De todos los objetos que sacó Inocencio Price y que fue poniendo sobre la mesa del comedor ante los ojos atónitos de su mujer, el más extraño era un robot limpiador del polvo que, de forma autónoma, era capaz de dejar sin pelusillas cualquier piso de terrazo, mármol, parquet o el que le echaran, porque era un robot todo-terreno, según le había dicho a Inocencio aquel señor tan simpático que se había encontrado en la cafetería del hotel, un hotel al que Inocencio no había entrado nunca, pero ese día, mira por dónde, le había dado por entrar a hacer un cafelito y había conectado enseguida con aquel señor tan simpático. El robot consistía en una pelota de goma de unos quince centímetros de diámetro que iba rodando por el suelo en el interior de un plato de plástico. Cada vez que el plato tropezaba contra algún objeto, la pelota cambiaba de dirección, y así podía llegar a todos los rincones. Se trataba de un artilugio no sólo novedoso, sino también simpático. Era divertido ver a aquella especie de OVNI, que en lugar de volar por el espacio infinito se desplazaba a ras de suelo haciendo que las bolillas de polvo fueran quedando adheridas a la pelota. Menos divertida, pero igual de efectiva, era aquella maquinilla de afeitar con un equipo completo que incluía un cabezal para los pelillos de la oreja. Y aquellos prismáticos infrarrojos que hacía servir el ejército norteamericano. Y, hablando de ejércitos, ahí estaba aquel juego de navajas suizas, únicas en su género, que también eran usadas por soldados, esta vez helvéticos. Y aquel vaporizador que dejaba las camisas sin una arruga, y el juego de cubiertos inoxidables para veinticuatro comensales y... A medida que Inocencio se iba entusiasmando con las maravillas que le había comprado a aquel señor tan simpático, a su mujer se le iba agriando más el semblante. Al final, ella no aguantó más y le dijo que cómo era posible que no se diera cuenta de que aquel señor tan simpático era un caradura que había conseguido colocarle todos aquellos trastos inútiles. Pero, ¿cuánto se había gastado aquella noche? ¿Media paga? ¿La paga entera, que acababa de cobrar? Bueno, mejor no seguir hablando del asunto porque se iba a cabrear de verdad. En fin, era mejor que le diera el dinero para la compra de la semana, y en paz. Pero, él, después de una pausa, le dijo que no iba a poder ser. ¿Cómo que no iba a poder ser? ¿Qué pasaba, qué se había gastado todo el sueldo con aquel señor tan simpático? Y él, después de otra pausa, esta vez más larga, le dijo: Es que también me ganó al póker.