Selene”. Hola, decía Indenait, y todos los participantes en la charla contestaban: Hola. Menos Selene, que era muy tímida. Entonces, él tampoco decía nada, se limitaba a seguir la charla durante el tiempo que hiciera falta —sabiendo que ella estaba allí, pendiente de ella, esperanzado—. Al cabo de un rato —minutos u horas—, Selene decía: Adiós, y nadie le contestaba —pues ya nadie le decía hola, ni adiós—, salvo Indenait, que, educadamente escribía: Adiós, Selene. Eso había sido al principio. Eran dos solitarios que se cobijaban en la multitud del “chat” para poderse encontrar. Después, todo fue cambiando, pero muy lentamente, porque ella era muy desconfiada. Pasaron semanas, antes de que ella se animara a responder la pregunta más simple y reiterativa de todas: Hola Selene, sé que estás ahí, ¿cómo estás? Así que, cuando llegó su respuesta, pareció abrirse el Universo. Selene escribió: Hola, Indenait, yo, bien, ¿y tú? A partir de ahí no todo fue coser y cantar, sino insistir e insistir, pero él ya estaba a punto de llevarse el gato al agua. Selene había accedido a que se vieran en persona. Para él, era como alcanzar la luna. Habían fijado lugar, fecha y hora. Faltaba sólo un detalle: ¿Cómo se reconocerían? Eso: ¿Cómo era él? Físicamente, se entiende. Indenait, que, en el fondo, era muy ingenuo, escribió: ¿Has visto a Brad Pitt en alguna película? Selene escribió: ¡Sí! Indenait, que a veces tenía una manera muy enrevesada de explicar las cosas, escribió: Pues, todo lo contrario. Selene se esfumó para siempre en la inmensidad del ciberespacio.
[Amores y desamores
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12 Agosto, 2007 11:12
Tras apearse del autobús, el estudiante tuvo que preguntar a dos transeúntes para asegurarse de que no se había confundido de lugar. En efecto, aquel era el barrio Santa Lucía, y la casa que buscaba estaba ahí mismo. ¿Veía la tienda de verduras? Pues, bajando recto por ahí. Así que aquella era la calle, y en una de esas casas vivía Doña Laura… Por un momento, tuvo la esperanza de haberse equivocado al memorizar la dirección —ni siquiera había tenido necesidad de apuntarla, la había fijado en su cabeza; así de importante era ella para él—. Cuando llegó al número indicado, casi lanza un suspiro de alivio. Aquella no podía ser la casa, pues se trataba de una construcción muy modesta, de una sola planta, en cuyo garaje funcionaba un taller de reparación de calzado. Dentro, un hombre de aspecto hosco y con barba de varios días, manipulaba un zapato de hombre. Detrás, en una estantería, arreglados o a punto de arreglar, se apilaban zapatos de distintos tamaños, formas y colores, igualados por una fina capa de polvo. En una de las paredes, desde un póster descolorido, la chica del año de una empresa de neumáticos se tapaba los senos desnudos con los brazos, mientras miraba a la cámara con sonrisa pícara. El estudiante, que se había detenido un momento, también amagó una sonrisa, pero se le torció el gesto y siguió de largo. Ahora se sentía ridículo, con su ropa de los domingos, limpia y recién planchada. Se había vestido para la gran ocasión: repasar los apuntes con doña Laura. ¿Cuándo habían comenzado a llamarla así? No lo recordaba. Ella era una más de la treintena de pobres diablos que aspiraban al título de Maestro, pero, desde el primer curso, a alguien se le ocurrió referirse a ella como “Doña Laura”. Y así se había quedado: Doña Laura. Siempre bien vestida, con su abrigo azul inmaculado y sus zapatos de charol, impecables. Doña Laura: alta, esbelta, con la naricita respingona y el pelo siempre recogido, como una diosa griega. La estudiante con más clase de toda la Normal. Él se había enamorado de ella como un tonto y ella se dejaba querer. Y tras mucha insistencia, ella había accedido a que fuera a su casa a repasar los apuntes. Eso sí: tenía que llegar temprano y marchar pronto, porque, si no, su papi se enfadaba. Doña Laura era así: mientras los demás hablaban de padre, madre, papá o mamá, ella hablaba de papi y mami. Al estudiante, la sola mención de “papi” le provocaba tembleques. Al día siguiente, en clase, ella lo recibió con un mohín de contrariedad. —¿Y…? —preguntó. —No encontré la casa —mintió él—.
[Amores y desamores
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12 Agosto, 2007 11:12
Tras apearse del autobús, el estudiante tuvo que preguntar a dos transeúntes para asegurarse de que no se había confundido de lugar. En efecto, aquel era el barrio Santa Lucía, y la casa que buscaba estaba ahí mismo. ¿Veía la tienda de verduras? Pues, bajando recto por ahí. Así que aquella era la calle, y en una de esas casas vivía Doña Laura… Por un momento, tuvo la esperanza de haberse equivocado al memorizar la dirección —ni siquiera había tenido necesidad de apuntarla, la había fijado en su cabeza; así de importante era ella para él—. Cuando llegó al número indicado, casi lanza un suspiro de alivio. Aquella no podía ser la casa, pues se trataba de una construcción muy modesta, de una sola planta, en cuyo garaje funcionaba un taller de reparación de calzado. Dentro, un hombre de aspecto hosco y con barba de varios días, manipulaba un zapato de hombre. Detrás, en una estantería, arreglados o a punto de arreglar, se apilaban zapatos de distintos tamaños, formas y colores, igualados por una fina capa de polvo. En una de las paredes, desde un póster descolorido, la chica del año de una empresa de neumáticos se tapaba los senos desnudos con los brazos, mientras miraba a la cámara con sonrisa pícara. El estudiante, que se había detenido un momento, también amagó una sonrisa, pero se le torció el gesto y siguió de largo. Ahora se sentía ridículo, con su ropa de los domingos, limpia y recién planchada. Se había vestido para la gran ocasión: repasar los apuntes con doña Laura. ¿Cuándo habían comenzado a llamarla así? No lo recordaba. Ella era una más de la treintena de pobres diablos que aspiraban al título de Maestro, pero, desde el primer curso, a alguien se le ocurrió referirse a ella como “Doña Laura”. Y así se había quedado: Doña Laura. Siempre bien vestida, con su abrigo azul inmaculado y sus zapatos de charol, impecables. Doña Laura: alta, esbelta, con la naricita respingona y el pelo siempre recogido, como una diosa griega. La estudiante con más clase de toda la Normal. Él se había enamorado de ella como un tonto y ella se dejaba querer. Y tras mucha insistencia, ella había accedido a que fuera a su casa a repasar los apuntes. Eso sí: tenía que llegar temprano y marchar pronto, porque, si no, su papi se enfadaba. Doña Laura era así: mientras los demás hablaban de padre, madre, papá o mamá, ella hablaba de papi y mami. Al estudiante, la sola mención de “papi” le provocaba tembleques. Al día siguiente, en clase, ella lo recibió con un mohín de contrariedad. —¿Y…? —preguntó. —No encontré la casa —mintió él—.
[Amores y desamores
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29 Julio, 2007 11:53
Él era la persona más obsesiva, organizada y meticulosa que ella había conocido, y ella el peor de los desastres —según él—. Ninguno de los dos entendía por qué se había casado con el otro, pero llevaban treinta y cinco años juntos. Treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas, para ser más exactos, según él, y toda una eternidad, según ella —que calculaba a bulto—. En cualquier caso, su vida, o como quiera que se llamase aquella convivencia agotadora y exasperante, se había convertido en un infierno desde el mismo día en que se habían casado. Él odiaba el desorden y la improvisación, y a ella le irritaba esa manía de su marido de querer tenerlo todo estudiado, meditado, programado. Él era todo cerebro; ella, toda emoción. Él era la razón; ella, el sentimiento. Él, el raciocinio; ella, la intuición. Él, la organización; ella, el caos. Él, la constancia; ella, el impulso. A él, planificar el asesinato le había llevado dos años enteros; a ella, ni se le había ocurrido. ¿Cómo se le iba a ocurrir, con el poquito cerebro que tenía? Para cometer un crimen —un crimen perfecto, ¿qué otra cosa se podría esperar de él?—, hacía falta previsión, preparación, prudencia, sentido de la oportunidad, anticipación, método, tacto… Fíjense si había pensado en todo, que hasta el nombre del lugar del crimen encajaba en sus objetivos: Mirador de La Paz. Allí, en aquel paraje magnífico e incomparable del estado venezolano de Trujillo, iban a descansar en paz los dos: su señora en las simas del precipicio, y él en la profundidad de su alma. Durante los dos últimos años, él había ido poniendo señuelos para que pareciera que fuera ella quien había decidido el viaje. Un comentario, como al descuido, ante un documental televisivo, un folleto turístico aparecido en el buzón, una paga extra inesperada que les permitía un capricho, la llamada de una agencia de viajes promocionando la visita a los lugares más altos del mundo… Si ella hubiese sido suspicaz… Ah, si ella tuviese una mente lúcida como la suya, capaz de ver más allá de las apariencias… Pero, ella, ajena a todo, en esos momentos estaba disfrutando del impresionante paisaje que, más que divisarse, se adivinaba a sus pies—hasta eso había tenido en cuenta: un día de niebla—.
En el instante previsto, él se dispuso a darle el empellón fatal, aquel que iba a liberarlo de treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas de suplicios. Ella, sin saber por qué, obedeciendo a un impulso misterioso, lo empujó al vacío.
En el instante previsto, él se dispuso a darle el empellón fatal, aquel que iba a liberarlo de treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas de suplicios. Ella, sin saber por qué, obedeciendo a un impulso misterioso, lo empujó al vacío.





