[Niños ] 11 Enero, 2009 10:36
Aquel pabellón polideportivo era muy fácil de encontrar, pero, como a mí me gustan las cosas difíciles, me perdí tres o cuatro veces. Mientras tanto, mi hijo de siete años, que jugaba su primer partido de fútbol, no paraba de preguntar desde el asiento trasero del coche a qué hora era el partido y yo le contestaba que no se preocupara, que llegaríamos enseguida. “Enseguida” fue media hora tarde, y, en el vestuario, sus compañeritos esperaban ansiosos su llegada —no porque mi hijo sea muy diestro con el balón, como pude comprobar después, sino porque para jugar hacen falta cinco jugadores y él completaba el número—.  Por suerte, el retraso no tuvo consecuencias, ya que se jugaban varios partidos, y el encuentro anterior al suyo todavía estaba por acabar. Lo que sí que había era un imprevisto: el entrenador de nuestro equipo no se había presentado. “Pero no hay problema —se ofreció un padre—, yo haré de entrenador”. Siempre hay un padre entusiasta que se presta a hacer de entrenador. “A ver” —preguntó el padre-entrenador a mi hijo—: “¿Tú, de qué juegas?” Mi hijo se encogió de hombros. “Bueno: pues, tú, de delantero” —dijo el padre-entrenador. Luego, mientras yo le ayudaba a cambiarse, cogí a mi hijo por los hombros y le dije: “¡Qué bien! ¡Jugarás de delantero!” Él hizo un gesto de extrañeza y me preguntó. “¿Qué es eso?”  “Pues el que juega delante, el que mete los goles” —le dije—. Menos mal que tuvimos ese pequeño diálogo, porque eso me preparó para lo que vino después. Ignoro si el padre-entrenador le dio más instrucciones. Lo cierto es que él entendió muy bien lo de estar delante. Cada vez que su equipo sacaba de medio campo —y eso era con mucha frecuencia, pues les metieron muchos goles— el crío salía disparado, sin balón, hacía la portería contraria. Pero, como les quitaban la pelota enseguida, tenía que volver corriendo a defender. Lo que ocurría era que, cuando bajaba, lo hacía correteando al lado del contrario que llevaba el balón, aunque sin ningún amago de arrebatárselo. Era una especie de “acompañante-animador”. El primer partido del triangular lo perdieron siete a cero, y el padre-entrenador se justificó: “Es que eran un año más grandes que los nuestros. Pero, tranquilos, que el siguiente partido nos toca contra otros más pequeños”. El siguiente lo perdieron diez a cero. Aunque los segundos rivales también eran mayores, yo temía el gran trauma. Sin embargo, al volver en el coche, mi hijo se anticipó a cualquier intento de consuelo por mi parte. “Bueno, al menos nos han dado una medalla”, dijo. Luego, en casa, exhibió el trofeo. “¡Qué bien, te han dado una medalla! ¿Cómo ha ido?”, preguntó su madre. “Hemos quedado segundos. Dos veces. ¿Verdad, papi?”
[Familia Price ] 11 Enero, 2009 10:34
Fue Pedro Pablo Price quien me vio en el parking del supermercado y se dirigió a mí. “¡Hombre, tú por aquí…!”, exclamamos a la vez. “Todos rezamos en iglesias parecidas”, le dije, mientras estrechaba su mano. “¿Cómo va todo?”, preguntó, mientras me ponía la otra mano en el hombro. Ahí, noté que su hombro y el mío estaban a la misma altura. “Bien; de fiesta, que es lo que toca”, respondí, apoyando a la vez mi mano sobre su hombro. Efectivamente, los dos hombros estaban igualados. “Qué suerte tienen algunos”, dijo, y me dio una palmadita en el lomo, justo a la altura del michelín. “Bueno, tampoco hay para tanto”, contesté, y también le cacheé el lomo. Mi antebrazo y el suyo quedaron al mismo nivel. “¿Qué tal la familia?”, preguntó mirándome a la nariz. “Bien, todos bien”, dije. Si yo levantaba la cara, la punta de mi nariz quedaba justo a la altura de sus ojos. “¿Y qué tal tu gente?”, pregunté mirándolo al nacimiento del pelo. “Todos bien, salvo mi padre, el pobre, que ya está un poco para allá”, respondió. Ahora era él quien levantaba el mentón y lo ponía al mismo nivel que mi nariz. Yo estiré el cuello, tiré los hombros hacia atrás y le dije: “Claro, es que ya está un poco mayor, ¿verdad?” Él sacó pecho, movió la cabeza a un lado y a otro, como si estuviera calentando para algún ejercicio, bajó los hombros, estiró el cuello y dijo: “Ochenta y ocho. Pero, físicamente está muy bien. Lo que pasa es que se le va la cabeza…”  Pedro Pablo tiene más pelo que yo, así que, desde cierta distancia, quizás su cabeza destacaba sobre la mía. Sin embargo, mi hombro quedaba unos centímetros por encima del suyo. No estaba seguro, pero lo más probable era que su cuello fuera más largo. Me balanceé suavemente sobre los pies. “¿Pero, os reconoce o no os reconoce?”, inquirí. “Claro que nos reconoce”, aseguró Pedro Pablo. “Lo que pasa es que a veces me confunde con un primo mío”. Cuando yo me balanceaba hacia adelante aprovechaba para quedarme unos instantes en la punta de los pies. Entonces conseguía verle casi toda la cabeza por encima. “Es ley de vida”, le dije. “Hay un momento en que o te falla el cuerpo o te falla la mente, pero siempre te falla algo”. Él comenzó a imitar mi balanceo. Con el movimiento, según cómo, yo conseguía verle hasta la coronilla, pero, según cómo, sólo le llegaba hasta la frente. Hablamos un poco más, nos dijimos todo lo que nos teníamos que decir, nos despedimos, y él se encaminó hacia la entrada del supermercado y yo hacia mi coche. Mientras lo veía alejarse, y podía apreciar el conjunto de su figura, casi me sale en voz alta la pregunta que me había estado rondando, y que posiblemente se había estado haciendo también Pedro Pablo todo el rato: Jobar…. ¿Así de bajito soy?