Por San Juan, la Felicidad tenía las manos gordezuelas y sudorosas, y además de las manos le sudaban las mejillas, le sudaba una pelusilla finísima sobre el labio, le sudaban las axilas y es de suponer que le sudaran otras partes de su cuerpo, un cuerpo abundante y orondo que al bailar se te adhería al tuyo como si quisiera absorbértelo. La Felicidad era blandita y húmeda y, al contrario de lo que cabría suponer, sus sudores no eran repulsivos, pues parecían el anticipo de otros sudores y otras humedades más intensas y placenteras. La Felicidad te miraba con un fulgor ingenuo allá en el fondo de sus ojos, unos ojos que, por misterios y gracias del rímel, de lejos eran negros como abismos y de cerca claros como promesas. La Felicidad tenía unas pestañas inmensas, como abanicos, que utilizaba para mandar eseoeses a los amantes confusos. Llévame contigo, no reveles nuestro secreto, puedes besarme, estoy casada, no seas tan imprudente, sígueme, nos están viendo, has conseguido mi amor… Los parpadeos de la Felicidad eran puntos y rayas desesperados que clamaban por su salvación o por la tuya. Pero, si su mirada era el todo o el nada con sus correspondientes sí quiero-no quiero contradictorios, el cuerpo de la Felicidad se manifestaba inequívoco: su mano se te deslizaba en tu mano y toda ella era como un lago de aguas cálidas a punto de hacerte desaparecer en sus simas y relieves. Su otra mano te aprisionaba la espalda y te atraía hacia sí y su cuerpo entero se te pegaba al tuyo. El exterior de su muslo te rozaba tus muslos, y era como si la Felicidad te acariciara por dentro y por fuera, como si poco a poco fuera tomando posesión de ti. Y ahí, en ese mar de sofocos y sudores, tú ya rendido y entregado a la Felicidad y a su vorágine de preámbulos, el sonido de la música ya no importaba porque tú sólo escuchabas el bumbum de tu corazón acoplado al de ella. Bumbúm y desaparecían los músicos, bumbúm y ya no había más parejas en la pista de baile, bumbúm y los posibles mirones eran sombras huidizas, bumbúm, cómo estaba de rica, bumbúm, a dónde podrías llevarla, bumbúm, dónde raptarla un ratito cuando acabara la pieza, perseguirla hasta donde ella quisiera, rescatarla de la multitud, buscar un escondite junto a las olas… Bumbúm, Bumbúm, y al siguiente bumbúm se había evaporado tu oportunidad. Así eran los encuentros con la Felicidad, aquella gordita que parecía querer entregársete durante el baile y luego te dejaba abandonado a tu suerte. Felicidad, la Feli, era feliz así todas las noches de San Juan.
[Amores y desamores
]
17 Junio, 2007 11:20
[Cosas de la vida
]
10 Junio, 2007 10:34
El primer movimiento del sospechoso lo noté nada más sentarme ante la única mesa vacía de la terraza. No había acabado de acomodarme para llamar al camarero, cuando noté que el sospechoso, que estaba recostado de espaldas contra la pared de la fachada del edificio, justo al lado de la entrada del bar, hacía el amago de dejar su postura, pero de inmediato volvía a apoyarse contra la pared. En ese momento todavía no era sospechoso, simplemente era un tipo que había hecho un gesto extraño y en el que luego me fijé porque mantenía una actitud entre distraída y expectante. Pedí una cerveza al camarero y me dispuse a disfrutar de uno de mis entretenimientos habituales: observar a la gente. Era la hora del vermú de un viernes, y la calle empezaba a reflejar las últimas prisas laborales del día y las primeras indolencias del fin de semana. En la terraza, ejecutivos que se reportaban a sus centrales, oficinistas que se habían escapado a tomar una caña o amigas que quedaban por teléfono para la noche. En la acera, un desfile variopinto y cansino de turistas, colegiales vendiendo boletos para el viaje de fin de curso, chicas con carpeta universitaria, mujeres con cochecito y niño… Y ahí, delante, apoyado en la pared y mirando no se sabía si a las ventanas de los edificios de la acera de enfrente, o a los coches, o a los parroquianos del bar, o a los peatones, o a la hilera de motos aparcada unos metros más allá, o esperando a alguien, o vigilando, el sospechoso, que entonces no era sospechoso del todo sino un tipo raro que estaba ahí, pendiente de quién sabe qué. El sospechoso sólo se convirtió en sospechoso cuando, al traer la segunda cerveza, el camarero me dijo: “¿Has visto al pinta ése? Ves a saber el rato que lleva ahí…” Y, por si yo tuviera alguna duda, prosiguió, enigmático: “Después, pasa lo que pasa…” Lo dijo hablando tan bajo y con tanto disimulo que yo, más que oírlo, le leía los labios. “Después, desaparece un coche o te encuentras la casa desvalijada.” Vaya, con el sospechoso. Había que observarlo, pero con mucha discreción, no fuéramos a topar con el hampa organizada. De repente, el sospechoso cambió de comportamiento: se sentó ante una mesa que acababa de quedar libre y pidió un agua sin gas. Durante los siguientes diez minutos, se limitó a beber agua en pequeños sorbos y a mirar a los transeúntes. Salvo por su agua y mi cerveza, debíamos de ofrecer una imagen idéntica. Entonces comprendí la situación: el desconocido era un pobre tipo como yo, al que yo, sin darme cuenta, le había birlado la única mesa libre de la terraza.
[Familia Price
]
03 Junio, 2007 20:26
De todos los objetos que sacó Inocencio Price y que fue poniendo sobre la mesa del comedor ante los ojos atónitos de su mujer, el más extraño era un robot limpiador del polvo que, de forma autónoma, era capaz de dejar sin pelusillas cualquier piso de terrazo, mármol, parquet o el que le echaran, porque era un robot todo-terreno, según le había dicho a Inocencio aquel señor tan simpático que se había encontrado en la cafetería del hotel, un hotel al que Inocencio no había entrado nunca, pero ese día, mira por dónde, le había dado por entrar a hacer un cafelito y había conectado enseguida con aquel señor tan simpático. El robot consistía en una pelota de goma de unos quince centímetros de diámetro que iba rodando por el suelo en el interior de un plato de plástico. Cada vez que el plato tropezaba contra algún objeto, la pelota cambiaba de dirección, y así podía llegar a todos los rincones. Se trataba de un artilugio no sólo novedoso, sino también simpático. Era divertido ver a aquella especie de OVNI, que en lugar de volar por el espacio infinito se desplazaba a ras de suelo haciendo que las bolillas de polvo fueran quedando adheridas a la pelota. Menos divertida, pero igual de efectiva, era aquella maquinilla de afeitar con un equipo completo que incluía un cabezal para los pelillos de la oreja. Y aquellos prismáticos infrarrojos que hacía servir el ejército norteamericano. Y, hablando de ejércitos, ahí estaba aquel juego de navajas suizas, únicas en su género, que también eran usadas por soldados, esta vez helvéticos. Y aquel vaporizador que dejaba las camisas sin una arruga, y el juego de cubiertos inoxidables para veinticuatro comensales y... A medida que Inocencio se iba entusiasmando con las maravillas que le había comprado a aquel señor tan simpático, a su mujer se le iba agriando más el semblante. Al final, ella no aguantó más y le dijo que cómo era posible que no se diera cuenta de que aquel señor tan simpático era un caradura que había conseguido colocarle todos aquellos trastos inútiles. Pero, ¿cuánto se había gastado aquella noche? ¿Media paga? ¿La paga entera, que acababa de cobrar? Bueno, mejor no seguir hablando del asunto porque se iba a cabrear de verdad. En fin, era mejor que le diera el dinero para la compra de la semana, y en paz. Pero, él, después de una pausa, le dijo que no iba a poder ser. ¿Cómo que no iba a poder ser? ¿Qué pasaba, qué se había gastado todo el sueldo con aquel señor tan simpático? Y él, después de otra pausa, esta vez más larga, le dijo: Es que también me ganó al póker.





