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11 Nov, 2006


De lo social a lo cultural. MICHEL WIEVIORKA

ARTICLES I LINKS SOCIETAT — Publicat per smayolpi @ 17:04
Publicado en LA VANGUARDIA (25-01-2004)

No hace tanto vivíamos en un mundo dominado por la cuestión social, que presentaba facetas variables dependiendo de las fases de pleno empleo y crecimiento o de crisis y recesión.En periodo de crecimiento, la cuestión social se caracterizaba fundamentalmente por el conflicto estructural que enfrentaba al movimiento obrero y al capital. Este conflicto daba pleno sentido a las luchas políticas, influía en la vida intelectual y muchos de sus protagonistas –incluso los distanciados de las fábricas– podían reivindicarlo como propio por ejemplo en el medio rural, en los barrios urbanos, en las universidades. La esperanza de un mundo mejor era el portaestandarte de los sindicatos y partidos políticos, que se movilizaban no sólo para denunciar la explotación de los trabajadores sino también –como así solía decirse– para luchar por un “futuro prometedor”. Indudablemente, persiste este conflicto de orden estructural, pero sin que ocupe una posición central: ha dejado de constituir el núcleo de nuestra existencia colectiva.

En épocas de crisis, cuando la pobreza de los parados tomaba el relevo de la explotación de los trabajadores, la cuestión candente fue más bien la de la exclusión y, en consecuencia, la del vínculo social. Sin embargo, en este caso aún podía abrigarse cierta esperanza en el futuro, e incluso engarzarla con las utopías sindicales y políticas que reivindicaban los mismos objetivos que el mundo laboral: en esta perspectiva, el paro se explicaba por los intereses de los capitalistas, que tenían en los parados su “ejército de reserva” incluso para presionar mejor sobre los salarios.

En la actualidad, el obrero ha desaparecido –o casi– de nuestra representación de la realidad y apenas aparece en los medios de comunicación o en el cine, por más que los obreros sigan constituyendo no obstante una parte importante de la población activa. Y, sobre todo, la cuestión social apenas remite a la idea de un conflicto estructural, de modo que ha pasado a referirse preferentemente a las imágenes de la exclusión y la precariedad. Cuando existe lucha obrera, sus protagonistas suelen contar con salvaguardias y anteponen de modo corporativista unos intereses limitados, o bien se trata de una lucha que libran –únicamente a la defensiva– los asalariados que temen perder su puesto de trabajo porque su empresa procede a la liquidación o su fábrica cierra las puertas. La cuestión social remite entonces más bien al agotamiento de un mundo fenecido que se conjuga con dolorosos procesos de expulsión de millones de personas fuera de la sociedad a los guetos abrumados por la pobreza, los mundos de los “sin papeles”, sin vivienda, sin empleo, etcétera. En suma, la cuestión social ha dejado de asociarse a determinadas esperanzas, grandes proyectos y utopías. Se halla lastrada, por el contrario, por el miedo y la desesperación. No permite en absoluto que sus protagonistas y actores dirijan su mirada al futuro.

Y, mientras la realidad de lo social parece tan escasamente incitante y básicamente egoísta (por su carga corporativista) o sólo a la defensiva, la cuestión cultural invade –en cambio– nuestras sociedades. La religión vuelve a ser un tema importante, objeto de debates e inquietudes diversas, sobre todo en los países europeos en que progresa el islam; se considera que la inmigración no es tanto una fuerza de trabajo cuanto una realidad que presenta rasgos de su identidad originaria, nacional, étnica, religiosa. Cambian las costumbres al paso que se difuminan los límites entre lo privado y lo público, por ejemplo, cuando la televisión nos invita a penetrar en el ámbito íntimo, en los fantasmas y fantasías de personas que, en otra época, ni siquiera habrían permitido que se atisbara en su vida personal. Incluso el racismo cambia y pasa a considerar a sus víctimas no ya –como en el pasado– bajo el ángulo de las diferencias físicas y biológicas susceptibles de justificar un trato desigual, sino –en mucha mayor medida– bajo el de sus diferencias culturales, irreductiblemente asimilables a la cultura dominante de la sociedad de acogida... Ya no se dice tanto lo de “es de esa raza, de modo que –como ser inferior– le explotaré”, sino más bien: “es de tal procedencia, o de tal religión, de modo que nunca se adaptará a mi cultura; en consecuencia, le rechazaré”.

Este cambio se acompaña de otro no menos considerable: pensamos cada vez menos según los estrictos parámetros del Estado nación.

En la era industrial clásica, concebíamos el conflicto evocado anteriormente en el seno de este marco sin perjuicio de hablar de sus implicaciones internacionales. Pero actualmente, en el marco de las distintas identidades culturales, no podemos seguir pensando de esta forma ya que estas identidades pasan a ser rápidamente transnacionales o propias de la diáspora, sus miembros remiten a redes que funcionan según lógicas distintas de las nacionales y, si se politizan, lo hacen de acuerdo con puntos de vista complejos, habida cuenta de la magnitud del espacio en el que actúan. Un discurso islamista pronunciado en Londres o en París se dirigirá a los musulmanes de Gran Bretaña o de Francia, pero también a sus correligionarios en otros países de Europa, en Oriente Próximo, etcétera. Así, una manifestación kurda en Berlín podrá tener como objetivo el Gobierno turco y las autoridades alemanas.

Puede darse, incluso, que las identidades culturales funcionen de forma transfronteriza, al tiempo que sus integrantes atraviesan efectivamente las fronteras. En este sentido, es preferible considerar el rango y nivel de los espacios o regiones fronterizas más que las líneas concretas de separación, siendo conscientes de que no se puede reflexionar sobre ello sin considerar lo que se halla en juego a ambos lados de la frontera. Un caso que impresiona es el que involucra a México y Estados Unidos. No se pueden entender, por ejemplo, los numerosos asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez sin atender a la desestructuración anómica de esta ciudad mexicana, que obedece a su situación en este espacio fronterizo.

Además, las migraciones, sobre todo en Europa, no pueden reducirse todas ellas a un modelo único en que las personas abandonan una sociedad para instalarse en otra. Se asiste a fenómenos importantes de desplazamientos de población, de ida y regreso, de estancias temporales, en espera, por ejemplo, de poder encaminarse a Estados Unidos. En estas condiciones, el Estado nación difícilmente permite reflexionar sobre las dimensiones culturales vinculadas a las poblaciones objeto de referencia.

En consecuencia, hemos de considerar las identidades culturales como realidades no inmutables e instaladas en el marco del Estado nación, sino como realidades cambiantes, susceptibles de desplazarse en un espacio más vasto. El tránsito de lo social a lo cultural como modalidad principal de la gran mutación de los países de Europa constituye, de esta forma, una manera de entrar en la era de la globalización, marcada por la compresión del espacio y el tiempo.

En este contexto, observamos la consecuencia de que quienes se hallan más vinculados al modelo del Estado nación y las sociedades nacionales –cuyo debilitamiento, aunque sea relativo, constatan– se convierten en fuerzas reactivas, incluso reaccionarias, apropiándose el discurso nacional para hacer de él la noción principal de su discurso político. En la actualidad, los nacionalismos en Europa ya no se ven necesariamente impulsados por ideas o nociones socialmente amenazadas, en declive o presa de la inquietud; se explican también por el papel de las capas pudientes de la sociedad, que apelan al cierre de la nación sobre sí misma para resistir mejor la globalización en sus dimensiones culturales, a reserva de participar –en ocasiones– en procesos económicos abiertos como se comprueba en el caso de la Liga Norte en Italia, que edifica su nacionalismo de la Padania impulsada por empresarios singularmente dinámicos.

Las identidades culturales suelen preocuparse, en mayor medida, por reproducirse y mantener la distancia entre las realidades exteriores e interiores que por entablar un debate mutuo: allí donde la era industrial podía antaño organizarse bajo la forma de un conflicto estructural, ello resulta más difícil en la era contemporánea. La cultura es una realidad no tan susceptible de conflicto, y la gestión y el enfoque político de las relaciones entre grupos culturales y de sus exigencias se convierte, en seguida, en un verdadero rompecabezas. Por otra parte, las identidades culturales, al menos en ciertos casos, pueden permitir que sus miembros se proyecten hacia un futuro e incluso hacia un más allá. El problema es que este futuro, o este más allá, no son realidades o nociones especialmente democráticas, ya que se hayan reservadas a los miembros de la cultura correspondiente. La proliferación y el auge de las identidades culturales anuncian –para hablar como Max Weber– en mayor medida la guerra de los dioses que la organización democrática de la vida colectiva que sancionaba la primacía de lo social. Sin embargo, tal vez en un futuro no demasiado lejano aprenderemos a convivir con nuestras diferencias e infundir nueva vida a lo social siendo capaces, también, de advertir su señal tras ciertos desafíos que aparecen bajo un aspecto esencialmente cultural. Porque, a menudo, los factores moldeadores o reforzadores de las diferencias culturales son la opresión y la exclusión social.

Michel Wieviorka es sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París.


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